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Greene - El fin del romance

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El fin del romance
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Tags: General Interest
Graham Greene
El fin del romance
“El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”.
Léon Bloy
LIBRO PRIMERO

I

Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitrariamente uno elige el momento de la experiencia desde el cual mira hacia atrás o hacia adelante. Digo "uno elige" con el orgullo inexacto del escritor profesional que -cuando ha alcanzado alguna notoriedad digna de tenerse en cuenta- fue elogiado por su destreza técnica; pero, en realidad, ¿elijo yo por mi propio arbitrio aquella oscura y húmeda noche de enero de 1946, en el prado comunal, la figura de Henry Miles, sesgada a través del ancho río de lluvia, o son estas imágenes las que me eligen a mí? Conviene sin duda, según las reglas del oficio, comenzar justo en este momento, pero de haber creído entonces en algún Dios, podría haber también creído en una mano tomándome bruscamente del codo y en una voz sugiriéndome: "Háblale; no te ha visto".

¿Por qué, en otro caso, iba yo a haberle hablado? Si no fuera el odio una palabra demasiado vasta para usarla en relación con un ser humano, yo odiaba a Henry, como también odiaba a Sarah, su mujer. Y supongo que él, a su vez, no tardó en odiarme después de lo que pasó aquella noche; como seguramente debió odiar en oca siones a su mujer y a aquel otro en cuya existencia teníamos entonces la suerte de no creer ni él ni yo. Ésta es, pues, una historia mucho más de odio que de amor, y si digo en ella algo en favor de Henry o de Sarah puede prestársele crédito: escribo contra mi parcialidad, porque forma parte de mi orgullo profesional el preferir la casi-verdad incluso a la expresión de mi casi-odio.

Era raro ver a Henry fuera de casa en una noche semejante: Henry era muy comodón, y además -tal creía yo cuando menos- tenía a Sarah. Para mí el confort es como el recuerdo inoportuno en el momento o el lugar inadecuados: cuando uno se siente muy solo prefiere la falta de confort. Incluso en mi living-dormitorio, al lado sur -el malo- del prado comunal, amueblado con muebles de ocasión, que no eran míos, había demasiado confort. Pensé, pues, que no me vendría mal un corto paseo bajo la lluvia y un trago en el bar cercano. El estrecho hall estaba atestado de sombreros y abrigos y, sin darme cuenta, tomé el paraguas de otro, el inquilino del segundo piso, que tenía invitados. Cerré la puerta de cristales de colores y bajé cuidadosamente los escalones, que habían sido deteriorados por una bomba en 1944, y no reparados todavía. Tenía razones bien personales para recordar el incidente y cómo los cristales de color, recios, feos y victorianos, habían resistido la conmoción con un denuedo realmente digno de nuestros abuelos.

Empezaba a cruzar el prado cuando me percaté de que no era mi paraguas, pues por una hendidura, que el mío no tenía, comenzó a entrarme agua por el cuello del impermeable. En ese momento fue cuando vi a Henry. Pude evitar fácilmente el encuentro; Henry no llevaba paraguas y, a la luz del farol, pude advertir que caminaba medio cegado por la lluvia. Los árboles sin hojas no ofrecían la menor protección, diseminados en torno como tuberías rotas, y el agua resbalaba por su sombrero y caía en arroyuelos sobre su abrigo negro de funcionario del Estado. Si hubiese pasado junto a él sin decir palabra no me habría visto, y todavía menos si me hubiese echado un poco a un lado, como podía hacer perfectamente; pero en lugar de eso exclamé: "¡Henry, cuánto tiempo que no se te vel" A estas palabras vi brillar sus ojos como si fuésemos dos antiguos amigos. – ¡Bendrix! – exclamó a su vez con afecto; a pesar de que la gente no habría podido menos de decir que quien tenía razones de odio era él y no yo.

–¿Qué haces con esta lluvia, Henry? – Hay hombres que nos inspiran el deseo irresistible de molestarlos: aquellos cuyas virtudes no compartimos.

–Necesitaba tomar un poco de aire -contestó Henry evasivamente, pescando al vuelo el sombrero que una ráfaga súbita estuvo a punto de arrebatarle hacia el lado norte.

–¿Cómo está Sarah? – pregunté, ya que habría podido parecer un poco extraño que no lo hiciera, aunque nada me habría alegrado más que el saber que estaba enferma, desdichada, moribunda. En aquellos tiempos imaginaba que cualquier sufrimiento, de ella habría aliviado el mío y que su muerte habría traído consigo mi liberación; y querría no pensar ya todas las cosas que uno puede imaginar en las circunstancias abyectas en que me hallaba. Hasta habría podido sentir afecto por el pobre Henry si Sarah hubiera muerto.

–Ha salido a pasar la velada no recuerdo exactamente dónde -contestó Henry; y su respuesta puso de nuevo en movimiento aquel demonio en mi cerebro, haciéndome pensar en aquellos días en que Henry habría contestado lo mismo a otras personas, cuando yo era el único que sabía dónde estaba Sarah.

–¿Un trago? – propuse, y con gran sorpresa de mi parte Henry aceptó, ajustando su paso al mío. Nunca habíamos bebido juntos fuera de su casa.

–Hace mucho tiempo que no te veíamos, Bendrix. – No sé bien por qué rezón soy de esos hombres a los que sólo se llama por el apellido, al punto de que, a juzgar por el uso que hacían de él mis amigos, lo mismo habría dado que mis padres no me hubiesen bautizado con el nombre un poco afectado y literario de Maurice.

–Mucho, en efecto.

–Si no recuerdo mal, más de un año.

–Junio de 1944 -precisé.

–¿Tanto? ¡Caramba!

