ANTHONY QUINN
El pecado original
Traducción de Gregorio Vlastelica
POMAIRE
Sinopsis
Resumen y sinópsis de El Pecado Original de Anthony Quinn
Autobiografia de rabiosa honestidad de una de las mas explosivas personalidades del cine y el teatro contemporaneo, la búsqueda de un hombre que quiere descubrir los motivos profundos de sus éxitos y fracasos.
Quinn habla de sus fantasmas, que le persiguen día a día, que no le dejan en paz, fantasmas que le empujaron a este examen de si mismo, de lo que significa ser un actor famoso, de haber nacido en la miseria, de tener sangre irlandesa y mexicana a la vez, de ser católico, de ser arrogante, orgulloso, victorioso, envidiado, y sin embargo desgarrado por la duda.
Traductor: Vlastelica, Gregorio
Autor: Quinn, Anthony
©1973, POMAIRE
ISBN: 9780316728980
Generado con: QualityEbook v0.86
Generado por: Silicon, 17/06/2018
Anthony Quinn
El pecado original
Autobiografía
TÍTULO original
The Original Sin, a self-portrait
ISBN 0-316-72898-5
Editor original
Little, Brown & Company
Traducción Gregorio Vlastelica
© 1972 by Anthony Quinn
©1973 by EDITORIAL POMAIRE, S. A.
ISBN: 84-286-0393-6 (rústica)
84-286-0394-4 (tela)
Depósito Legal: B. 33.562 • 1973
Printed in Spain
Impreso por I. G. M. Pareja Montaña, 16 * Barcelona – España
A mi madre,
que me perdonó el día que nací
Vivía en Nueva York, en medio de mis bienes, mi familia y mi posición social. En Times Square, se exhibían simultáneamente tres películas mías y, al mismo tiempo, yo actuaba en una obra. Por donde miraran Broadway, encontrarían mi nombre escrito con letras luminosas.
Un grupo de encantadoras damas de una asociación teatral ofreció un almuerzo en mi honor. Invitaron a importantes personalidades de diversos campos para rendirme un homenaje.
Cuando me tocó hablar, intenté expresar mis agradecimientos. Comencé a titubear. Miré a la multitud de rostros afables y expectantes que tenía delante, y en ese momento me escuché decir entre dientes que me sentía un fracaso total. Todavía recuerdo la sorprendida incredulidad y la consternación con que recibieron mis palabras. Todo el mundo quería escuchar unas frases triviales y divertidas y, en cambio, ahí estaba yo afirmando le que el éxito no significaba nada para mí.
Cuando terminé, mis anfitrionas aplaudieron cortésmente, pero las había herido. Había dado un estrepitoso faux pas al usar su foro como un confesionario.
A la salida, me detuvo un actor ¡oven. Pensé que entre todos él me comprendería, Pero, por el contrario, estaba indignado.
—¡Eres una mierda! Nunca me he sentido tan avergonzado de alguien como hoy. Jamás había escuchado una humildad tan falsa. Si tú no eres un éxito, ¿quién lo es?
El pobre tipo había protagonizado una vez una película, pero su carrera se había interrumpido. Estaba intentando reanudarla, pero se encontraba con serias dificultades. Supongo que se sentía identificado conmigo y deseaba alcanzar la altura, aparentemente envidiable, a que yo había llegado.
Me dejó solo en la calle y se alejó furioso.
Yo me dirigí a la casa que poseía en la Seventieth con Park Avenue. Me había costado una fortuna. Tenía seis pisos y cada uno de ellos estaba repleto de muebles de época, pinturas, esculturas y libros valiosos. Pensar en todo lo que poseía no me ofrecía ningún consuelo. Mientras caminaba por la Fifth Avenue, tenía la impresión de que sus enormes edificios se desplomaban sobre mí. Crucé hacia Central Park y comencé a correr. Mi pánico aumentaba a cada paso. Corrí hasta que creí que mis pulmones iban a reventar. Ya exhausto, me dejé caer sobre un montículo cubierto de césped desde donde se veía la represa.
Me embargaba un intenso deseo de llorar, pero mi garganta no reaccionaba. Sentía el dolor más hondo que he conocido, pero no podía derramar una lágrima. De rodillas pedí a Dios que me ayudara. No hubo respuesta. Esperé con los ojos cerrados. Esperé, pero Él debe haber estado ocupado en algún otro lugar.
