Charlaine Harris
La paciencia de los huesos
Aurora Teagarden, 2
© 1992, Charlaine Harris Schulz
Título original: A Bone To Pick
© De la traducción: 2011, Omar El Kashef
Para Patrick, Timothy y Julia
En menos de un año, había acudido a tres bodas y un funeral. A finales de mayo (durante la segunda boda, pero antes del funeral), había decidido que ese sería el peor año de mi vida.
La segunda boda fue ciertamente alegre desde mi punto de vista, pero al día siguiente la cara no dejó de dolerme por culpa de la sonrisa nerviosa que había forzado en mis labios. Ser la hija de la novia era un poco extraño.
Mi madre y su novio avanzaron entre las sillas plegables dispuestas en el salón de ella y se detuvieron frente al atractivo sacerdote episcopaliano. Así, Aida Brattle Teagarden se convirtió en la señora de John Queensland.
Por extraño que pareciera, tenía la sensación de que eran mis padres los que se habían emancipado mientras yo me había quedado en casa. Mi padre y su segunda esposa, junto con mi hermanastro Phillip, habían atravesado el país para afincarse en California el año anterior. Ahora, mi madre, si bien seguiría viviendo en el mismo pueblo, tendría definitivamente unas prioridades muy distintas.
Sería todo un alivio.
Así que sonreí a los hijos casados de John Queensland y a sus respectivas esposas. Una de ellas estaba embarazada (¡mi madre no tardaría en ser madrastra!). Esbocé una amable sonrisa al nuevo sacerdote episcopaliano de Lawrenceton, Aubrey Scott. Exudé buenas intenciones hacia los comerciales de la inmobiliaria de mi madre. Sonreí a mi mejor amiga, Amina Day, hasta que me dijo que me relajara.
– Tampoco hace falta que sonrías en todo momento -me susurró por la comisura de la boca mientras el resto de su cara permanecía atenta a la ceremonia del corte de la tarta. Enseguida recompuse mi expresión en líneas más sobrias, agradecida por que Amina hubiese conseguido unos días libres de su trabajo en Houston como secretaria de un bufete. Pero más tarde, en la recepción, me dijo que la boda de mi madre no era la única razón por la cual había venido a Lawrenceton a pasar el fin de semana.
– Me caso -me contó, azorada, cuando pudimos encontrar un rincón de soledad-. Se lo dije a mis padres anoche.
– ¿Con… quién? -logré articular, estupefacta.
– ¡No has escuchado nada de lo que te he dicho cuando te llamé!
Es posible que hubiese dejado correr los detalles específicos como una corriente fluvial. Amina había tenido muchos novios. Desde los catorce años, su increíble carrera de citas solo se había visto interrumpida por un breve matrimonio.
– ¿El gerente de los almacenes? -Empujé mis gafas sobre la nariz para poder verla mejor, con su buen metro sesenta y cinco. En los días buenos, yo digo que ando por el metro cincuenta y cinco.
– No, Roe -suspiró Amina-. Con el abogado del bufete de la otra firma, que está al otro lado del pasillo donde trabajo. Se llama Hugh Price. -Puso una cara de lo más empalagoso.
Así que formulé las preguntas de rigor: cómo se lo había pedido, durante cuánto tiempo habían salido juntos, si su madre era tolerable… y la fecha y lugar de la ceremonia. Amina, que era muy tradicional, se casaría en Lawrenceton, y esperaría unos meses, lo que me parecía una gran idea. Su primera boda se produjo a resultas de una fuga en la que habíamos participado yo misma y el mejor amigo del novio a modo de acompañantes incompatibles.
Otra vez sería dama de honor. Amina no era la única amiga a la que había acompañado en casos similares, pero sí la única por quien lo haría dos veces. ¿Cuántas veces se puede ser dama de honor de la misma novia? Me pregunté si la última vez que lo hiciera debería apoyarme en un andador.
