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Anna Stothard - El arte de decir adiós

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Anna Stothard El arte de decir adiós

El arte de decir adiós: resumen, descripción y anotación

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El abandono es algo que Eva Elliott practica con naturalidad: pasó su infancia dejando atrás colegios y ciudades. Ahora disfruta mucho más de la excitación de la despedida que de las mariposas que se sienten en el estómago con la primera sonrisa o con el primer beso. Durante un lluvioso verano londinense, Eva vive con su novio en un ruidoso apartamento del Soho mientras sueña con estrategias de abandono. Siente fascinación por un águila dorada que ha huido del zoo para volar libre sobre la ciudad, e inventa historias sobre la fantasmagórica figura de una muchacha a la que vislumbra algunas veces en la ventana de un club de striptease que está delante de su oficina. Cuando una seductora desconocida irrumpe en su vida, armada con una sonrisa conspiradora y un inquietante secreto, Eva deja de estar segura de lo que es real y de lo que es simplemente el fruto de su imaginación.
En esta evocadora historia sobre abandonos y partidas, Anna Stothard revela que el amor tiene sus grietas y que la libertad tiene un precio.

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Índice El arte de decir adiós Para J Luke apareció desnudo en la puerta del - photo 1

Índice

El arte de decir adiós

Para J.

Luke apareció desnudo en la puerta del dormitorio, salvo por un calcetín arrugado que le cubría el tobillo. Tenía la incipiente barba mojada porque acababa de beber del grifo y un poco de sangre seca en el labio superior, resultado de un corte que se había hecho durante una riña en una fiesta al principio de la noche. Luke era peculiarmente dado a los accidentes y tenía cierta tendencia a quemar cosas, romper jarrones e intentar poner fin a peleas.

–¿Qué tal el labio? –preguntó Eva, descalzándose.

–Bien. –Luke se tocó el corte con la punta de la lengua.Tardaba medio segundo en desnudarse, de ahí que siempre terminara sentado en la cama como un director de circo mientras Eva ejecutaba una danza falsamente indiferente a su alrededor, inclinándose detrás de los armarios y de las puertas para evitar que la viera en los estadios menos halagadores de su desnudez. Sentía sobre su cuerpo la mirada de Luke mientras se quitaba el vestido, dejando a la vista un destello de panties de color piel antes de coger una toalla del suelo y sentarse de espaldas a él. Una polilla aturdida revoloteaba alrededor de la lámpara de la mesita de noche, arrojándose una y otra vez contra la bombilla.

El momento favorito de Eva en cualquier fiesta, incluso en las buenas, era cuando todo había terminado y por fin se quitaba los zapatos. Luke bromeaba diciendo que era la persona que había que tener cerca durante un incendio o durante un ataque terrorista, porque lo primero que hacía cuando entraba en una habitación era calibrar las salidas potenciales, preparada siempre para la evacuación. En las fotografías, siempre miraba en la dirección equivocada, de pie a uno de los lados o en una esquina, como a punto de salir del encuadre. Luke, por el contrario, existía en cualquier espacio como si siempre hubiera estado allí y fuera a seguir allí eternamente. Era el centro de todas las fotos, siempre al frente de cualquier grupo.

A pesar de ser un hombre con la nariz grande y torcida, la mandíbula asimétrica y unos ojos grises y pequeños como los de un halcón, demasiado hundidos en el rostro, se había acostado con un notable número de mujeres. Tenía el pelo negro y enredado como una madeja de alambre, producto de cualquiera de las posturas en que hubiera dormido la noche anterior, y cuyo aspecto empeoraba ostensiblemente si intentaba cepillárselo. A los diez años le había atacado un perro en un campo cerca de la granja que su padre tenía en Devon, y habría muerto de no haber sido por un caminante que pasaba en ese momento por allí y que consiguió arrancar al animal de la cara de Luke. Aunque conservaba en el rostro marcas de cicatrices provocadas por posteriores accidentes, en su mayoría eran producto de la cirugía plástica que había sufrido a los diez años; pequeñas y pálidas costuras bajo las orejas y sobre la ceja izquierda, que en sus momentos más malos a Eva le recordaban a una máscara: Luke había sido construido, zurcido sobre sus propios huesos, y Eva se preguntaba qué aspecto habría tenido si las cosas hubieran sido distintas. Todavía conservaría una larga nariz romana y unos hombros de animal, demasiado anchos para su cuerpo. Aun así, él actuaba como si fuera el hombre más guapo de la sala. A veces, en alguna fiesta, alguna de sus exligues intentaba hacerse amiga de Eva, sonriéndole como si confabulara con ella sobre algún error de moda compartido.

