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Anthony McCarten - El instante más oscuro

Aquí puedes leer online Anthony McCarten - El instante más oscuro texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2017, Editor: ePubLibre, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Anthony McCarten El instante más oscuro
  • Libro:
    El instante más oscuro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2017
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El instante más oscuro: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

El presente libro está dedicado a mi padre, que combatió en la segunda guerra mundial en dos escenarios de operaciones distintos, el del Pacífico y el de Italia. Fue siempre un ferviente admirador de Churchill, aunque de niño nunca entendí bien por qué. Espero que dé su aprobación a este libro.

El Churchill Estate ha sido sumamente generoso dando su bendición a este proyecto, y en especial la familia Churchill. Los Archivos Churchill han supuesto una ayuda enorme al poner a mi disposición su extraordinaria colección de documentos.

Mi tenaz y leal primera editora, Jane Parkin, rompió su látigo gramatical y me ayudó a pulir mi prosa para asegurarse de que tenía claridad y orden, lo mismo que la espléndida falange de editores del presente libro: Joel Rickett y Daniel Crewe, de Viking, y Jonathan Jao y Roger Labrie, de HarperCollins.

Deseo dar las gracias también a mi agente literaria, Jennifer Joel, de ICM Partners, así como a Working Title Films, Universal Pictures y Focus Features por su apoyo.

Pero finalmente, vaya mi agradecimiento más profundo para Rebecca Cronshey, mi heroica investigadora, cuyas noches de insomnio y cuyo trabajo detectivesco en los archivos contribuyeron a hacer de este libro lo que es. Mi deuda con ella es enorme.

Epílogo

Si se dijera la verdad

Lo que hizo Winston Churchill, lo que hizo y lo que finalmente decidió en aquellos terribles días de mayo de 1940 cambió el destino de Gran Bretaña y de Europa, así como su propio lugar en la historia. Pero cómo tomó la decisión adecuada —tras un período de feroces discusiones, de dudas y de examen de conciencia, de temor, desesperación y vacilaciones— y cómo poco después encontró las palabras perfectas para explicar esas ideas y esas convicciones y sentimientos a la nación, nunca se ha contado, que yo sepa, satisfactoriamente. Al disponerme a narrar estos acontecimientos, mi objetivo era exponer un relato mejor, más problemático, más sostenible desde el punto de vista psicológico, y en general más humano de lo que hasta el momento se había permitido.

Mis propias investigaciones, llevadas a cabo mientras preparaba la película El instante más oscuro e intentaba escribir el presente libro, me han convencido de que Winston Churchill llegó seriamente a sopesar la eventualidad de un acuerdo de paz con Hitler en mayo de 1940, por repugnante que dicha idea pueda parecer hoy día.

Soy consciente de que se trata de una teoría muy impopular, que además me enfrenta a casi todos los historiadores, comentaristas y académicos, mucho más inmersos en este período de la historia de lo que yo pueda pretender estar.

Pero al concluir el presente libro me gustaría exponer los hechos desnudos del asunto tal como yo lo veo, y también presentar la principal tesis contraria de los que nos dicen que Churchill nunca consideró seriamente la senda de una paz negociada.

En primer lugar, expongamos la postura generalmente aceptada. Sostiene en esencia que Churchill no hablaba en serio cuando dijo, y queda constancia escrita de ello, que estaría «muy agradecido» si recibiera una oferta de paz, o cuando aceptó «considerar» dicha oferta. Que lo único que hacía era ganar tiempo mediante una jugada muy sofisticada, que no hablaba en serio, que nunca dudó ni vaciló. Si a sus colegas del Gabinete de Guerra les pareció que hablaba en serio —así dice la teoría dominante— fue para engañar astutamente a Halifax, para mantenerlo de su parte en un momento trascendental en el que la dimisión del secretario del Foreign Office probablemente habría supuesto la caída del gobierno. Quizá fuera también un gambito que era preciso jugar de manera convincente para persuadir a hombres tan sagaces y astutos como Halifax y Chamberlain.

Pero esta versión tiene varios puntos débiles.

