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Un viejo señor 5 de la Stasi 104
Voltaire. 10 Inteligencia tj amor 110
Los beneficios del perdón y del silencio 114
Voltaire. 11 Con lo bello que es esperar 121
Hamlet-G2 123
La revolución subsidiada 127
Voltaire. 12 Rué de la Folie-Méricourt 130
Segunda Parte 133
En estado de fax 135
El bonito de Memphis 144
Paraje de Flaubert 155
El Etíope 179
El cubano que debía asesinar 184
Distribución de ética al por mayor 187
La garrocha política 196
Las Titís 201
Venderse bien 206
Bosque petrificado 209
Curso intensivo de democracia 211
Nicole. Siempre Nicole 215
El \drus de la desíjracia 217
Duquesas y soledades 219
Cocteau 221
Sabrine 222
72, Avenue Henri-Martin 224
La peste 226
Triste viejo 227
Demonios de tipos 229
Club de Aviadores 232
Sala dorada 246
La prima de Houston 249
El desierto de Champs Elysées 255
Problemas de Mac 260
Las planques 270
Epílogo 285
Viernes de perdón 287
- S
iLmsia
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l enemigo del amigo
El enemigo del amigo le pidió, con carácter de urgencia, una entrexista personal. Doug Evans no fue, por supuesto, sorprendido. Se trataba, pensó, de un mero golpe de efecto, que a veces lograba el objetivo preciso de crear confusión. Una típica maniobra que utilizaba, en e.xceso, Terence Bellow, el jefe común y máximo, que disponía de todos ellos como si fueran distintos trajes de su vestuario múltiple.
El impacto del pacto con un enemigo, de eso se trataba, he aquí la cuestión, de patética xágencia. Que por lo general dejaba a los amigos con abismales rostros de distraídos, preguntándose, íntimamente, si se encontraban ante una moxáda sagaz, una genialidad que les costaba entender, o ante una elemental y rudimentaria traición. O una ambigua combinación de ambas hipótesis, que provocaba, repentinamente, el cambio absoluto de reglas del juego. Y también provocaba, por lógica, la inquietante irrupción de nuevos jugadores.
Los \iejos jugadores se quedaban entonces afuera, y despotricaban en adelante en restaurantes, se desgastaban con la amarga y negativa digestión de bilis, soñaban con otros enroques próximos de Bellow. También soñaban, los ilusos, con el regreso.
Pasaría solamente dos días por París, le había dicho Claude Petersen, el enemigo peor de su gran amigo. Telefónicamente se lo dijo, desde Amberes, durante una mañana sombría de noviembre, desde una ciudad portuaria con otoño avanzado, ideal para pintar pero no pai*a vivir.
El in\derno en Amberes se anticipaba, solía ponerse pesado y monótono, lo más sensato en tal ciudad era buscar pretextos para abandonarla, aunque fuera por dos días.
Sin embargo a C. Petersen, enemigo de su amigo, D. Evans no debía creerle ni siquiera las planificaciones, porque si decía dos días, podían ser seis. A lo mejor. Pe-tersen ni siquiera se encontraba en Amberes cuando lo llamó, sino en una cabina telefónica de la Avenue de Hoche, próxima al Pare Monceau, por donde se le registró alguna vez la presencia. Aunque, eso sí, sin que se le reportara, ni con un simple a\iso gentil.
Porque aquella vez Petersen había llegado para reportarse al \aejo L)mdon Hertz, y no a él, ni siquiera para saludarlo, en\darle una señal, decirle por ejemplo odio a su amigo pero no tengo nada contra usted. En todo caso, hubiera sido falso. Porque el peor enemigo del gran amigo, sabía que Doug Evans y Gary Connolly, el amigo.
eran solidarios, porque pertenecían a la misma banda. La misma Knea. La del Hamlet.
D. Evans sospechó que C. Petersen le hablaba desde su misma ciudad. Lo atendía, mientras no expresaba la menor repulsión por escucharlo. Miraba, en tanto, a través de la ventana de su oficina, la lluvia infernal que castigaba los techos de Cambronne. Miraba habituado ya al gris inerte de París, y a la sensación, resignada, especialmente conmovedora, de haber olvidado para siempre la existencia del sol.
—Véngase el mismo viernes —le dijo Ev^ans—. El v'eintiuno, once de la mañana me parece un horario central, si es que le viene bien.
Al terminar la comunicación, Ev^ans quedó pensando en las posibles razones de la urgencia. En el carácter de la jugada que Petersen pretendía implementar. Irremediablemente, pensó, tramposa. Después, le comunicó a Mac Sulliv'an, su segundo, un silencioso negro fiel, que consignara la entrevista con, como dijo:
—Ese cretino de Petersen.
Kathryn Herchberg, especie de empleada múltiple, contable y administrativ'a, sonrió con complicidad.
—Me entusiasma que alguien todavia prepare nuev^as traiciones —le comentó Doug Evans a Mac, por supuesto cuando ya no podía escuchar la meritoria Kathr)m—. Significa que no todo está perdido, alguien aspira a construir algo todavia en Virginia. Importante, así se trate de una traición.
Curiosamente, lo percibió Mac, Doug Evans no telefoneó a su gran amigo, Gary Connolly, socio del Hamlet, para contarle que su peor enemigo lo quería ver. Con urgencia, por un tema convulsionante y prioritario, digno de la competencia de profesionales por el estilo. Aunque D. Evans descontaba que el hombre de Amberes quena verlo con el propósito de probarlo, de medir su lealtad como se medía el nivel de aceite de los riejos automó\d-les Ford. Para pasarle mensajes obrios, porque en algún momento, supuso, C. Petersen iba a sacar el tema de su gran amigo, con intención quizá de separarlo, para, tal vez, salvarlo, tirándole una cuerda a cambio de una toma de distancia, de una causa, la de su gran amigo, que también era, efectivamente, la suya. Acaso para relatixizar el nivel de la amistad, que seguramente, suponía Petersen, distaba de ser recíproca. Para comprobar hasta dónde D. Evans le era leal a G. Connolly, en una causa que era un suicidio o una locura. La de Evans, Connolly, y Tab Hunter. La causa de la llamada Knea Hamlet. Una mo\á-da audaz, para decidir por lo tanto después el mejor sistema para \oilnerar la amistad, la alianza pohtica, y atravesar el corazón de Hamlet, esa confabulación que era mirada con recelos y precauciones, como si se tratara de una logia.