Gretna Green, Escocia, 1804
Margaret Pennypacker había perseguido a su hermano la mitad del camino a través de una nación.
Había montado a caballo como el mismo diablo a través de Lancashire, descubriendo al desmontar que poseía músculos que aún no sabía que existían – y que cada uno de ellos estaba dolorido. Se había comprimido en un atestado coche alquilado en Cumbria y había tratado de no respirar cuando comprendió que sus compañeros de viaje al parecer no compartían su inclinación por el baño.
Había aguantado los golpes y sacudidas de un carro de madera tirado por una mula, realizando así las últimas cinco millas de suelo inglés antes de que fuera dejada caer sin ceremonias en la frontera escocesa por un agricultor que le advirtió que entraba en el país del propio diablo.
Todo para terminar en Gretna Green, mojada y cansada, con poco más que el abrigo sobre la espalda y dos monedas en el bolsillo. Porque, en Lancashire, había sido lanzada de su caballo cuando éste pisó una piedra, y luego, la maldita cosa tan bien entrenada por su errante hermano, había virado y vuelto a casa.
En el coche de Cumbria, alguien había tenido la temeridad de robar su retículo, dejándola con sólo las monedas que se habían dispersado, adaptándose a los recovecos más profundos de su bolsillo.
Y en el último tramo del viaje, mientras montaba el carro del agricultor, que con sus astillas le había lastimado, y probablemente -por como corría su suerte- contagiado alguna clase de enfermedad, había comenzado a llover.
Margaret Pennypacker definitivamente no estaba de buen humor. Y cuando encontrara a su hermano, iba a matarlo.
Tenía que ser la clase más cruel de ironía, pero ni ladrones, tormentas o caballos desbocados habían logrado privarla de la hoja de papel que había forzado su viaje a Escocia. La misiva escasamente redactada por Edward apenas merecía una releída, pero Margaret estaba tan furiosa con él que no podía parar de meter, por centésima vez, la mano en su bolsillo y sacar la arrugada y, a toda prisa garabateada nota.
Había sido doblado y redoblado de nuevo, y probablemente se estaba mojando mientras ella se acurrucaba bajo la proyección de un edificio, pero el mensaje era todavía claro. Edward se fugaba para casarse.
– Maldito idiota -refunfuñó Margaret bajo su aliento. -Y con quien demonios se va a casar, me gustaría saber. ¿No podía haber tenido la amabilidad de decirme eso?
En el mejor de los casos Margaret podía adivinar, había tres candidatas probables, y ella no esperaba con impaciencia dar la bienvenida a ninguna de ellas en la familia Pennypacker. Annabel Fornby era una esnob horrible, Camilla Ferrige no tenía sentido del humor, y Penélope Fitch era tan muda como un poste. Margaret había una vez oído a Penélope recitar el alfabeto y excluir la J y la Q.
Todo lo que podía esperar era que no fuese muy tarde. Edward Pennypacker no se casaría, no si su hermana mayor tenía voz en el asunto.
Angus Greene era un hombre fuerte, poderoso, con una reputación como para ser hermoso como el pecado, y con una risa endemoniadamente encantadora que desdecía un temperamento feroz de vez en cuando. Cuando cabalgaba en su semental por una nueva ciudad, tendía a despertar el miedo entre los hombres, rápidos latidos en los corazones de las mujeres, y ojos abiertos de fascinación entre los niños, quienes siempre parecían notar que tanto el hombre como la bestia compartían el mismo pelo negro y los penetrantes ojos oscuros.
Su llegada a Gretna Green, sin embargo, no causó comentario en absoluto, porque todos aquellos con un poco de sentido común -y a Angus le gustaba pensar que la virtud que compartían todos los escoceses era el sentido común- estaban dentro aquella noche, arropados y calentitos, y, más lo importante, fuera de la lluvia que azotaba.
Pero no Angus. No, Angus estaba, gracias a su exasperante hermana menor, quien él comenzaba a pensar podría ser el único escocés desde el comienzo de los tiempos en no tener sentido común, parado en la fuerte lluvia, congelado y temblando, y estableciendo lo que tenía que ser un nuevo record nacional para el mayor empleo de las palabras "maldición", "maldita" y "mierda" en una sola tarde.