El primero es que no hay pruebas de que así fuera, aparte de las conjeturas de los estudiosos. Como observaba Christopher Hitchens, lo que se puede afirmar sin pruebas puede negarse también sin pruebas.

Winston nunca reveló que estuviera llevando a cabo una gran jugada de engaño. No lo hizo entonces ni tampoco después de la guerra, cuando tuvo tiempo más que suficiente para hacerlo y mucho que ganar para mejorar su reputación. La pretensión de que Winston ocultara con tanta modestia a la historia un acontecimiento tan trascendental como engañar a su rival, Halifax, supone forzar la idea que tenemos de su personalidad, que, por definición, ocupa un puesto muy elevado en el ranking de los narcisistas. Lejos de perjudicar su imagen mítica, el hecho de hacer pública esa anécdota, la habría beneficiado. Y si alguien duda de su deseo de preservar su legado, recordemos el chiste que hizo una vez: «A todos les parecerá mucho mejor que se deje el pasado en manos de la historia, sobre todo cuando yo me propongo escribir esa historia».

La segunda tesis en contra del argumento dilatorio es que no tiene en cuenta de manera adecuada las presiones —personales, políticas y militares— a las que se vio sometido Churchill durante aquella crisis trascendental: cuán cerca se pensaba que estaba la invasión (sus asesores militares creían que era cuestión de días); hasta qué punto estaba desprotegida la población británica; hasta dónde llegaba la enorme inferioridad numérica de su ejército en Francia (diez a uno si lograba rescatarse a todo el ejército de Dunkerque, y cien a uno si no se conseguía); cuán catastróficamente rápida había sido la caída de Europa ante la acometida de los alemanes; y hasta qué punto eran racionales, morales y sensatos los argumentos propuestos por Halifax y apoyados por Chamberlain y otros.

Por encima de todo ello estaba la amenaza de dimisión de Halifax, que no habría podido más que obligar a Winston a repensarse su postura. Un hombre como Halifax no habría amenazado nunca con derribar al nuevo gobierno si no hubiera estado absolutamente seguro de que tenía razón y de que Winston estaba equivocado; y no era fácil ignorar las convicciones de un hombre como aquel.

Ante semejante cantidad de extraordinarias presiones y con tan pocas opciones a su alcance, ¿qué persona en su sano juicio no habría considerado en serio la posibilidad de entablar conversaciones de paz antes que asumir una aniquilación casi segura?

Me sorprende que todos los oponentes del argumento de la «renuncia» o la «vacilación», si podemos llamarlo así, postulen un Churchill casi desquiciado, un hombre absolutamente inmune a los espantosos hechos que estaban teniendo lugar sobre el terreno y que se había olvidado por completo de sus trágicos errores de cálculo en Galípoli o, apenas unas semanas antes, en Noruega. Las tenebrosas lecciones que había tenido que aprender Winston acerca de su propia persona con la experiencia de Galípoli no lo abandonarían nunca (aunque intentaría espantarlas en todo momento, negando cualquier sentimiento de culpabilidad, y posteriormente diciendo que se «enorgullecía» de la valentía de los hombres que habían perdido allí la vida).

Pero la historia tiene muchos autores y una tarde de agosto de 1915, mientras estaba pintando un paisaje, con las defensas bajas, dijo al poeta y diplomático Wilfrid Scawen Blunt: «Hay más sangre que pintura en estas manos». Fue un raro destello de fragilidad psicológica, y un atisbo todavía más raro de su humanidad marcada de cicatrices. El fruto inevitable del sentimiento de culpabilidad es la falta de confianza en uno mismo, y esa falta de confianza en sí mismo sin duda hizo mella en Churchill a finales de mayo de 1940. Cuando uno se ha equivocado tanto en el pasado, no puede estar otra vez muy seguro de sí mismo ante unas circunstancias similares.

Como señalábamos anteriormente, el historiador David Cannadine decía hablando del carácter de Churchill que era «a la vez sencillo, ardiente, inocente e incapaz de engaños y de intrigas». De ser así, ¿por qué atribuirle días y días de engaños y de intrigas cuando no existe testimonio alguno, ni antes ni después de estos sucesos, de que fuera tan mentiroso y tan intrigante?

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