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Anne Perry - Defensa O Traición

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Defensa O Traición: resumen, descripción y anotación

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Cuándo el general Thaddeus Carlyon, insigne veterano del Imperio de Su Majestad, muere en una elegante fiesta londinense, nadie sospecha que se trate de un asesinato. Sin embargo, la bella esposa del general, Alexandra, se confiesa autora del crimen, lo que causará una profunda conmoción en la aristocracia victoriana. El detective Wílliam Monk trabajará, incansablemente junto a Oliver Rathbone, su colaborador habitual y abogado defensor de Alexandra Carlyon, para conseguir salvar la vida de la acusada. Defensa o traición, es la tercera novela de la serie de misterio victoriano protagonizada. por el detective William Monk.

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Anne Perry Defensa O Traición 3 Monk Para mi padre Deseo expresar mi - photo 1

Anne Perry

Defensa O Traición

3º Monk

Para mi padre

Deseo expresar mi agradecimiento a Jonathan Manning, licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Cambridge, por su asesoramiento en los aspectos legales relacionados con los homicidios sin premeditación, los veredictos contrarios a los hechos probados, etcétera, en 1857.

Capítulo 1

Hester Latterly descendió del coche de caballos, un vehículo de dos plazas que se contrataba por trayectos. Era un invento reciente y sumamente práctico que permitía viajar a un precio mucho más módico que alquilando un carruaje para todo un día. Hurgó en el bolso de malla hasta encontrar las monedas adecuadas y pagó al cochero. Acto seguido se volvió y caminó con paso decidido por Brunswick Place en dirección a Regent's Park, donde los narcisos en flor formaban bandas doradas que contrastaban con la oscuridad de la tierra. No podía esperarse otra cosa en esa época del año, pues era 21 de abril, en plena primavera del año 1857.

Miró hacia delante para ver si distinguía la silueta alta y considerablemente desmañada de Edith Sobell, con quien se había citado, pero no la divisó entre las parejas que paseaban, las mujeres con los amplios miriñaques que casi rozaban la gravilla de los senderos; los hombres elegantes y con un porte un tanto altanero. Más allá una banda interpretaba una pieza rápida de aire militar y la suave brisa primaveral transportaba las notas de los instrumentos de metal.

Esperaba que Edith no llegara tarde. Era ella quien había querido concertar la cita y había argüido que un paseo resultaría mucho más placentero que reunirse en un salón de té, un museo o una galería, donde corría el riesgo de encontrarse con personas conocidas y verse obligada a interrumpir la conversación a fin de intercambiar palabras corteses pero triviales.

Edith disponía de toda la jornada para hacer más o menos lo que le placiera; de hecho le había confesado que le sobraba el tiempo. Hester, en cambio, debía ganarse un sueldo. Por aquel entonces trabajaba de enfermera para un militar retirado que se había roto el fémur a causa de una caída. Después de que la despidieran del hospital al que se había incorporado a su regreso de la guerra de Crimea por asumir responsabilidades que no le concernían y tratar a un paciente en ausencia del médico, había tenido la fortuna de que la contrataran en un domicilio privado, gracias a su experiencia en Scutari, adquirida junto a Florence Nightingale, hacía apenas un año.

El caballero, el comandante Tiplady, que se recuperaba a buen ritmo, no había puesto objeciones a que se tomara la tarde libre, pero a Hester no le apetecía pasarla aguardando en Regent's Park a una amiga que se retrasaba, ni siquiera en un día tan apacible. Hester había sido testigo de tanta incompetencia y confusión durante la guerra, de tantas muertes que podrían haberse evitado si el orgullo y la ineficacia se hubieran dejado a un lado, que se mostraba intolerante con aquellos que adolecían de tales defectos; además, no tenía reparos en decirlo abiertamente. Poseía una mente ágil, unos gustos que se consideraban impropiamente intelectuales para una mujer y expresaba sus opiniones, ya fueran correctas o equivocadas, con excesiva convicción; cualidades que no la convertían en objeto de admiración. Edith necesitaría una buena razón para conseguir que aceptase sus disculpas por la demora.

