Audrey Niffenegger
UNA INQUIETANTE SIMETRÍA
Para Jean Pateman, con amor.
She said, «I know what it's like to be dead.
I know what it is to be sad».
And she's making me feel like I've never been born.
T HE B EATLES .
Í NDICE
P RIMERA P ARTE
Fin
Elspeth murió mientras Robert, de pie delante de la máquina expendedora, contemplaba un pequeño vaso de plástico que iba llenándose de té. Más tarde, recordaría haber recorrido el desierto pasillo del hospital con aquel vaso de té malísimo en la mano, bajo las luces fluorescentes, y haber vuelto sobre sus pasos hasta la habitación donde Elspeth yacía rodeada de máquinas. Momentos antes, ella había girado la cabeza hacia la puerta, con los ojos abiertos; al principio Robert creyó que estaba consciente.
Segundos antes de morir, Elspeth recordó un día de la primavera anterior en que habían paseado por un sendero fangoso junto al Támesis, en Kew Gardens. Olía a hojas podridas; había llovido.
—Deberíamos haber tenido hijos —había dicho Robert.
—No digas tonterías, cariño —había contestado Elspeth.
Lo repitió en voz alta en la habitación del hospital, pero Robert no estaba allí para oírlo.
Elspeth volvió la cara hacia la puerta. Quiso gritar «¡Robert!», pero de pronto se notó la garganta llena. Sintió como si su alma intentara huir trepando por el esófago. Trató de toser, de liberarla, pero sólo consiguió emitir un gorjeo. «Me estoy ahogando. Me estoy ahogando en una cama…» Sintió una intensa presión y luego notó que flotaba. El dolor había desaparecido; ella miraba hacia abajo desde el techo y veía su cuerpo, menudo y deteriorado.
Robert entró en la habitación. El vaso de té le quemaba la mano y lo dejó en la mesita de noche, junto a la cama. El amanecer había empezado a alterar el color de las sombras, que pasaban del carbón a un gris indefinido; por lo demás, todo estaba como siempre. Cerró la puerta.
Se quitó las gafas —redondas, de montura metálica— y los zapatos. Se acostó en la cama procurando no molestar a Elspeth y se abrazó a ella. En las últimas semanas la enferma había tenido mucha fiebre, pero en ese momento su temperatura volvía a ser casi normal. Robert notó que se le calentaba ligeramente la piel al contacto con la de ella. Elspeth había pasado al reino de lo inanimado y su cuerpo estaba perdiendo calor. Hundió la cara en la nuca de la mujer y aspiró.
Ella lo miraba desde el techo. Qué bien lo conocía y qué extraño parecía. Veía, pero no notaba, las largas manos de Robert en la cintura —también la cara, en la que destacaban la mandíbula y el labio superior, era alargada—; tenía una nariz un poco aguileña y los ojos hundidos; su cabello castaño se extendía sobre la almohada. Estaba pálido a causa del tiempo que llevaba en el hospital. Parecía profundamente desconsolado, delgado y enorme, abrazado al cuerpo menudo y plácido de ella; Elspeth pensó en una fotografía que había visto hacía tiempo en el NationalGeographic, en la que una mujer se aferraba a su hijo, muerto de inanición. Robert llevaba una camisa blanca, arrugada; los calcetines tenían agujeros en el dedo gordo. La asaltaron todos los resentimientos, culpas y añoranzas que había ido acumulando a lo largo de la vida. «No —pensó—. No me iré.» Pero ya se había ido, y un momento más tarde estaba en algún sitio, diseminada, reducida a nada.
La enfermera los encontró media hora más tarde. Se quedó un momento contemplando en silencio a aquel joven alto, abrazado a aquella mujer de mediana edad, menuda, muerta. Luego fue a buscar a los camilleros.
Fuera, Londres despertaba. Robert siguió tumbado con los ojos cerrados, escuchando el tráfico de la calle, los pasos en el corredor. Sabía que pronto tendría que abrir los ojos, soltar el cuerpo de Elspeth, incorporarse, ponerse en pie, hablar. Pronto se enfrentaría al futuro sin ella. Mantuvo los ojos cerrados, aspiró el aroma de la mujer, que ya se desvanecía, y esperó.
