El autor de Caminos sin ley, El poder y la gloria, Nuestro hombre en La Habana y otros libros memorables, ha encontrado en la política latinoamericana un sustrato esencial para su literatura. «En esos países —dice Greene—, la política nunca ha consistido en una mera rotación de partidos electorales enemigos, sino en un asunto de vida o muerte».
En esta ocasión Greene viaja al Panamá de Omar Torrijos para ser el inmejorable testigo de la querella de una nación por su soberanía. Pero El general (título sugerido [al FCE] por Gabriel García Márquez, amigo común de Greene y de Torrijos y personaje del libro) es algo más: la historia de un compromiso. Greene no sólo observa: participa.
El general es un documento singular de la relación del autor con su tema: de un lado, el presidente Omar Torrijos, un hombre de acción obligado a optar por una exasperante (y no menos peligrosa) política de negociaciones, y del otro, Graham Greene, uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo ante una prueba clave en su literatura: ser testigo de la contienda política de Centroamérica y, al mismo tiempo, convertirse en uno de sus protagonistas.
Graham Greene
El general
ePub r1.0
IbnKhaldun 19.10.15
Título original: Getting to Know the General. The Story of an Involvement
Graham Greene, 1984
Traducción: Juan Villoro
Diseño de cubierta: Carlos Haces
Fotografía: Carlos Franco
Editor digital: IbnKhaldun
ePub base r1.2
A los amigos de mi amigo
OMAR TORRIJOS
en Nicaragua, El Salvador
y Panamá
Me voy, pero regreso: quisiera ser
Piloto de la oscuridad y el sueño
Alfred. LORD TENNYSON
Prólogo
EN AGOSTO de 1981 tenía listo mi equipaje para mi quinta visita a Panamá, cuando me enteré por teléfono de la muerte del general Omar Torrijos, mi anfitrión y amigo. El pequeño avión en que viajaba a su casa de Coclesito, en la sierra panameña, se había estrellado. No hubo sobrevivientes. Unos días después, la voz de su guardia de seguridad, el sargento Chuchú, alias José de Jesús Martínez, ex profesor de filosofía marxista en la Universidad de Panamá, profesor de matemáticas y poeta, me dijo:
—Había una bomba en el avión. Sé que había una bomba en el avión, pero por teléfono no te puedo decir por qué.
En ese momento se me ocurrió escribir una breve crónica personal, basada en los diarios que había llevado en los últimos cinco años, como tributo a un hombre al que llegué a querer durante esa época. Pero en cuanto escribí las primeras frases después del título, El general, me di cuenta de que no sólo era al general a quien había conocido en esos cinco años: también a Chuchú, uno de los pocos hombres de la Guardia Nacional en quien el general confiaba enteramente, y a ese país hermoso y estrafalario, partido en dos por el Canal y la Zona norteamericana, un país que, gracias al general, había adquirido una importancia estratégica en las luchas de liberación que se desarrollaban en Nicaragua y El Salvador.
Mientras escribía los últimos pasajes de este libro, una amiga me preguntó:
—¿Por qué siempre estás interesado en España e Hispanoamérica? México apareció en El poder y la gloria, Paraguay en Viajes con mi tía, Cuba en Nuestro hombre en La Habana, Argentina en El cónsul honorario; visitaste al presidente Allende, y ahora acabas de publicar Monseñor Quijote…
Era una pregunta difícil, pues la respuesta se hallaba en la oscura cueva del inconsciente. Mi interés se remontaba mucho más allá de mi visita a México en 1938 para hacer reportajes sobre la persecución religiosa. La segunda novela que publiqué, Rumor al anochecer, aparecida en 1934, se ubicaba en España durante las guerras carlistas, a pesar de que en el momento de escribirla sólo hubiera pasado un día en España, a los dieciséis años. Entonces había visitado La Coruña en un barco que se detuvo en Vigo de camino a Lisboa. Acompañaba a mi tía Eva. Ella se encontraría en Lisboa con mi tío, que regresaba de Brasil, donde tenía una compañía cafetalera. En Vigo propuse que visitáramos la tumba del general John Moore, que tenía una lejana relación con la familia y murió en la famosa retirada de los franceses a Coruña, donde fue enterrado «oscuramente en noche cerrada, el césped removido por nuestras bayonetas» y quedó inmortalizado por el único poema que se recuerda de un clérigo irlandés, el reverendo Charles Wolfe. Pasaron casi sesenta años antes de que volviera a la tumba donde los versos están grabados, llevando ahora Monseñor Quijote en la mente.
Rumor al anochecer fue una pésima novela que no deseo ver reeditada jamás. Pero mi interés en escribir sobre asuntos hispánicos se remontaba aún más lejos.
—Hubo una novela —le dije a mi acompañante— que empecé justo al dejar Oxford, para la que por suerte nunca encontré editor. Se llamaba El episodio. Había estado leyendo el único libro de Carlyle que he logrado terminar (la vida de un fracasado poeta en cierne llamado John Sterling, que de joven se involucró con los carlistas refugiados en Londres). Tengo la primera edición aquí en mis estantes. La encontré a diez chelines en Chichester hace unos doce años, pero no la he releído —tomé el libro publicado en 1851 y lo abrí en el índice. Ahí leí: «Primera parte, Capítulo 8, Torrijos». El nombre de Torrijos saltó ante mi vista y me golpeó como un mensaje de los muertos.
Volví a leer acerca de aquellos desafortunados españoles con los que Sterling y mi joven héroe imaginario se involucraron: «Figuras majestuosamente trágicas, orgullosas, con capotes raídos: deambulando, casi siempre con los labios cerrados, por las amplias baldosas de la plaza Euston y por los alrededores de la iglesia de San Pancracio». Seguí leyendo: «El jefe reconocido por todos aquellos pobres exiliados españoles era el general Torrijos, un hombre de grandes cualidades y fortuna, todavía en la plenitud de su edad, que se negaba a desesperar en esas circunstancias desesperantes».
El general Torrijos que llegué a querer fue muerto en la plenitud de su edad, y yo estuve cerca de él en las circunstancias desesperantes que lo agobiaron, las etapas finales, las prolongadísimas negociaciones con los Estados Unidos sobre el Tratado del Canal de Panamá y su decepcionante desenlace. Él también se negó a desesperar e incluso consideró seriamente una posible lucha armada entre su diminuto país y la gran potencia que ocupaba la Zona.
¿Pero por qué, mi amiga insistió en su pregunta, ese interés de tantos años por España y América Latina? Tal vez la respuesta radique en esto: en esos países la política casi nunca ha consistido en una mera rotación de partidos electorales enemigos, sino en un asunto de vida o muerte.
En 1976 sabía poco del pasado de Panamá. Después de su separación de España, a principios del siglo XIX, Panamá escogió por voluntad propia unir su fortuna a lo que entonces era una Colombia más grande que la actual. En el siglo XX la nueva República de Panamá era algo bien distinto: la obra personal de un Theodore Roosevelt decidido a que el sueño de Lesseps (un canal que uniera el océano Atlántico con el Pacífico, que después de diez años de trabajos había terminado en un desastre financiero) se convirtiera en realidad bajo la protección y la virtual propiedad de los Estados Unidos. En tiempos del fracaso de Lesseps, Panamá seguía siendo una provincia de Colombia, separada de su estado paterno por las montañas y la jungla, sin un camino de enlace, como sigue estando ahora. Puesto que las negociaciones con Colombia sobre los derechos del Canal se estancaban más y más y terminarían siendo imposibles, los Estados Unidos se propusieron convertir a Panamá en un presunto Estado independiente.