Durante quince minutos recorrió una y otra vez el sendero que discurría junto a los narcisos mientras su irritación y enfado iban en aumento. Aquel comportamiento resultaba inadmisible, y más teniendo en cuenta que habían acordado reunirse en ese lugar porque a Edith le convenía, pues vivía en Clarence Gardens, a apenas ochocientos metros de distancia. Tal vez el agravio que Hester sentía fuera exagerado, y ella misma era consciente de ello a medida que su furia se acrecentaba. Sin embargo, no podía evitar apretar las manos enguantadas y andar con un paso cada vez más rápido.

Estaba a punto de marcharse cuando por fin vislumbró la silueta desgarbada pero agradable de Edith. Todavía vestía de negro, pues guardaba luto por su esposo, aunque había fallecido hacía casi dos años. Se acercaba corriendo por el sendero, los faldones del vestido se balanceaban de forma exagerada y llevaba el sombrero tan inclinado hacia atrás que parecía a punto de caérsele.

Hester se dispuso a ir a su encuentro. Aunque se había calmado al ver que por fin llegaba, ya preparaba un reproche adecuado por el tiempo perdido y la falta de consideración. Al aproximarse observó el semblante de Edith y sospechó que había ocurrido algo.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó en cuanto estuvieron juntas. Edith, mujer de rostro inteligente y poco común, labios finos y nariz aguileña y un tanto torcida, estaba pálida. El cabello rubio se escapaba descuidadamente del sombrero a causa de la brisa y la carrera-. ¿De qué se trata? -inquirió Hester con impaciencia-. ¿Estás enferma?

– No… -Edith, que estaba jadeando, la tomó de pronto del brazo y echó a andar tirando de su amiga-. Creo que me encuentro bastante bien aunque estoy muy nerviosa y soy incapaz de poner en orden mis pensamientos.

Hester se detuvo.

– ¿Por qué? Cuéntame que te ocurre. -Su irritación se había desvanecido-¿Puedo ayudarte en algo?

Una sonrisa atribulada recomo los labios de Edith para desaparecer acto seguido.

– No… bueno, dándome tu amistad.

– Ya sabes que la tienes -aseguró Hester-. ¿Qué ha sucedido?

– Mi hermano Thaddeus, el general Carlyon, sufrió un accidente anoche, en una cena celebrada en casa de los Furnival.

– Oh, cielos, cuánto lo siento. Espero que no sea nada serio. ¿Resultó herido de gravedad?

La expresión de Edith denotaba una mezcla de incredulidad y confusión. Su rostro era excepcional, poco acorde con los cánones de belleza tradicionales: los ojos, de color avellana, despedían un brillo especial, tenía los labios sensuales y la falta de simetría de su cara quedaba compensada con creces por su espontánea inteligencia.

– Ha muerto -afirmó como si esas palabras la sorprendieran incluso a ella.

Hester, que estaba a punto de reanudar la marcha, quedó paralizada.

– ¡Oh, Dios mío! Qué horror. No sabes cuánto lo siento. ¿Cómo sucedió?

Edith frunció el entrecejo.

– Se cayó por las escaleras -respondió despacio-. Bueno, mejor dicho, cayó por encima del pasamanos del piso superior, fue a parar encima de una armadura decorativa y creo que la alabarda que sostenía le atravesó el pecho…

Hester no podía hacer otra cosa que reiterarle su pesar. Edith la tomó del brazo, dieron media vuelta y enfilaron el sendero que se abría paso entre los parterres.

– Dicen que murió en el acto -prosiguió-. Fue una terrible casualidad que cayera justo encima de la lanza. -Meneó la cabeza-. Seguro que cabría la posibilidad de caer cien veces sobre la armadura y acabar amoratado o tal vez con algún hueso roto, pero no la de ser atravesado por la alabarda.

Un caballero con uniforme militar, casaca roja, galón y botones dorados que relucían bajo la luz del sol, les hizo una reverencia al pasar por su lado, y ellas sonrieron de forma instintiva.

– Claro está que yo no conozco la casa de los Furnival -añadió Edith-, de modo que ignoro la altura de la galería que hay sobre el vestíbulo. Supongo que estará a unos cinco o seis metros.

– Hay personas que sufren accidentes terribles en las escaleras -afirmó Hester con la esperanza de que su comentario resultase de cierta ayuda y no sonara sentencioso-, en algunos casos mortales. ¿Estabais muy unidos? -Pensó en sus dos hermanos: James, el pequeño, el más lleno de vida, había fallecido en la guerra de Crimea, y Charles, que ya era padre de familia, un hombre serio, tranquilo y un tanto presuntuoso.

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