Introducción
¿Cómo actuaríais si tuvieseis que realizar un estudio sobre los Upanishads védicos? ¿O si buscarais información sobre el Ascaris lumbricoides? Probablemente muchos de vosotros encenderíais un ordenador y consultaríais la web de Wikipedia, la enciclopedia libre en línea más famosa. Pero si hubierais querido realizar estas pesquisas antes de 2001, no habríais podido contar con Wikipedia y habríais tenido que recurrir a una enciclopedia de papel, tal vez menos completa, pero que igualmente os habría ayudado para sacaros del apuro. Las cosas habrían sido mucho peor si, hace tres siglos, hubierais necesitado o querido llevar a cabo una consulta de este tipo. A no ser que pertenecierais a una familia acomodada o al mundo eclesiástico, difícilmente habríais tenido acceso a una biblioteca que os permitiese documentaros de forma adecuada e, incluso con miles de volúmenes a vuestra disposición, las búsquedas habrían sido lentas y engorrosas.
En el siglo XVIII, la cultura no estaba al alcance de todo el mundo, y no todos los habitantes de una nación disfrutaban de los mismos derechos ni tenían las mismas posibilidades de crecimiento económico y social. Pero es precisamente en este siglo cuando las cosas, más rápido de lo que se cree, empiezan a cambiar gracias a ese movimiento cultural y filosófico que, en función del país, tomará el nombre de Ilustración, Siècle des Lumières, Aufklärung o Enlightenment. Serán de hecho los ilustrados los primeros en plantearse el problema de cómo hacer la cultura más democrática, cómo hacer que llegue a todos y, en última instancia, los que «inventaron» las enciclopedias.
La más conocida de todas, la Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios (Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers), publicada en Francia entre los años 1751 y 1772, presenta muchas características que la hacen semejante a la moderna Wikipedia, de la que sin duda es la «abuela». En los dos casos se dedican miles de voces a los saberes más diversos, desde la filosofía teorética a las técnicas, desde las matemáticas puras a las leyes de los diferentes Estados, desde la historia a la astronomía: en ambos casos, los autores de muchas voces prefieren permanecer en el anonimato, mientras que solo algunos deciden firmar lo que escriben; el estilo de escritura y la estructura de las entradas pueden ser también sensiblemente diferentes: en definitiva, en los dos casos el proyecto enciclopédico es totalmente «abierto», tanto a la colaboración de todos aquellos que tengan algo que decir, aunque no sean intelectuales de profesión, como en el sentido de un saber que nunca es definitivo, sino que siempre está en progreso hacia una posible mejora. Además de esto, la Enciclopedia presta especial atención a la técnica, motivada por la convicción de que teoría y praxis deben avanzar siempre de la mano. La Enciclopedia tiene una historia que más adelante podremos repasar en su totalidad: cuenta con ilustres colaboradores, entre los que encontramos a Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Quesnay, pero tiene ante todo un artífice principal: Denis Diderot.
Como «trabajador del librepensamiento», en palabras de Paolo Quintili, Diderot nació en el seno de una humilde familia de artesanos católicos y quizá por eso sintió el deseo cada vez más acuciante de hacer llegar la cultura a todas aquellas personas que no pertenecían a la nobleza y sacarla de los claustros y las iglesias. Él fue quien recaudó la mayor parte de los fondos para esta empresa descomunal, quien contrató a los autores, quien asistió a los talleres artesanos para comprender —y, en caso necesario, rectificar— las voces más técnicas, quien supervisó en persona el trabajo de los impresores y quien revisó las voces pendientes de publicarse durante más de veinte años, llegando a publicar diecisiete volúmenes de texto y once volúmenes de tablas ilustradas.
