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Claudia Piñeiro - Catedrales

Aquí puedes leer online Claudia Piñeiro - Catedrales texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2020, Editor: Penguin Random House Grupo Editorial Argentina, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Claudia Piñeiro Catedrales

Catedrales: resumen, descripción y anotación

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Hace treinta años, en un terreno baldío de un barrio tranquilo, apareció descuartizado y quemado el cadáver de una adolescente. La investigación se cerró sin culpables y su familia -de clase media educada, formal y católica- silenciosamente se fue resquebrajando Pero, pasado ese largo tiempo, la verdad oculta saldrá a la luz gracias al persistente amor del padre de la víctima.

Esa verdad mostrará con crudeza lo que se esconde detrás de las apariencias; la crueldad a la que pueden llevar la obediencia y el fanatismo religioso; la complicidad de los temerosos e indiferentes, y también, la soledad y el desvalimiento de quienes se animan a seguir su propio camino, ignorando mandatos heredados.

Como en Las viudas de los jueves, en Elena sabe y en Una suerte pequeña, Claudia Piñeiro ahonda con maestría en los lazos familiares, en los prejuicios sociales y en las ideologías e instituciones que marcan los mundos privados, y nos entrega una novela conmovedora y valiente, certera como una flecha clavada en el corazón de este drama secreto.

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CLAUDIA PIÑEIRO Nació en el Gran Buenos Aires en 1960 Es escritora - photo 1

CLAUDIA PIÑEIRO

Nació en el Gran Buenos Aires en 1960. Es escritora, dramaturga, guionista de TV y colaboradora de distintos medios gráficos. Ha publicado en Alfaguara las novelas Las viudas de los jueves (2005), que recibió el Premio Clarín de Novela 2005; Elena sabe (2007), Premio LiBeraturpreis 2010; Tuya (2008); Las grietas de Jara (2009), Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2010; Betibú (2011); Un comunista en calzoncillos (2013); Una suerte pequeña (2015) y Las maldiciones (2017), además de relatos para niños y obras de teatro. En 2018, Alfaguara publicó un volumen de sus cuentos reunidos, Quién no. Por su obra literaria, teatral y periodística, ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales, como el Premio Pepe Carvalho del Festival Barcelona Negra y el XII Premio Rosalía de Castro del PEN (Club de Poetas, Ensayistas y Narradores de Galicia). Varias de sus novelas han sido llevadas al cine. Es una de las escritoras argentinas más traducidas a otros idiomas, lo que hace que sus libros sean leídos y disfrutados por miles de lectores en todo el mundo.

Foto: © Daniel Mordzinski

A los que construyen su propia catedral, sin dios.

Lía

Es lo que quiero pensar, lo que quiero creer, pero tengo miedo de dejar de creerlo. Me pregunto si querer creerlo tan intensamente no es la prueba de que ya no creemos.

E MMANUEL C ARRÈRE, El Reino

1

No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes. No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí. Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio, preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: “No creo en Dios”.

Al principio, cuando la idea se me presentó, sentí un malestar que luego reconocí como miedo. ¿Qué podía pasar si asumía mi falta de fe? ¿Qué tendría que dar a cambio? Aquellos primeros pensamientos los eliminaba como un mal sueño del que era mejor despertar, o como una idea irreverente que debía descartar de plano a la espera de que llegara la próxima, un poco más sensata. Hasta que, un día, recibí un mazazo que me dejó aturdida, desnuda frente al mundo, incapaz de entender qué estaba sucediendo a mi alrededor y sobre todo los porqués; entonces, la incomodidad fue tan evidente que no pude seguir fingiendo una fe que no tenía. Ya no creía en Dios. Lo confirmé en el instante en que me anunciaron que había aparecido el cuerpo sin vida de mi hermana menor, Ana. Lo dije al día siguiente, en su velorio.

Ana, “el pimpollo” —como le decía papá—, la que dormía en mi mismo cuarto, la que me robaba la ropa, la que se metía en mi cama para contarme secretos que nadie más que yo podía conocer. A media tarde, llegó el párroco a dar el pésame y a rezar por ella; lo acompañaba Julián, que entonces era seminarista. Mis padres me invitaron a unirme en la oración junto al cajón cerrado. Me negué. Insistieron, me dijeron que me haría bien, me preguntaron por qué no quería rezar. Evité una o dos veces la pregunta hasta que por fin respondí: “Porque no creo en Dios”. Lo dije muy bajo y con la cabeza gacha. Levanté la mirada, todos tenían los ojos clavados en mí: lo repetí en voz alta. Mi madre se acercó, me tomó del mentón, me forzó a mirarla a los ojos y me hizo decirlo una vez más. Como Pedro, pero convencida y sin vuelta atrás, negué mi fe por tercera vez. “Entonces Pedro se acordó de las palabras de Jesús, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, me negarás tres veces”, Mateo 26:75. Treinta años de ateísmo asumido y todavía puedo repetir pasajes de los evangelios de memoria. Como si me los hubiesen tatuado en la piel con un hierro caliente. El número del capítulo y el versículo no los recuerdo, eso lo busco en el propio texto cuando quiero citar, prefiero pensar que por deformación profesional y no por trastorno obsesivo compulsivo. ¿Por qué aún los recuerdo? ¿Con qué amenaza me los grabaron? “Y saliendo fuera, lloró amargamente”. A diferencia de Pedro, yo no lloré. Me temblaron las piernas pero, a pesar de eso, me sentí poderosa, dueña de mí a una edad en que todo eran dudas.