Entonces mi madre y John escenificaron su digna salida, brillantes el pelo y los dientes blancos del novio, mi madre tan glamurosa como de costumbre. Iban a pasar una luna de miel de tres semanas en las Bahamas.
El día de la boda de mi madre.
Me vestí para la primera boda, la de enero, como quien se enfunda en una armadura para ir a la batalla. Me había recogido la espesa y rebelde melena en un sofisticado peinado (eso esperaba) hacia atrás, me puse el sujetador que mejor resaltaba mis atributos y estrené un vestido dorado y azul con hombreras acolchadas. Los zapatos de tacón eran los mismos que me puse durante mi cita con Robin Crusoe, y suspiré pesadamente mientras me los ponía. Habían pasado meses desde la última vez que vi a Robin, y el día ya era lo bastante depresivo como para tener que pensar en él. Esos tacones al menos me harían tocar el techo del metro cincuenta y siete. Me maquillé con la cara lo más cerca posible del espejo iluminado, ya que sin mis gafas no veo tres en un burro. Me puse el maquillaje justo como para sentirme cómoda y un poquito más. Mis ojos redondos se hicieron más redondos todavía, las pestañas se alargaron y luego lo cubrí todo con mis amplias gafas de caparazón de tortuga.
Tras colar un precavido pañuelo en el bolso, me eché un vistazo en el espejo con la esperanza de parecer digna y despreocupada, y bajé las escaleras hacia la cocina de mi apartamento adosado para coger las llaves y un buen abrigo antes de acudir a uno de los eventos obligatorios más miserables: la boda de un reciente exnovio.
Arthur Smith y yo nos conocimos en el club que los dos frecuentamos: Real Murders . Me ayudó en la investigación del asesinato de una de las socias y el reguero de muertes que siguió. Salí con Arthur durante varios meses tras la conclusión de la investigación, y aquella había sido hasta el momento mi única experiencia en lo que se refiere a romances al rojo vivo. Cada vez que nos juntábamos, crepitábamos y trascendimos nuestra condición de bibliotecaria cercana a la treintena y policía divorciado.
Y entonces, tan pronto como se encendió, la llama se extinguió, pero antes por su lado que por el mío. El mensaje que recibí fue: «Seguiré con esta relación hasta que encuentre la forma de salirme sin montar una escena», y con un inmenso esfuerzo auné la dignidad que me quedaba y di carpetazo a la relación sin dar lugar a tan temida escena. Pero por el camino perdí toda mi energía emocional y fuerza de voluntad y, durante al menos seis meses, no dejé de llorarle a mi almohada.
Justo cuando me sentía mejor y llevaba una semana sin pasar por delante de la comisaría, vi el anuncio del compromiso en el Sentinel.
Me puse verde de celos, roja de rabia y azul de depresión. Decidí que nunca me casaría, que me limitaría a acudir a las bodas de las demás personas durante el resto de mi vida. Quizá encontrase una excusa para estar fuera de la ciudad el fin de semana de la ceremonia para evitar la tentación de atravesar la iglesia con el coche.
Entonces me llegó la invitación al buzón.
Lynn Liggett, novia de Arthur y detective como él, me había arrojado el guante. O al menos así fue como interpreté la invitación.
Ahora, ataviada de azul y dorado, con mi elegante peinado, lo acababa de comprender. Había comprado una bandeja cara e impersonal, al estilo de Lynn, en los grandes almacenes y le había pegado mi tarjeta. Ahora sí que iba a la boda.
El ujier era un oficial de policía que conocí cuando salía con Arthur.
– Me alegro de verte -dijo dubitativo-. Estás muy guapa, Roe. -Él parecía rígido e incómodo en su esmoquin, pero me ofreció su brazo según mandaban los cánones-. ¿Amiga de la novia o del novio? -preguntó automáticamente, pero entonces se puso rojo como un tomate.
– Digamos que amiga del novio -sugerí con cortesía, orgullosa de mi actitud. El pobre detective Henske me condujo por el pasillo hasta un asiento vacío y me dejó allí con evidente alivio.
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