Había esperado llegar más lejos que la frontera esta tarde, pero la lluvia lo hacía más lento, y aún con guantes, sus dedos estaban demasiado fríos para agarrar correctamente las riendas. Además, no era justo para Orfeo; era un buen caballo y no merecía este tipo de abuso. Esta era otra trasgresión por la cual Anne tendría que asumir la culpa, pensó con gravedad Angus. No se preocupaba de que su hermana sólo tuviera dieciocho años. Cuando él encontrara a la muchacha, iba a matarla.
Se conformó con el hecho de saber que si él había tenido que reducir la velocidad por el tiempo, entonces Anne habría sido forzada a parar completamente. Ella viajaba en carruaje -su carruaje-, que había tenido la temeridad de "tomar prestado"- y seguramente sería incapaz de moverse hacia el sur con los caminos llenos de barro y atascados.
Y si había algo de suerte flotando en el aire húmedo, Anne aún podría estar varada en Gretna Green. Como una posibilidad, era bastante remota, pero mientras él estuviera obligado a detenerse, parecía tonto no buscarla. Soltó un suspiro cansado y limpió su cara mojada con el reverso de la manga. Esto no sirvió, desde luego; su abrigo estaba ya completamente empapado.
Con el ruidoso suspiro de su dueño, Orfeo instintivamente realizó un alto, a la espera de la siguiente orden. El problema era, que Angus no tenía ni idea que hacer después. Supuso que podría comenzar buscando por las posadas, aunque a decir verdad, no era un pensamiento muy agradable el de examinar todos los cuartos de cada posada en la ciudad. No quería ni pensar cuantos posaderos iba tener que sobornar.
Pero lo primero era lo primero, y él también podría instalarse antes de comenzar su búsqueda. Una rápida exploración calle arriba le dijo que The Canny Man poseía los mejores establos, Angus estimuló a Orfeo en la dirección de la pequeña posada. Pero antes de que Orfeo hubiera logrado mover aún tres de sus cuatro pies, un grito ruidoso perforó el aire.
Un grito femenino.
El corazón de Angus dejó de latir. ¿Anne? Si alguien hubiera tocado tanto como el dobladillo de su vestido…
Galopó calle abajo y luego alrededor de la distante esquina, justo a tiempo para ver a tres hombres intentando arrastrar a una dama dentro de un edificio oscuro. Ella luchaba vigorosamente, y por la cantidad de lodo sobre su vestido, se dio cuenta de que la habían arrastrado una distancia razonable.
– ¡Suélteme, cretino! -gritó, dándole un codazo a uno de ellos en el cuello.
No era Anne, eso seguro. Anne nunca sabría bastante como para pegarle al segundo hombre en la ingle con la rodilla.
Angus saltó hacia abajo y se lanzó a la ayuda de la dama, llegando justo a tiempo para agarrar al tercer bandido por el cuello, alejándolo de su intencionada víctima, y zarandeándolo de cabeza en la calle.
– ¡Déjeme en paz, cabrón! -gruñó uno de los hombres. -La encontramos primero.
– Que desafortunado. -dijo Angus con calma, golpeando su puño en la cara del hombre. Miró fijamente a los dos hombres restantes, uno de los cuales todavía estaba despatarrado en la calle. El otro, que había permanecido doblado sobre la tierra asiendo sus partes inferiores después de que la dama le diera un rodillazo, miró a Angus como si quisiera decir algo. Pero antes de que pudiera emitir algún sonido, Angus plantó su bota en un área bastante dolorosa y miró abajo.
– Hay algo que usted debería saber de mí, -dijo, su voz extrañamente suave. -No me gusta ver mujeres heridas. Cuando eso pasa, o incluso cuando pienso que podría pasar, yo… -él dejó de hablar durante un momento y ladeó despacio su cabeza a un lado, fingiendo buscar las palabras exactas. -me vuelvo un poquito loco.
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