Cuando abrí los ojos, las luces de la ciudad parpadeaban por todos lados.
Fue entonces cuando vi al «niño». Se encontraba bajo un árbol. Me levanté y con gran esfuerzo traté de acercarme. Él se volvió y se alejó corriendo.
—¡Tú, chaval desvergonzado, tú me hiciste hacerlo! Si te agarro alguna vez... —Pero había desaparecido.
Esa noche cuando llegué al teatro, había perdido la voz. Sólo podía hablar en un susurro. Se llamó a un médico. Llegó rápidamente y me examinó la garganta. Dijo que no padecía ningún mal físico.
—Entonces ¿por qué demonios no puedo hablar?
—No lo sé —dijo—. O tiene vegetaciones en las cuerdas vocales, que no alcanzo a ver, o se le ha enredado una mentira en la garganta.
¡¡¡Una mentira en la garganta!!!
¡Había miles de mentiras atrapadas en mi garganta! ¿Cuál de todas era la que me incapacitaba?
Aquella noche me las arreglé de alguna manera para llegar al final de la función. Traté de enfrentar la verdad, la verdad total de mi vida, aunque el público sólo escuchó una voz áspera que se expresaba con dificultad sobre el escenario. No podían saber con cuánto dolor.
Había visto cómo se juntaban las nubes, más amenazadoras que nunca, y ahora la tormenta se había detenido sobre mí. Estaba solo en medio del desierto y no tenía un lugar donde ocultarme.
«¿Qué provecho obtiene el hombre de todo el trabajo que emprende bajo el sol?'»
Comprendí que todo el trabajo que había realizado era sólo vanidad y profundo dolor.
¿Por qué no encontraba el descanso en la noche?
Ahora que debía estar disfrutando de la madurez de mí vida, ¿por qué nada tenía sentido?
Me ahogaba.
Estaba perdido.
—Niño, ayúdame —grité—. Ayúdame o nos ahogaremos los dos.
EL DESPACHO tenía el mismo aspecto que cientos de otros, instalados según el mismo molde. El escritorio estaba cuidadosamente provisto del habitual par de estilográficas que nunca funcionan, un secante de cuero artificial, un reloj de bronce y un calendario giratorio.
Sentado detrás del escritorio había un hombre grande y comunicativo, que llevaba un traje de tweed de una marca que había recibido mucha publicidad. En ese momento, lo único personal en la habitación era su sonrisa. Sentado frente a él, traté de definirla, pero fracasé en mi intento. Desde mi entrada en el despacho, no nos habíamos dicho nada de importancia, aparte del intercambio normal de comentarios corteses o divertidos. Finalmente, le pregunté si debía recostarme sobre el sofá.
—¿Por qué? —sonrió el doctor—. ¿Está cansado?
—No —dije— sólo pensé que...
—No tengo la impresión de que usted esté muy enfermo, señor Quinn. Póngase cómodo y conversaremos.
No tenía nada que ver con lo que yo me había imaginado.
—Hace unos pocos días lo vi en una película italiana. La última escena con usted llorando en la playa era endiabladamente conmovedora.
¡Mierda! Le estaba pagando cincuenta dólares por hora a este hijo de puta, y resultaba que sólo era un admirador más.
—No sé nada sobre cine —continuó—. Usted es el primer actor con quien entablo una relación profesional, de modo que perdóneme si le hago preguntas estúpidas. En esa última escena, por ejemplo, ¿sus lágrimas eran reales o habían sido provocadas oliendo cebollas o algo por el estilo?
¡Habían pasado quince minutos de esa preciosa hora y estábamos hablando de cine!
—No, doctor. Eran auténticas.
—¿Quiere decir que lloró de verdad?
¿Así que va a ser uno de esos?
—Si, lloré.
—¿Qué hace un actor para llorar? Me imagino que tendrá que recordar momentos dolorosos de su vida para derramar lágrimas verdaderas.
¡Dios!
—Debe ser una especie de autoanálisis, ¿verdad?
«No se preocupe, “pensé”, ha habido bastante dolor en mi vida. Tengo de dónde sacarlo.»
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