–¿Cómo está Luke? –preguntaba la chica en cuestión, ladeando la cabeza elocuentemente.

Eva bostezó y se metió ebria en la cama. Luke la miró durante un instante más, estaba claro que intentando decidir si estaba demasiado borracho como para tener relaciones con ella o no. Si Eva hubiera inclinado levemente la cabeza hacia él, Luke se habría decidido a actuar, pero ella se limitó en cambio a coger el vaso cervecero lleno de agua rancia que tenía a su lado de la cama.

–¿Apagamos las luces? –preguntó Eva, dándole la espalda.

–Claro –masculló él. La polilla transfirió su conquista de luminosidad desde la lámpara de la mesita de noche de Eva hacia la farola que estaba detrás de la cortina. La criatura revoloteó allí, en el escaso baño de falsa luz solar, y Eva se resistió al impulso de levantarse para matarla. En vez de eso se quedó mirando el perfil de Luke envuelto en sombras, preguntándose cómo lo haría para dejarle, ahora que vivían juntos.

A la mañana siguiente, Eva y Luke cruzaron en silencio Regent’s Park bajo la lluvia. El cielo era gris y los árboles dibujaban un escarpado horizonte alrededor de la hierba.Algunas de las varillas metálicas del paraguas de Eva estaban rotas y la resbalosa tela de dos de los segmentos se había hundido, de modo que las gotas giraban hacia atrás sobre sus tobillos. El paraguas de golf azul marino de Luke, que él sostenía muy recto sobre su cabeza, anunciaba su bufete de abogados.

Esa mañana Eva y Luke eran las únicas personas en York Bridge que se dirigían hacia el Inner Circle de Regent’s Park. Habían caminado desde el apartamento en Silver Place, atravesando la exhausta versión matinal del Soho, dejando atrás clubes de striptease cerrados y locales de máquinas tragaperras que apenas volvían a la vida, sorteando a compradores bajo la lluvia, hasta el bullicio de Marylebone Road. El labio partido de Luke tenía peor aspecto que cuando se había acostado la noche anterior, ahora hinchado y teñido de violeta como la boca de un niño que hubiera estado atiborrándose de arándanos. Si a eso le sumaban las cicatrices, esa mañana parecía enfermo. Se tocaba a menudo el corte con la mano que tenía libre al tiempo que cruzaban la verja del Queen Mary’s Garden, con sus hileras de parterres de rosas.A pesar de ser el primer día de agosto, el frío y la lluvia tan poco propios de la época eran sinónimo de que solo unos cuantos pétalos seguían todavía intactos en sus nudos de polen. Los parterres estaban etiquetados con carteles metálicos:Alquimista, Edén, Miel, Colette, Ana Bolena.

–La guerra de las Rosas –dijo Luke al ver los deteriorados parterres de flores rodeados de empapados semicírculos, y cada una de las flores ajadas por el clima.

Siguieron por el teatro al aire libre y fueron de nuevo a dar al lago. Cruzaron entonces el puente para salir a la verde extensión principal, en la que las porterías de fútbol formaban vacíos paréntesis cuadrados contra la hierba. Prácticamente no había nadie a la vista: un puñado escaso de paseantes de perros, dos niños que jugaban al fútbol un par de campos más abajo y un grupo de gente con paraguas en la lejanía. Desde donde Eva y Luke caminaban, los paraguas parecían ejecutar una danza sincronizada, inclinándose todos hacia atrás o girando a la vez. A Eva se le ocurrió que quizá fueran una de esas devotas clases de yoga o de kárate practicando bajo la lluvia, pero a medida que Luke y ella avanzaban el grupo se reveló como una banda de observadores de aves. Cada uno de los paraguas se arqueaba sobre unos prismáticos o sobre una cámara de largo objetivo, todos perfectamente inmóviles hasta que los objetivos y los prismáticos oscilaban juntos en lento unísono.

Las avecillas emergían brincando de los árboles con las gotas de lluvia, más visibles de lo que era habitual, pensó Eva, aunque quizá se debiera simplemente a que se había detenido a mirar. Eran en su mayoría cuervos de hombros encogidos y de lustroso plumaje, hoscamente posados en la maraña de ramas de los árboles. Entonces un pájaro con las alas con forma de remo salió volando de un árbol, planeando antes de volver a virar en ascendente para posarse burlón en un árbol más alto, donde resultaba más visible y menos alcanzable. La tropa de observadores giró la cabeza siguiendo el vuelo del pájaro.

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