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Lee Child - El Inductor

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Clandestino: sin duda la situación más solitaria y vulnerable para trabajar. Sin embargo, Jack Reacher está dispuesto a actuar en esas condiciones cuando un equipo extraoficial de la DEA le propone una misión de alto riesgo. Reputado por su destreza e inteligencia y la experiencia adquirida durante sus años como polícia militar, Reacher trabaja ahora por libre aceptando casos que la mayoría rechazan.

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Lee Child El Inductor Jack Reacher 7 The Persuader 2003 Para Jane y las - photo 1

Lee Child

El Inductor

Jack Reacher 7

The Persuader, 2003

Para Jane y las aves de la playa

1

El poli bajó del coche exactamente cuatro minutos antes de que le dispararan. Como si conociera su destino de antemano. Empujó la puerta contra la resistencia que ofrecía una dura bisagra, giró lentamente en el gastado asiento de vinilo y plantó ambos pies en la calzada. Después se agarró con las dos manos al marco de la puerta y se impulsó hacia fuera. Permaneció de pie un instante en el aire límpido y frío y acto seguido se volvió y cerró tras él. Se quedó inmóvil unos segundos. A continuación dio unos pasos y se apoyó en el lateral del capó junto al faro.

El coche era un Chevy Caprice de siete años de antigüedad. Negro y sin distintivos policiales. De todos modos, tenía tres antenas de radio y cubos cromados descubiertos. La mayoría de los polis con que uno habla aseguran que el Caprice era el mejor vehículo policial que ha habido jamás. Por lo visto, aquel tipo estaba de acuerdo. Parecía un detective veterano con lo mejor del parque automovilístico a su disposición. Como si condujera el viejo Chevy porque le apetecía. Como si no le interesaran los nuevos Ford Taurus. Conocía muy bien a esa clase de personaje obstinado y de porte chapado a la antigua. Era voluminoso y llevaba un oscuro traje sencillo de una especie de lanilla gruesa. Alto pero encorvado. Un viejo. Volvió la cabeza y miró calle arriba y abajo y después giró el ancho cuello para echar un vistazo atrás, a la entrada de la universidad. Estaba a unos treinta metros de mí.

La entrada de la universidad era todo un poema. Dos altos pilares de ladrillo se elevaban en el borde de una gran extensión de cuidado césped que llegaba hasta la acera. Sostenían una alta verja doble hecha de barras de hierro dobladas, plegadas y retorcidas en formas estrafalarias. Era de un negro brillante. Parecía que habían acabado de repintarla. Seguramente lo hacían al final de cada invierno. No tenía función alguna relacionada con la seguridad. Cualquiera podía evitarla conduciendo directamente por el césped. En todo caso, estaba abierta de par en par. Tras ella había un camino en cuyo inicio había dos pequeños postes de hierro que llegaban a la altura de la rodilla, colocados a cada lado. Tenían ranuras. Cada una de las puertas abiertas quedaba sujeta a una de ellas. El camino llevaba hasta un conjunto de edificios de ladrillo claro situados a unos cien metros. Los edificios tenían tejados inclinados cubiertos de musgo y estaban rodeados de árboles. El camino de entrada estaba bordeado de árboles. La acera estaba llena de árboles. Había árboles por todas partes. Empezaban a brotarles las hojas, pequeñas, rizadas y de un verde brillante. En seis meses serían grandes, rojas y doradas, y el lugar estaría plagado de fotógrafos captando imágenes para la revista de la universidad.

A veinte metros del poli, su coche y la puerta había una furgoneta de reparto aparcada en el otro lado de la calzada. Estaba pegada al bordillo; encarada hacia mí, a unos cincuenta metros. Parecía algo fuera de lugar. Era de un rojo descolorido, y tenía un gran parachoques de un negro apagado que parecía haber sido doblado y enderezado un par de veces. En la cabina había dos hombres. Jóvenes, altos, elegantes, rubios. Permanecían totalmente inmóviles, con la vista al frente. No miraban al poli. Me miraban a mí.

Yo estaba orientado hacia el sur. Tenía una vulgar camioneta marrón aparcada frente a una tienda de discos. La tienda era la típica que suele encontrarse cerca de una universidad: en la acera expositores con discos compactos de segunda mano, y en el escaparate pósters de bandas de las que nadie había oído hablar. Las puertas traseras de la camioneta estaban abiertas. Dentro había cajas amontonadas. Yo sostenía un fajo de papeles. Llevaba abrigo, pues era una fría mañana de abril. También guantes, porque las cajas, que habían sido abiertas apresuradamente, tenían grapas sueltas. Disponía de un arma, como de costumbre. La llevaba encajada en la parte de atrás de la cintura, bajo el abrigo. Era un Colt Anaconda, un enorme revólver de acero con la recámara preparada para balas Magnum 44. Medía unos treinta y cinco centímetros y pesaba casi un kilo y medio. No era mi arma preferida. Resultaba dura, pesada y fría; todo el rato era consciente de ella.