Última carta
Las cartas llegaban cada dos semanas, pero no a su casa de Lake Forest. Cada dos semanas, siempre en jueves, Edwina Noblin Poole recorría diez kilómetros en coche hasta la oficina de correos de Highland Park. Allí tenía un apartado postal, una casilla pequeña. Dentro nunca había más de un sobre.
Normalmente se llevaba la misiva a Starbucks y la leía mientras tomaba un café descafeinado con leche de soja. Se sentaba en un rincón de espaldas a la pared. A veces, si tenía prisa, la leía en el coche. Después se dirigía al aparcamiento detrás del puesto de perritos calientes de Second Street, aparcaba junto al contenedor y quemaba la carta.
—¿Por qué llevas un encendedor en la guantera? —le había preguntado su marido, Jack, en una ocasión.
—Estoy harta de hacer calceta. Me he pasado a la piromanía —contestó Edie.
Él soltó el encendedor.
Jack sabía lo de las cartas porque pagaba a un detective para que siguiera a su mujer. Éste no había descubierto citas, llamadas de teléfono ni correos electrónicos; no había detectado ninguna actividad sospechosa, sólo las cartas. El detective no le dijo a Jack que Edie lo miraba con fijeza mientras quemaba los papeles y que luego aplastaba las cenizas en la acera con el zapato. En una ocasión le había hecho el saludo nazi. El hombre estaba empezando a hartarse de ese caso. Edwina Poole tenía algo que lo turbaba; no era como sus otros sujetos. Jack había recalcado que no buscaba pruebas para divorciarse.
—Solo quiero saber que hace —había explicado—. La noto… diferente.
En general Edie no hacía caso al detective. Tampoco le habló de él a Jack. Lo soportaba, sabedora de que aquel tipo gordo de cara sudada no tenía forma de descubrirla.
La última carta llegó a principios de diciembre. Edie la recogió en la estafeta de correos y se la llevó a la playa de Lake Forest. Aparcó en la parte más alejada de la carretera. Era un día muy frío y ventoso; no había nieve en la arena. El lago Michigan estaba de un tono marrón y unas pequeñas olas acariciaban las rocas, todas cuidadosamente colocadas para impedir la erosión, lo que daba a la playa un aire de decorado. El aparcamiento se hallaba desierto; el Honda Accord de Edie era el único coche. Dejó el motor en marcha. El detective mantuvo la distancia y, tras soltar un suspiro, estacionó en el extremo opuesto del aparcamiento.
Edie le lanzó una mirada. «Preferiría no tener público —se dijo. Permaneció un rato sentada contemplando el lago—. Podría quemarla sin leerla.» Pensó en cómo habría sido su vida si se hubiera quedado en Londres; podría haber dejado que Jack volviera a Estados Unidos sin ella. La invadió una intensa añoranza de su hermana gemela. Sacó el sobre del bolso, deslizó un dedo por debajo de la solapa y desdobló la carta.
Querida e:
Te dije que te avisaría. Pues eso: adiós.
Intento imaginar cómo me sentiría si se tratara de ti, pero es imposible imaginar el mundo sin tu presencia, pese al tiempo que llevamos separadas.
No te he dejado nada. Tienes que vivir mi vida. Con eso basta. Yo, en cambio, estoy experimentando… Se lo he dejado todo a las gemelas. Espero que lo disfruten.
No te preocupes, todo irá bien.
Dile adiós a Jack de mi parte.
Un beso, a pesar de todo.
e
Se quedó con la cabeza agachada, esperando a que brotaran las lágrimas. Sin embargo, éstas no aparecieron, cosa que agradeció, porque no quería llorar delante del detective. Miró el matasellos y vio que la habían franqueado hacía cuatro días. Se preguntó quién la habría echado al correo. Quizá una enfermera.
Guardó la misiva en el bolso. Ya no había necesidad de quemarla: podía conservarla un tiempo. Quizá nunca la destruyera. Salió del aparcamiento y al pasar junto al detective le hizo un gesto obsceno con el dedo.
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