El muy idiota, pensé, no ve nada extraño en este intervalo de año y medio. Eso, estando nuestras casas a menos de quinientas yardas a través del prado. ¿Es posible que no se le ocurriera nunca preguntar a Sarah: "¿Qué será de Bendrix? Podríamos invitarlo un día". Y, si lo había hecho, ¿cómo no le parecieron sospechosas las respuestas evasivas de ella? Para ambos había desaparecido tan completamente como la piedra que se tira a un estanque. Quizá las ondas en la superficie la perturbaron levemente una semana, un mes; pero, en todo caso, las anteojeras de Henry estaban bien sujetas. Siempre detesté estas anteojeras, hasta cuando me beneficiaban, sabiendo que, lo mismo que a mí, podían beneficiar a otros.

–¿Ha ido quizás al cine? – pregunté.

–¡Oh, no!, casi nunca va.

–Antes le gustaba.

El bar "Las Armas de Pontefract" estaba aún decorado para la Navidad con flámulas de papel y cartelones, reliquias de alborozo comercial, naranja y malva, y la joven patrona apoyaba sus pechos en el mostrador, con una mirada de desdén hacia los parroquianos.

–Bonito -dijo Henry, sin pensarlo realmente, y miró en torno de él con cierto aire perdido, de timidez, en busca de una percha en que colgar su sombrero. Me dio la impresión de que lo más parecido a un bar en que había estado nunca debía ser el bodegón en las cercanías de Northumberland Avenue donde almorzaba con sus colegas del Ministerio.

–¿Qué tomas?

–No me vendría mal un whisky.

–Ni a mí; pero tendremos que contentarnos con una copa de ron.

Nos sentamos a una mesa, acariciando vagamente nuestras copas. La verdad es que nunca había tenido mucho que decir a Henry. Hasta dudo de que me habría interesado conocer a Henry o Sarah si no hubiese empezado en 1939 a escribir una novela cuyo protagonista era un funcionario veterano. Henry James dijo una vez, discutiendo con Walter Besant, que a una muchacha de cierto talento le bastaría pasar ante las ventanas del cuarto de rancho de un cuartel y mirar lo que ocurría dentro para poder escribir una novela corta sobre la vida entera del regimiento; pero, por mi parte, creo que. en un momento dado de la redacción, habría considerado necesario acostarse con uno de los soldados, aunque no fuera sino para comprobar algunos detalles. Yo no me acosté precisamente con Henry, pero hice lo que más podía acercarse a ello, y la primera noche que saqué a comer a Sarah tenía el decidido propósito de escudriñar la mentalidad de una mujer de funcionario. Ella, como es natural, no sabía mi intención; seguramente pensó que me interesaba su vida doméstica, y hasta es posible que eso fuera lo qué despertó su simpatía hacia mí. ¿A qué hora suele desayunarse Henry?, le pregunté. ¿Iba a la oficina en subterráneo, en autobús o en taxi? ¿Se traía por la noche algún trabajo a casa? ¿Usaba para sus papeles una cartera con el escudo de la casa real? Mi interés hizo florecer nuestra amistad; Sarah estaba encantada de que alguien tomara en serio a Henry. Sin duda Henry era importante, pero importante un poco a la manera en que lo es un elefante, por el espacio que ocupa; hay géneros de importancia irremediablemente condenados a no ser tomados en serio. Henry era un importante secretario auxiliar en él Ministerio de Pensiones -llamado a convertirse más tarde en el Ministerio de Previsión Social-. ¡Previsión Social! Cuánto no me habré reído de él en esos momentos en que se odia al compañero y se busca un arma cualquiera… Tiempos vinieron en que deliberadamente le dije a Sarah que la única razón de haberme interesado en Henry fue de orden informativo, buscando la documentación necesaria para un personaje que era el elemento cómico, ridículo, de mi libro. Fue entonces cuando ella comenzó a detestar mi novela. Tenía una extraordinaria lealtad hacia Henry (no podría, aunque quisiera, negarlo) y en esas horas nubladas en que el demonio se apoderaba de mi cerebro y me hacía odiar hasta al innocuo Henry solía utilizar lá novela para inventar episodios demasiado crudos para ser escritos… Una vez que Sarah había pasado toda la noche conmigo (ocasión que había esperado con la avidez con que un escritor ansia la última palabra de su libro), la eché a perder súbitamente por una palabra casual que vino a quebrar el estado de ánimo que a veces se me antojaba durante horas de un amor perfecto. Muy malhumorado, me había quedado dormido a eso de las dos, cuando habiéndome despertado una hora después, al extender la mano toqué sin querer el brazo de Sarah y la desperté. Supongo que, instintivamente, quería hacer las paces con ella, hasta que mi víctima volvió hacia mí su rostro, empañado aun por el sueño y tan dulcemente confiado. Había olvidado la querella y este olvido, en vez de alegrarme, me pareció un nuevo motivo de enojo. ¡Qué retorcidos somos los seres humanos! ¡Y todavía dicen que nos han hecho a semejanza de Dios! Pero me parece difícil concebir un Dios que no sea tan sencillo como una perfecta ecuación, tan claro como el aire. En cuanto estuvo un poco más despierta, le dije: "No he podido dormir, pensando en el capítulo quinto. ¿Es que Henry toma alguna vez granos de café para quitarse el mal aliento antes de asistir a las reuniones importantes?" Ella sacudió la cabeza y empezó a llorar calladamente. Como es natural, yo pretendí no saber la razón: ¿una simple pregunta que me había estado preocupando en relación con mi personaje, en qué podía ofender a Henry? La gente más distinguida toma a veces granos de café, etc. Ella siguió llorando un rato y acabó al fin por dormirse -dormía muy bien, y hasta esa capacidad de sueño se me antojó en esa ocasión una ofensa más.

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