Me detuve en mitad de la acera, levanté la vista de los papeles y oí que la furgoneta se ponía en marcha. No fue a ninguna parte. Se quedó donde estaba, quieta. Los blancos gases del tubo de escape rodeaban las ruedas traseras. Hacía frío. Era temprano y la calle estaba desierta. Retrocedí hasta mi camioneta y eché un vistazo a los edificios de la universidad por el lado de la tienda de discos. Vi un Lincoln Town Car negro esperando frente a uno de ellos. Había dos tipos de pie al lado del vehículo. Me encontraba a bastante distancia, pero me quedó claro que ni uno ni otro tenía pinta de conductor de limusina. Estos no van en parejas y no parecen jóvenes y fuertes ni se mueven tensos y cautelosos. Aquellos tíos daban la impresión de ser guardaespaldas.

El edificio delante del que aguardaba el Lincoln era una especie de pequeño dormitorio. En su gran puerta de madera se apreciaban letras griegas. Se abrió y salió un chico joven y delgado. Parecía un estudiante. Llevaba el cabello largo y desaseado e iba vestido desastradamente, pero su bolsa parecía de piel cara y lustrosa. Uno de los guardaespaldas se quedó en su sitio mientras el otro abría la puerta del coche. El muchacho arrojó la bolsa en el asiento de atrás y luego subió. El hombre cerró la puerta tras él. Oí el golpe, débil y amortiguado por la distancia. Los guardaespaldas echaron una fugaz mirada alrededor y acto seguido subieron a la parte delantera y el coche arrancó. Unos treinta metros por detrás, un vehículo de la seguridad de la universidad avanzó lentamente en la misma dirección, no como si pretendiera hacer de escolta sino como si estuviera allí casualmente. Dentro iban dos guardias contratados, hundidos en sus asientos, y parecían aburridos, sin propósito fijo.

Me quité los guantes y los tiré al asiento trasero de la camioneta. Me situé en medio de la calle para ver mejor. El Lincoln iba por el camino a una velocidad moderada. Era negro, reluciente, impecable. Mucho cromo. Mucha cera. Los guardias de la universidad iban bastante por detrás. Se pararon ante la aparatosa verja y giraron a la izquierda, hacia el Caprice negro. Y hacia mí.

Lo que sucedió después duró ocho segundos, pero pareció un suspiro.

La furgoneta de reparto de color rojo marchito abandonó el bordillo. Aceleró de golpe. Alcanzó al Lincoln y empezó a adelantarlo a la altura del Caprice. Casi rozó al poli. Aceleró un poco más, el conductor dio un volantazo y el borde del enorme parachoques golpeó de lleno contra el guardabarros delantero del Lincoln. El conductor de la furgoneta mantuvo el volante girado y obligó al otro a subirse a la acera. El coche arrancó hierba, redujo bruscamente la velocidad y finalmente colisionó de frente contra un árbol. Se oyó un estampido de metal retorcido y faros hechos añicos, y se formó una gran nube de humo. Las pequeñas hojas del árbol se agitaron y estremecieron en el apacible aire de la mañana.

A continuación, los dos sujetos de la furgoneta se apearon y abrieron fuego. Tenían pistolas ametralladoras negras y disparaban al Lincoln. El estruendo era ensordecedor, y vi arcos de esquirlas de metal lloviendo sobre el asfalto. Entonces los tipos abrieron de golpe las puertas del Lincoln. Uno se inclinó hacia el asiento de atrás y empezó a sacar al chico a rastras. El otro seguía descargando su arma contra el asiento delantero. Luego introdujo la mano en un bolsillo y sacó una especie de granada. La arrojó al interior del Lincoln, cerró las puertas de golpe, agarró a su compañero y al chaval por los hombros y los arrastró hasta ponerlos en cuclillas. Dentro del coche se produjo una explosión fuerte y luminosa. Las seis ventanillas saltaron en pedazos. Me hallaba a unos veinte metros y noté la sacudida en toda su intensidad. Volaron piedras y cristales por todas partes formando arcos iris contra el sol. De pronto, el tío que había lanzado la granada se incorporó rápidamente y se precipitó hacia el lado del acompañante de la furgoneta mientras el otro arrastraba al chico, lo metía dentro y él hacía lo propio.

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