Michael Connelly
El Vuelo del Ángel
Harry Bosch 6
(1999)
Para McCaleb Jane Connelly
La palabra sonó extraña en sus labios, como si la hubiera pronunciado otra persona. Su voz denotaba una inquietud que el propio Bosch no reconoció. El simple «hola» que había musitado a través del auricular estaba lleno de esperanza, casi de desesperación. Pero la voz que oyó no era la que necesitaba oír.
– ¿El detective Bosch?
Durante unos instantes Bosch se sintió como un estúpido. Se preguntó si su interlocutor habría notado el temblor en su voz.
– Soy el teniente Michael Tulin. ¿Es usted Bosch?
Ese nombre no significaba nada para Bosch, y la momentánea preocupación sobre cómo sonaba su propia voz se desvaneció para dar paso al terror.
– Sí, soy Bosch. ¿Qué pasa, qué ocurre?
– Un momento, le paso con Irving.
– Pero ¿qué…?
Su interlocutor colgó y se produjo un silencio. Bosch recordó entonces que Tulin era el ayudante de Irving. Bosch permaneció inmóvil, aguardando. Echó un vistazo a la cocina; sólo estaba encendida la tenue luz del horno. Sostuvo el auricular contra su oreja con una mano y se llevó la otra instintivamente al vientre; una mezcla de angustia y temor le habían producido un nudo en el estómago. Bosch contempló los relucientes dígitos del reloj del horno. Sólo habían transcurrido cinco minutos desde la última vez que lo había consultado. Esto no funciona así, se dijo Bosch. Esas cosas no las hacen por teléfono. Vienen a comunicártelo personalmente. Te lo dicen a la cara.
Por fin oyó la voz de Irving al otro lado del hilo telefónico.
– ¿El detective Bosch?
– ¿Dónde está ella? ¿Qué ha pasado?
Se produjo un angustioso silencio. Bosch cerró los ojos.
– Perdón, ¿cómo dice?
– ¿Qué ha sucedido? ¿Está… viva?
– No comprendo a qué se refiere, detective. Le llamo porque quiero que reúna cuanto antes a su equipo. Necesito que se encargue de una misión especial.
Bosch abrió los ojos. Miró por la ventana de la cocina hacia el oscuro cañón que discurría más abajo, frente a su casa. Recorrió con la vista la ladera de la colina que se extendía hacia la autopista y luego alzó la vista de nuevo hacia el cúmulo de luces de Hollywood que divisaba a través del espacio del paso de Cahuenga. Bosch se preguntó si cada luz significaría que había alguien despierto esperando a alguien que no iba a llegar. Bosch vio su imagen reflejada en la ventana. Estaba hecho polvo. Observó las profundas ojeras que se apreciaban incluso en el oscuro cristal.
– Tengo una misión para usted, detective -repitió Irving con impaciencia-. ¿Está dispuesto a trabajar o…?
– Estoy dispuesto. Disculpe, es que por un momento se me han cruzado los cables.
– Lamento haberle despertado, aunque supongo que ya debe de estar acostumbrado.
– Sí. No hay problema.
Bosch no dijo a Irving que su llamada no le había despertado, que llevaba un buen rato deambulando por la casa, esperando.
– Apresúrese, detective. Nos tomaremos un café aquí, en la escena del crimen.
– ¿La escena del crimen?
– Ya hablaremos cuando llegue. No quiero entretenerlo más. Avise a su equipo. Llame a sus hombres. Que se presenten en Grand Street, entre la Tercera y la Cuarta, en lo alto de Angels Flight. ¿Conoce el lugar?
– ¿Bunker Hill? No entiendo…
– Ya se lo explicaré aquí. Localíceme en cuanto llegue. Si estoy abajo, no hable con nadie antes de hacerlo conmigo.
– ¿Y la teniente Billets? Ella debería…
– Informaremos a la teniente de la situación. No perdamos más tiempo. Esto no es una petición, es una orden. Reúna a sus hombres y preséntese aquí. ¿Está claro?