Totalmente integrado en el panorama cultural de la época, antes de emprender esta obra colosal, Diderot había traducido textos del inglés al francés sobre una gran variedad de temas y se había interesado también por el debate cultural que tenía lugar en Italia, Alemania y España. Pero además de ser traductor y enciclopedista, era filósofo, acostumbrado a someter cualquier hipótesis al dictamen de la razón crítica y a superar los obstáculos de la superstición religiosa, aun a sabiendas de los límites intrínsecos de la razón humana. Como buen ilustrado, creía que la razón es una pequeña llama, débil pero firme dentro del restringido territorio que consigue iluminar.
Basándose en el materialismo de Spinoza, pero con algunas diferencias de tipo sensualista, Diderot abrazará en primer lugar el deísmo y más tarde el ateísmo materialista y sensualista, lo que le causará cuantiosos problemas. Si, por un lado, el Siglo de las Luces es el siglo en el que los hombres salen de su propio estado de minoría de edad y encuentran «el valor de servirse de su propio intelecto sin la tutela de otro», empleando las palabras de Immanuel Kant, por el otro, Francia seguía estando muy vinculada a los esquemas culturales, religiosos y políticos del Antiguo Régimen, y Diderot se ganó muchos enemigos en la corte y entre el clero, tal vez debido a una serie de ataques mordaces a sus coetáneos, no solo en forma de panfleto filosófico, sino también a través de obras de teatro o novelas erótico-libertinas.
Así, entre el verano y el otoño de 1749, el pensador tuvo que cumplir una pena de tres meses de prisión y, a partir de ese momento, muchas de sus obras más importantes no llegaron a imprenta hasta después de su muerte por miedo a las posibles consecuencias.
La Ilustración constituye, por tanto, el intento valiente (y a menudo arduo) de iluminar con la razón la complejidad del mundo que rodea al hombre; gran parte de este trabajo, en Francia, lo llevó a cabo Denis Diderot, y su Enciclopedia representó un faro en las sombras del oscurantismo y de las opiniones irreflexivas. De todo esto hablaremos a continuación.
El contexto, la vida y las obras
El contexto histórico
La vida de Denis Diderot se extiende a lo largo de casi todo el siglo XVIII, un siglo lleno de contradicciones en la historia europea y, especialmente, en la francesa. Desde mediados del siglo XVII, de hecho, dos tendencias políticas opuestas recorren Europa: por una parte, el fuerte impulso absolutista, y por otra, el intento de dejar paso a la igualdad civil y política de todos los ciudadanos. Ambas tendencias encontrarán su lugar en Francia: la primera en la persona de Luis XIV, llamado «el Rey Sol», cuyo reinado transcurrió entre 1643 y 1715, y la segunda personificada a final de siglo en la Revolución francesa, que estalló en 1789.
A principios del siglo XVIII, Francia es sin duda el país más absolutista y conservador de todo el continente: a la muerte del cardenal Mazarino, quien había sido sucesor del cardenal Richelieu como primer ministro, el Rey Sol decide gobernar con total independencia y sin consejeros, llegando a identificar la idea de monarquía con su persona. El monarca se deshace también del control de parte de la nobleza, privando a los principales miembros de la aristocracia de toda responsabilidad de gobierno y obligándoles a vivir en el palacio de Versalles bajo su control directo y enteramente dependientes de las dádivas reales.
El absolutismo político representa la búsqueda de una unidad religiosa que no deje espacio a ninguna discrepancia. A las minorías religiosas se les opone una mayor resistencia y en 1685, el edicto de Fontainebleau revoca el edicto de Nantes, que en 1598 les había concedido derechos políticos y libertad de culto a los hugonotes (protestantes franceses). De este modo, los bastiones hugonotes son desmantelados y casi medio millón de ellos abandonan Francia para irse al extranjero. El control real se extiende hasta la Iglesia católica y se traduce en la persecución de los jansenistas y en la pretensión de controlar la elección de los obispos franceses. Esta maniobra política, que se conoce con el nombre de «galicanismo», conduce a una fuerte tensión con el papado y a la excomunión temporal de Luis XIV, aunque la recupera más tarde gracias al papa Inocencio XII (quien salió elegido en 1691), que reconocerá a los obispos nombrados por el rey de Francia.
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