Erika L. Sánchez
YO NO SOY TU PERFECTA HIJA MEXICANA
Erika L. Sánchez es poeta, novelista y ensayista radicada en Chicago. Fue becaria Fulbright, recipiente de la beca CantoMundo y becaria en Bread Loaf. Más recientemente, fue columnista de Cosmopolitan for Latinas y ha escrito para Salon, Rolling Stone, Jezebel, The Guardian y BuzzFeed. Siendo hija de inmigrantes mexicanos indocumentados, Erika siempre ha desafiado fronteras de cualquier tipo.
PRIMERA EDICIÓN VINTAGE ESPAÑOL , OCTUBRE 2018
Copyright de la traducción © 2018 por Graciela Romero Saldaña
Todos los derechos reservados. Publicado en Estados Unidos de América por Vintage Español, una división de Penguin Random House LLC, Nueva York, y distribuido en Canadá por Random House of Canada, una división de Penguin Random House Canada Limited, Toronto. Originalmente publicado en inglés en los Estados Unidos como I Am Not Your Perfect Mexican Daughter por Alfred A. Knopf Young Readers, una división de Penguin Random House LLC, Nueva York, en 2017. Copyright © 2017 por Erika L. Sánchez. Esta edición fue publicada simultáneamente en México bajo el título La hija que no soñaste por Editorial Planeta, Ciudad de México en 2018.
Vintage es una marca registrada y Vintage Español y su colofón son marcas de Penguin Random House LLC.
Esta novela es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes o son producto de la imaginación de la autora o se usan de forma ficticia. Cualquier parecido con personas, vivas o muertas, eventos o escenarios es puramente coincidencia.
Información de catalogación de publicaciones disponible en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos.
Vintage Español ISBN en tapa blanda 9780525564324
Para venta exclusiva en EE.UU., Canadá, Puerto Rico y Filipinas.
www.vintageespanol.com
Diseño de cubierta © Connie Gabbert, Alfred A. Knopf
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ep
A mis padres
Índice
UNO
Lo que más me sorprende al ver a mi hermana muerta es la permanente sonrisa en su rostro. Sus labios pálidos están ligeramente curvados hacia arriba y alguien le rellenó las cejas ralas con un lápiz negro. La parte superior de su cara parece enojada, como si estuviera a punto de apuñalar a alguien, y la inferior se ve casi engreída. Esta no es la Olga que conocí. Olga era mansa y frágil, como un ave recién nacida.
Yo quería que le pusieran el vestido morado bonito que no ocultaba su cuerpo como el resto de su ropa, pero amá eligió el amarillo chillón con flores rosas que siempre odié. Era tan pasado de moda, tan típico de Olga; la hacía verse como si tuviera cuatro años, o quizá ochenta, nunca me pude decidir. Su cabello está igual de mal que el vestido: tiene unos rizos apretados y tiesos que me hacen pensar en el poodle de una mujer adinerada. Qué crueldad dejarla así. Los moretones y rasguños en sus mejillas están cubiertos por gruesas capas de base barata que hacen que su rostro se vea demacrado, aunque apenas tiene (tenía) veintidós años. ¿No se supone que te llenan el cuerpo de químicos para evitar que tu piel se estire y se arrugue, para que tu rostro no parezca una máscara de hule? ¿De dónde sacaron a este embalsamador? ¿De un mercado de pulgas?
Mi pobre hermana mayor tenía un talento especial para parecer menos atractiva. Era delgada y tenía buen cuerpo, pero siempre se las arreglaba para verse como un costal de papas. Llevaba el rostro pálido al natural, no usaba ni gota de maquillaje. Qué desperdicio. Yo no soy un ícono de la moda, ni de cerca, pero sí me opongo terminantemente a vestirme como vieja. Ahora mi hermana se viste así en el más allá, pero esta vez ni siquiera es su culpa.
Olga nunca se comportó como alguien normal de veintidós años. Eso a veces me enfurecía. Era una mujer adulta y lo único que hacía era trabajar, estar en casa con nuestros padres y tomar una clase al semestre en la universidad comunitaria. De cuando en cuando iba de compras con amá o al cine con su mejor amiga, Angie, para ver comedias románticas malísimas sobre rubias bobas pero adorables que se enamoran de arquitectos en las calles de Nueva York. ¿Qué clase de vida es esa? ¿No quería otra cosa? ¿Nunca quiso tomar al mundo por los huevos? Desde la primera vez que tuve una pluma en la mano, he querido ser una escritora famosa. Quería ser tan exitosa que la gente me detuviera en la calle y me preguntara: «Oh, por Dios, ¿eres Julia Reyes, la mejor escritora que haya pisado esta tierra?». Ahora sólo sé que en cuanto me gradúe, haré mis maletas y diré: «Hasta nunca, idiotas».
Pero Olga no era así: santa Olga, la perfecta hija mexicana. A veces me daban ganas de gritarle hasta que algo hiciera clic en su cerebro. Pero la única vez que le pregunté por qué no se iba de la casa o se inscribía en una universidad real, me dijo que la dejara en paz con una voz tan débil y quebradiza que no quise volver a preguntarle. Ya nunca sabré qué pudo haber llegado a ser. Quizá nos hubiera sorprendido a todos.
Y aquí estoy ahora, pensando estas cosas horribles sobre mi hermana muerta. Pero es más fácil sentirme molesta: si dejara de estar enojada, me temo que me desmoronaría en el suelo hasta quedar convertida en un montón de carne tibia.
Mientras observo fijamente mis uñas mordidas y me hundo aún más en este sofá verde desvencijado, escucho a amá sollozando. Lo hace con todo su cuerpo; «¡mija, mija!», grita y casi se mete al féretro. Apá ni siquiera trata de apartarla. No lo culpo, porque cuando intentó tranquilizarla unas horas antes, amá soltó patadas y golpes con los brazos hasta que lo dejó con un ojo morado. Supongo que la dejará en paz un rato: ya se cansará. He visto que los bebés hacen eso.
Apá lleva todo el día sentado al fondo de la habitación, negándose a hablar con alguien y mirando a la nada, como siempre. A veces creo ver que su oscuro bigote se estremece, pero sus ojos siguen secos y claros como un cristal.
Quiero abrazar a amá y decirle que todo estará bien, aunque no lo está ni lo estará nunca, pero me siento casi paralizada, como si fuera de plomo y me encontrara bajo el agua. No me sale ni una palabra al abrir la boca. Además, no he tenido esa relación con amá desde que era niña: no nos abrazamos ni nos decimos «te quiero», como en esos programas de televisión con familias blancas sin gracia que viven en casas de dos pisos y hablan de sus sentimientos. Ella y Olga prácticamente eran las mejores amigas, y yo siempre fui la hija rara que no encaja. Llevamos años discutiendo y distanciándonos; desde hace mucho intento evitar a amá porque siempre terminamos alegando por cosas tontas y mezquinas. Por ejemplo, una vez nos peleamos por una yema de huevo: historia real.
Apá y yo somos los únicos de mi familia que no hemos llorado. Él sólo se agacha y se queda en silencio, como una piedra. Quizá tenemos algo descompuesto; tal vez estamos tan jodidos que ya ni podemos llorar. Pero aunque mis ojos no han soltado lágrimas, sí he sentido cómo la pena se entierra en cada célula de mi cuerpo. Hay momentos en los que creo que me voy a ahogar; siento como si mis entrañas fueran un nudo apretado. Llevo casi cuatro días sin cagar, pero no se lo diré a amá en su estado. Simplemente dejaré que se acumule hasta que me haga reventar como una piñata.