Declararme atea incomodó a los presentes. Excepto al cura, que no se dio por aludido. Con una sonrisa que pretendía ser comprensiva, el padre Manuel definió mis palabras como la consecuencia de un enojo adolescente, entendible y pasajero, frente a la circunstancia brutal del asesinato de Ana. Mi madre se tranquilizó con la interpretación que hizo el cura, aunque aseguró que yo no hacía otra cosa que querer llamar la atención, que ni siquiera frente a la muerte de mi hermana me detenía en mi afán de protagonismo. “Típica hija del medio”, solía decirme cuando se fastidiaba conmigo. Ese día no lo dijo, pero lo debe de haber pensado. No entendí de dónde mi madre sacaba fuerzas para cualquier otra cosa que no fuera desgarrarse en vida por la muerte de su hija más pequeña. Mi padre, que era quien mejor me conocía y no tenía dudas de que yo hablaba en serio, me apartó del grupo para pedirme que lo reconsiderara y que, mientras tanto, al menos dijera que era agnóstica. Carmen, nuestra hermana mayor, muy perturbada durante el velorio, pero sin abandonar ni un segundo su papel de encantadora de serpientes, intentando mostrarse como la más afectada por el drama que atravesábamos, aprovechó la ocasión para cobrarse viejas deudas conmigo, lloró en los brazos de sus amigos de la Acción Católica y dejó de hablarme a partir de ese día.

El único recuerdo de complicidad y cercanía que tengo de aquel momento fueron las miradas que crucé con Marcela, la mejor amiga de Ana, sentada en el piso a unos metros del ataúd, apoyada sobre una pared para no derrumbarse, sola, aturdida, dejando en claro que no quería que nadie la tocara, que nadie la consolara, sin poder parar de llorar, destrozada como yo —una, seca; la otra, empapada en lágrimas—. Las dos estábamos, ostensiblemente, del mismo lado. Percibí en sus ojos no sólo el dolor y el horror que compartíamos, sino un pedido confuso, una demanda que no terminaba de poder expresar, como si quisiera decirme algo que ni ella entendía. Tal vez me estaba pidiendo que la sacara de allí; quizás ella tampoco creía ya en Dios. No me olvido de su mirada, de sus ojos clavados en mí mientras jugaba con un anillo que movía de arriba abajo por su dedo anular sin llegar a sacárselo. Lo reconocí recién después de un rato: ese anillo era mío, tenía una piedra turquesa demasiado grande para nuestras manos. Ana lo había declarado “el anillo de la suerte” y me lo robaba cuando decía que necesitaba mi “fuerza”. ¿Qué fuerza vería Ana en mí que yo nunca percibí? Usaba el anillo cuando tenía un examen, cuando se enfrentaba a una cita con un chico que le gustaba demasiado, cuando participaba de algún campeonato de vóley con el seleccionado del colegio —un día me confesó que durante los partidos se lo ponía dentro de la bombacha para que no le molestara en el juego y yo grité: “¡Qué asco!”—. Ana se lo habría dado a su amiga, o se lo habría olvidado en su casa. ¿Qué importancia tenía en aquel momento un anillo que no había podido proteger a mi hermana de la muerte? Ese día no me acerqué y luego Marcela se perdió, le diagnosticaron amnesia de corto plazo como consecuencia del trauma por la muerte de Ana y de un fuerte golpe que recibió en la cabeza. Ya no pude hablar con ella. La muerte de Ana dejó marcas en todos nosotros.

A partir de que anuncié mi ateísmo, mi familia veló no sólo el cuerpo de mi hermana, sino mi fe. ¿Era necesario decirlo en medio del velorio de Ana? No tengo dudas de que sí, de que lo dije en ese momento y en circunstancias fúnebres porque se lo debía a ella, porque quería decirlo antes de que su cuerpo —los trozos de su cuerpo— fueran sepultados y condenados a permanecer definitivamente bajo la tierra, antes de que yo me despidiera de Ana para siempre. Aprendí esa misma tarde que “ateo” es una mala palabra. Y que la mayoría de los creyentes puede convivir con quienes creen en otros dioses, pero no con quienes no creen en dios alguno. Lo digan de manera directa o con eufemismos, es evidente que consideran que los ateos somos personas “falladas”. Más aún, hay quienes hasta concluyen que la imposibilidad de tener fe religiosa trae como consecuencia un grado de maldad inevitable: una persona que no cree en ningún dios no puede ser una buena persona.

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