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Traición

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Unknown Traición

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Título original: Down the River Unto the Sea
© Walter Mosley, 2018.
© de la traducción: Eduardo Iriarte, 2018.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018.
Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: ODBO334
ISBN: 9788491871491
Composición digital: Newcomlab, S.L.L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Índice
Ganadores del premio RBA de novela policíaca
Notas
PARA MALCOLM, MEDGAR Y MARTIN
La vista de Montague Street desde mi ventana del segundo piso es mejor que desde la tercera planta. Desde aquí casi se aprecian los surcos de las caras de los cientos de trabajadores que pasan por delante; gente que tiene cada vez menos motivos para cruzar la entrada de los elegantes comercios y bancos que se han adueñado de esta vía pública. Estos nuevos negocios son como prospectores modernos que peinan la ciudad en busca de los dorados clientes aburguesados que adquirirán los apartamentos de millones de dólares y la ropa de lujo, comerán en bistrós franceses y comprarán vino de cien dólares la botella.
Cuando me trasladé a este despacho, hace casi once años, había librerías de viejo, tiendas de ropa usada y suficiente comida rápida para alimentar a un ejército de trabajadores de Brooklyn Heights. Fue entonces cuando Kristoff Hale me ofreció un contrato de arrendamiento por veinte años renovable porque otro poli, Gladstone Palmer, había pasado por alto la implicación de su hijo, Laiph Hale, en la brutal agresión contra una mujer; una mujer cuya única ofensa había sido decir no.
Tres años después, Laiph fue a la cárcel por otra paliza; una que, gracias a un acuerdo con la fiscalía, quedó en homicidio involuntario. Pero eso no tuvo nada que ver conmigo; yo ya tenía el contrato de arriendo.
Mi abuela materna siempre me dice que todos los hombres reciben lo que se merecen.
Trece años antes, yo también era poli. Habría intentado enchironar a Laiph por la primera agresión, pero así soy yo. No todo el mundo ve las normas del mismo modo. La ley es algo flexible —a ambos lados de la línea—, influido por las circunstancias, el carácter y, naturalmente, la riqueza o la ausencia de ella.
Mi problema concreto con las mujeres era, en cierta época, que las deseaba. A mí, inspector de primera clase Joe King Oliver, no me hacía falta más que una sonrisa o un guiño para descuidar mis obligaciones y promesas, mis votos y el sentido común, por algo, o apenas la promesa de algo, tan fugaz como una brisa fresca, una buena cerveza o una calle en la cual la gente nunca era la misma.
Durante los últimos trece años he estado algo menos preso de mis impulsos sexuales. Sigo apreciando al otro sexo, a veces calificado de débil. Pero la última vez que me dejé llevar por el instinto me metí en un problema tan grave que llegué a la conclusión de que prácticamente me había curado de mi tendencia al ligue.
Se llamaba Nathali Malcolm. Era una Tallulah Bankhead moderna, con la voz ronca, el ingenio afilado y ese algo que definía a la aspirante a estrella de otros tiempos. Mi superior, el mismo sargento Gladstone Palmer, me llamó al móvil para encargarme el asunto.
—No debería suponer mayor problema, Joe —me aseguró Palmer—. Es básicamente un favor para el jefe de Policía.
—Pero estoy con ese asunto del puerto, Glad. Little Exeter siempre entra en acción los miércoles.
—Eso quiere decir que también lo hará el miércoles que viene y el siguiente —razonó mi sargento.
Gladstone y yo habíamos ido juntos a la academia. Él era irlandés blanco, y yo, de un tono marrón oscuro, pero eso nunca afectó nuestra amistad.
—Estoy cerca, Glad —dije—, muy cerca.
—Es posible que así sea, pero Bennet está en una cama de hospital con un pulmón perforado y Brewster echa a perder dos de cada cinco redadas. Además, necesitas anotarte un par de puntos en la hoja de servicios este año. Pasas tanto tiempo en los muelles que no haces ni la mitad de las detenciones necesarias para alcanzar la cuota.
