© Lawrence Block, 1976.
© de la traducción: Antonio Iriarte, 2017.
© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2017.
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1
Octubre es prácticamente la mejor época del año para disfrutar de la ciudad. Los últimos calores del verano ya han pasado y la punzada del frío de verdad aún no se ha dejado sentir. Había llovido bastante en septiembre, pero eso ya había quedado atrás. El aire estaba un poco menos contaminado de lo normal y la temperatura fresca hacía que pareciese incluso más limpio.
Me detuve en una cabina telefónica en la Tercera Avenida, en el tramo donde la cruzan las calles cincuenta. En la esquina, una anciana echaba migas a las palomas y les dedicaba arrullos mientras comían. Tengo entendido que hay una ordenanza municipal que prohíbe dar de comer a las palomas. En el Departamento de Policía solíamos citarla de ejemplo cuando les explicábamos a los novatos que existen leyes que hay que hacer cumplir y leyes de las que te puedes olvidar.
Me metí en la cabina. Como cabía esperar, al menos una vez la habían tomado por un urinario público. Por lo menos el teléfono funcionaba. La mayoría funcionan hoy en día. Hace cinco o seis años, los teléfonos de las cabinas de la calle estaban casi todos averiados. Así que no todo va a peor en este mundo nuestro. De hecho, algunas cosas están mejorando.
Marqué el número de Portia Carr. Su contestador siempre se conectaba al segundo timbrazo, así que cuando el tono sonó por tercera vez, pensé que había marcado mal. Había empezado a dar por hecho que nunca estaría en casa cuando la llamara.
Y entonces contestó al teléfono:
—¿Sí?
—¿La señorita Carr?
—Sí, al habla.
El tono de su voz no era tan bajo como el de la grabación del contestador y el acento de Mayfair era menos perceptible.
—Me llamo Scudder —dije—. Me gustaría acercarme a verla. Estoy en el vecindario y...
—Lo siento mucho —me interrumpió—, pero me temo que ya no recibo. Gracias.
—Quisiera...
—¿Por qué no llama a otra?
Y colgó.
Encontré otra moneda de diez centavos y, cuando ya estaba a punto de echarla en la ranura y de volver a llamar, cambié de idea y me guardé la moneda en el bolsillo. Bajé caminando dos manzanas hacia el centro, y luego otra más en dirección este hasta el cruce de la Segunda Avenida con la calle Cincuenta y cuatro, donde localicé un bar con teléfono público desde el que se podía ver el portal de su edificio. Eché mi moneda de diez centavos en ese teléfono y marqué su número.
En cuanto descolgó me apresuré a decir:
—Me llamo Scudder y quiero hablarle de Jerry Broadfield.
Hubo un silencio.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Ya se lo he dicho. Me llamo Matthew Scudder.
—Usted es el que ha llamado hace un rato.
—Exacto. Y me colgó.
—Creí que...
—Ya sé lo que creyó. Me gustaría hablar con usted.
—Lo siento mucho, pero no concedo entrevistas.
—No soy de la prensa.
—¿Y qué es lo que busca entonces, señor Scudder?
—Lo sabrá cuando me reciba. Creo que sería mejor que me viera, señorita Carr.
—Pues yo más bien creo que no.
—No estoy muy seguro de que tenga elección. Estoy en la zona donde vive. Llegaré a su casa en cinco minutos.
—No, por favor. —Hizo una pausa—. Acabo de levantarme, ¿lo entiende? Tendrá que darme una hora. ¿Puede esperar una hora?
—Si no hay más remedio...
—Pásese dentro de una hora, en tal caso. Ya tiene la dirección, supongo.
Le dije que la tenía. Colgué y me senté en la barra con una taza de café y un bollo. Me puse de cara al ventanal, para poder vigilar su edificio, y la vi por primera vez justo cuando el café ya se había enfriado lo suficiente para poderlo tomar. Ya debía de estar arreglada cuando hablamos, porque tardó solo siete minutos en salir a la calle.
