Diego M. Zigiotto - Las mil y una curiosidades del Cementerio de la Recoleta: Edición actualizada

Diego M. Zigiotto

Las mil y una curiosidades del cementerio de la Recoleta

Colaboradores: Axel Díaz Maimone, Susana Gesualdi y Alicia Braghini

DECLARADO DE INTERÉS CULTURAL
POR LA LEGISLATURA DE
LA CIUDAD AUTÓNOMA DE BUENOS AIRES

Ediciones B

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Para Ariel

Debo la idea de este libro a una turista española, cuyo nombre desconozco porque no sospeché en ese momento que ella estaba dando el puntapié inicial de Las mil y una curiosidades del Cementerio de la Recoleta. Esta mujer, a poco de presentarse en una de mis visitas guiadas por el Cementerio de la Recoleta, me dijo con una típica euforia ibérica: “¡Pero aquí se conocían todos: eran todos familiares, amigos y hasta amantes! ¡Qué fantástico sería que cobraran vida una noche y armaran un gran festejo para reencontrarse con sus seres queridos!”. Tenía razón: hubiera sido fantástico. Me quedé pensando...

Y luego me imaginé también el escenario inverso a la fiesta de amigos, familiares y amantes: ¿y si volvían a la vida los enemigos, las víctimas, los verdugos, los sospechosos, los testigos? También era posible. Lo cierto es que todos los que aquí yacen se conocían: si no compartieron aulas como compañeros de estudios, fueron camaradas en el Ejército; si no frecuentaron las mismas tertulias, seguramente se cruzaron por las calles de Buenos Aires; fueron cuñados, primos, nueras, nietos... La idea me quedó dando vueltas en la cabeza. Quién sabe si no se producirá esa fiesta noche a noche, una vez que se cierran las puertas de ingreso…

“Aquí descansan quienes nos precedieron en el camino de la vida”, rezan varios carteles en los paredones de los cementerios porteños. En la Recoleta, además de nuestros antepasados, reposan quienes engrandecieron a nuestro país: no solo políticos, militares y marinos, también médicos, arquitectos, ingenieros y hacendados. Incluso allí fueron inhumadas diferentes familias tradicionales argentinas, esas que pasaban seis meses en la Argentina y seis en París, las que llevaban hasta una vaca en el barco que las trasladaba para poder tener leche fresca durante el trayecto.

Como en la vida diaria, el Cementerio de la Recoleta es un reflejo de nuestra sociedad y de las relaciones que unían a las figuras más relevantes de nuestro país. Este libro cuenta historias de vida, y también de muerte, de esas personalidades, algunas conocidas, otras no tanto, que de una forma u otra estuvieron ligadas a la historia de la Argentina.

A título práctico, aclaré entre paréntesis y con un número de referencia cuando una persona remite a otra.

Como los guías de turismo sabemos que no hay nada más aburrido para nuestros visitantes que escuchar cantidades de datos, números y nombres que finalmente terminarán olvidando, solemos priorizar aquella información interesante, aquellos detalles curiosos que atraerán su atención. Fue esa la idea movilizadora de este libro. Con ese fin fui buscando y plasmando diferentes vivencias, anécdotas y curiosidades de los “habitantes” de esta necrópolis.

El libro está articulado como una visita guiada, así es que los invito a llevarlo con ustedes al cementerio y hacer el circuito autoguiado. Lleva tiempo, eso sí, pero quizás lo puedan hacer en dos o tres visitas. Aunque igualmente les recomiendo algo (y no es cuestión de poner los huevos en diferentes canastas): ¡nada reemplaza a un buen guía de turismo!

Como en mi libro anterior, Las mil y una curiosidades de Buenos Aires, esta tarea tampoco se encuentra terminada. Hay muchas más personalidades en esta necrópolis con historias interesantes que contar, lectores con anécdotas para aportar y hacer aún más amena esta visita guiada. Por ello los invito, amigos lectores, a escribirme a , para que sus aportes se agreguen en ediciones futuras.

El Cementerio de la Recoleta es hoy un paseo insoslayable para cualquier turista del mundo que visite Buenos Aires. Entre sus antiguas paredes, descansan centenares de personalidades que lo hacen inigualable y miles de historias que lo convierten en único.

El 1 de julio de 1822 el gobernador de Buenos Aires, Martín Rodríguez (307) , y su ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, decretaron la expropiación del convento de los monjes recoletos, además de su huerta y su jardín, para destinar esos terrenos a un cementerio público. Desde ese momento, quedaría prohibido el entierro de restos humanos en las iglesias de la ciudad o en sus camposantos, por razones de higiene pero también de urbanismo. Hasta ese momento, se enterraba dentro de los templos a las personas que habían contribuido económicamente con alguna congregación religiosa, con las autoridades de la ciudad o con el Virreinato. El cadáver era depositado en el camposanto, que era, generalmente, una porción de terreno detrás o al costado de la iglesia.

Una costumbre usual de la época era la exhibición de los cadáveres encontrados en las calles en la arcada del Cabildo. Así, podían ser reconocidos y reclamados por sus familiares. De todas maneras, al costado de cada cuerpo se colocaba un pequeño plato destinado a recolectar limosna para ayudar a sepultarlos. De esta práctica surgiría la frase “¿Quién levanta al muerto?” o “¿Quién se hace cargo del muerto?”. Claro que hoy en día tiene otras connotaciones, como hacerse cargo de una pesada deuda.

El flamante cementerio fue bautizado “del Norte”, porque se encontraba en esa orientación geográfica respecto de lo que en ese momento era la pequeña ciudad de Buenos Aires. El lugar era bastante inhóspito y se extendía casi hasta el borde de la barranca del Río de la Plata. La traza y la urbanización de la necrópolis fueron encargadas al ingeniero francés Prósper Catelin.

El 17 de noviembre de 1822 se celebró la inauguración oficial con una ceremonia encabezada por el deán de la Catedral, Mariano Zavaleta. Los primeros cadáveres en ingresar fueron el del párvulo liberto (hijo de esclavos) Juan Benito, y el de Dolores Maciel, a la que Jorge Luis Borges le atribuiría años después origen uruguayo, aunque esa procedencia no consta en el libro de inhumaciones del cementerio.

Resulta curioso que el primer enterrado en el que sería durante muchos años el cementerio de las clases acomodadas porteñas hubiera sido justamente un hijo de esclavos.

El del Norte fue el único cementerio de Buenos Aires hasta 1866, cuando se inauguró el cementerio del Oeste, llamado “la Chacarita vieja”. Es decir que durante cuarenta y cuatro años todos los porteños recibieron sepultura allí, sin que importara su origen social. Claro que tampoco el panorama que presentaba la necrópolis era como el actual. En ese momento el entierro era solo eso: el féretro se depositaba en una fosa, con una modesta cruz de madera sobre ella. El que tenía medios suficientes encargaba una lápida de mármol, esculpida generalmente por artesanos franceses. Muchas de ellas, fechadas entre 1830 y 1850, todavía pueden verse en las secciones más antiguas del Cementerio de la Recoleta.