Estaba en lo cierto. El único aspecto en el que la ley se mostraba inflexible eran las estadísticas. Nuestras carreras profesionales dependían de las detenciones y condenas de delincuentes, la recuperación de propiedades robadas y la investigación competente que conducía a la resolución de crímenes. Tenía un caso gordo entre manos, pero quizá tardase un año en darle carpetazo.
—¿De qué delito se trata? —pregunté.
—Robo de vehículos.
—¿Solo un poli para un taller ilegal?
—Nathali Malcolm. Le robó un Benz a Tremont Bendix en el Upper East Side.
—¿Una ladrona de coches?
—La orden viene de arriba. Supongo que Bendix tiene amigos. No es más que una chica soltera que vive sola en Park Slope. Dicen que el coche está aparcado delante de la casa de piedra caliza. Basta con que llames al timbre y le pongas las esposas.
—¿Tienes una orden de detención contra ella?
—Te estará esperando en comisaría. Y King...
—¿Qué? —Glad solo usaba mi segundo nombre cuando quería dejar algo bien claro.
—No la cagues. Te enviaré un mensaje de texto con todos los detalles.
El Benz morado estaba aparcado delante de la casa. Tenía la matrícula correcta.
Miré la puerta principal, flanqueada por ventanales cubiertos con unas cortinas amarillas. Recuerdo pensar que era la detención más fácil que me habían encargado nunca.
—¿Sí? —dijo ella al abrir la puerta quizás un minuto después de que hubiera llamado al timbre.
Sus ojos color canela parecían mirarme a través de una niebla. Tenía el pelo rojo, y, por lo demás, era una auténtica Tallulah.
A mi abuela le gustan las pelis antiguas. Cuando voy a verla a su asilo en el Lower Manhattan, vemos historias de amor y comedias antiguas en el canal TMC.
—¿Señora Malcolm? —dije.
—¿Sí?
—Soy el inspector Oliver. Tengo una orden de detención contra usted.
—¿Cómo?
Saqué la cartera de piel con la placa y la identificación. Se las enseñé y las miró, pero no sé si llegó a ver nada.
—Tremont Bendix asegura que le robó usted su coche.
—Ah. —Suspiró y meneó ligeramente la cabeza—. Entre, inspector, adelante.
Podría haberla agarrado allí mismo y haberle puesto las esposas mientras le leía sus derechos tal como los había dispuesto el Tribunal Supremo. Pero era una detención fácil y la mujer se sentía delicada, vulnerable. Sea como sea, Little Exeter Barret ya se había puesto en contacto con el capitán del Sea Frog. El cargamento de heroína aún tardaría unos días en llegar.
Yo era un poli bueno. Uno de esos agentes que tenía más paciencia que un santo y que solo perdía los nervios cuando algún sospechoso lo amenazaba físicamente. Y ni siquiera en esa situación disfrutaba pegándole después de haberlo reducido y esposado.
—¿Quiere un vaso de agua? —me ofreció Nathali Malcolm—. Ya se han llevado todo lo bueno.
La sala de estar se encontraba llena de cajas, bolsas de lona rebosantes y montones de libros y dispositivos electrónicos, además de plantas en macetas apiñadas aquí y allá.
—¿Qué ocurre aquí? —pregunté, como si recitara una frase que me hubieran escrito.
—Esto es lo que Tree considera robarle el coche.
Llevaba una bata verde de un tejido fino y satinado sin nada debajo. Al principio no me había fijado bien. A mi llegada, aún estaba absorto en el encargo.
—No lo entiendo —dije.
—Durante los tres últimos años me ha pagado el alquiler y me ha dejado usar el Benz como si fuera mío —explicó. Los ojos de color canela se habían vuelto dorados bajo la luz eléctrica—. Pero, en el momento en que su mujer amenazó con divorciarse de él, me dijo que me largara y le llevara el coche a su garaje en un barrio de las afueras.
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