Reconocerla no tuvo demasiado mérito por mi parte. Era clavada a la descripción que tenía: la fiera melena pelirroja, la estatura. Ella le prestaba armonía al conjunto con la presencia majestuosa de una leona.
Me levanté y me dirigí a la puerta, aprestándome a seguir tras ella en cuanto viera qué dirección tomaba, pero vino derecha hacia la cafetería y franqueó la puerta. Me volví y regresé junto a mi taza de café.
Se fue derecha a la cabina telefónica.
Supongo que no debería haberme sorprendido. Se pinchan teléfonos con la frecuencia suficiente para que cualquiera que tenga actividades criminales o políticas asuma que todos los teléfonos están intervenidos y actúe en consecuencia. Las llamadas importantes o delicadas no debe uno hacerlas desde su propio teléfono. Y este era el teléfono público más próximo a su domicilio. Por eso lo había elegido yo y por eso mismo lo estaba utilizando ella.
Me acerqué un poco más a la cabina, solo para comprobar que, como ya me imaginaba, no me iba a servir de nada. Ni pude ver qué número marcaba, ni pude oír nada. Una vez que me quedaron claros estos extremos, pagué el café y el bollo, y me largué.
Crucé la calle y me dirigí a su casa.
Estaba jugándomela. Si ella terminaba su llamada y cogía un taxi, la perdería, y no quería perderla ahora. No después del tiempo que me había costado dar con ella. Quería saber a quién estaba llamando y, si luego iba a algún sitio, quería saber adónde y por qué.
Pero pensé que no tomaría ningún taxi. Ni siquiera llevaba bolso, y si hubiese querido ir a algún lado, probablemente hubiera pasado antes a recoger su bolso y a meter algo de ropa en una maleta. Y había arreglado las cosas conmigo para disponer de una hora de margen.
Así que me dirigí a su edificio y me topé con un tipejo de pelo blanco en el portal. Tenía unos inocentes ojos azules y un sarpullido de capilares rotos en los pómulos. Parecía sentirse muy orgulloso de su uniforme.
—Carr —le dije.
—Acaba de salir hace un minuto. Casi se la encuentra. No puede haber pasado más de un minuto.
—Ya lo sé.
Saqué la cartera y la abrí rápidamente. No había nada que ver en ella, ni siquiera una placa de agente federal de juguete, pero no importó. El gesto es lo que importa, eso y tener pinta de poli de entrada. El tipo vio un relámpago de cuero y quedó impresionado. Hubiera resultado de mala educación por su parte querer verlo más de cerca.
—¿Cuál es su apartamento?
—Espero que no me meta usted en líos.
—No, si se porta como es debido. ¿En qué apartamento se aloja?
—Cuarto G.
—Déjeme su llave maestra, ¿vale?
—Se supone que no me está permitido.
—Ajá. ¿Quiere que vayamos a la comisaría a hablarlo?
No quería. Lo que quería era que me fuera a paseo y reventara, pero no lo dijo. Me entregó su llave maestra.
—Estará de vuelta en un par de minutos. Ni se le ocurra decirle que estoy arriba.
—Esto no me gusta nada.
—Ni tiene por qué.
—Es una tía legal, siempre se ha portado bien conmigo.
—Es generosa en Navidad, ¿no?
—Es una persona muy agradable —dijo.
—Estoy seguro de que tenéis una relación estupenda. Pero dele el soplo y me enteraré, y no me gustará. ¿Me sigue?
—No voy a decirle nada.
—Y le devolveré su llave. No se preocupe por eso.
—Eso es lo de menos —dijo.
Subí en el ascensor hasta la cuarta planta. El apartamento G daba a la calle. Me senté al lado de la ventana y vigilé la entrada del café. Desde ese ángulo no podía distinguir si había alguien en la cabina telefónica o no, por lo que podía haberse marchado ya, haber dado la vuelta a la esquina y haber cogido un taxi, pero no creí que lo hubiese hecho. Esperé sentado en una silla, y al cabo de diez minutos más o menos salió de la cafetería y se quedó parada en la esquina, alta, corpulenta y llamativa.