– Sí, desde luego.
– Pues entonces le espero.
Irving colgó sin aguardar respuesta. Bosch se quedó un momento inmóvil, con el auricular pegado a la oreja, preguntándose qué habría ocurrido. Angels Flight era el pequeño funicular de Bunker Hill que transportaba a la gente colina arriba hacia el centro de la ciudad, lejos de los límites de la sección de homicidios de la División de Hollywood.
Si Irving tenía un cadáver en Angels Flight, la investigación recaería en la División Central. Si los detectives de la Central no podían hacerse cargo del caso por exceso de trabajo o problemas personales, o si consideraban que el asunto era demasiado importante o no convenía que los medios lo airearan, lo trasladarían al Departamento de Robos y Homicidios. El hecho de que un subdirector de la policía estuviera implicado en el caso antes del amanecer de un sábado indicaba esta última posibilidad. El hecho de que hubiera llamado a Bosch y a su equipo en lugar de a los chicos de Robos y Homicidios constituía un enigma. No sabía qué andaría haciendo Irving en Angels Flight, pero en cualquier caso el asunto no tenía sentido.
Bosch echó otro vistazo al oscuro desfiladero, apartó el auricular de la oreja y cerró el móvil. Tenía unas ganas tremendas de fumarse un cigarrillo, pero había conseguido resistir toda la noche sin fumar y no iba a rendirse entonces.
Bosch se apoyó en la mesa de la cocina. Contempló el teléfono que sostenía en la mano, volvió a encenderlo y oprimió el botón de memoria que le conectaría con el apartamento de Kizmin Rider. Después de hablar con ella llamaría a Jerry Edgar.
Aunque se resistía a reconocerlo, experimentó una sensación de alivio. Quizá no supiera lo que le aguardaba en Angels Flight, pero al menos eso le impedía pensar en Eleanor Wish.
Después de dos tonos, oyó la voz alerta de Rider.
– Hola Kiz, soy Harry -dijo Bosch-. Tenemos trabajo.
Bosch había quedado en reunirse con sus dos compañeros en la comisaría de la División de Hollywood para recoger los coches antes de dirigirse a Angels Flight. Mientras bajaba por la colina hacia la comisaría había sintonizado la KFWB y había oído la noticia de que se estaba investigando un homicidio en el lugar del histórico funicular.
Desde la escena del crimen, un reportero explicó que se habían hallado dos cadáveres dentro de uno de los coches del funicular y que varios miembros del grupo de Robos y Homicidios se habían personado en el lugar de los hechos. Pero ésos eran los únicos pormenores que facilitó el periodista, quien añadió que la policía había acordonado con cinta amarilla una zona increíblemente amplia alrededor del lugar del crimen, que le impedía acercarse para obtener más detalles. Al llegar a la comisaría, Bosch comunicó esta escueta noticia a Edgar y a Rider mientras firmaban la solicitud para sacar tres vehículos del garaje.
– Por lo visto vamos a tener que hacerles el trabajo sucio a los de Robos y Homicidios -observo Edgar, molesto de que le hubieran despertado de un sueño profundo y de tener que trabajar probablemente todo el fin de semana-. Para nosotros el curro, para ellos los honores, y encima este fin de semana ni siquiera estábamos de guardia. Si Irving necesita a gente de la División de Hollywood, ¿por qué no ha llamado al equipo de Rice?
A Edgar no le faltaba razón. Aquel fin de semana el equipo Uno -Bosch, Edgar y Rider- ni siquiera formaba parte del grupo de rotación. Si Irving hubiera seguido el procedimiento normal, habría llamado a Terry Rice, el jefe del equipo Tres, que era el primero de la lista de rotación. Pero Bosch había deducido que Irving no seguía el procedimiento normal, puesto que le había llamado a él directamente antes de informar a su supervisora, la teniente Grace Billets.
– Descuida, Jerry -dijo Bosch, acostumbrado a las quejas de su compañero-, dentro de un rato podrás preguntárselo personalmente al jefe.
– Sí, hombre, y me pasaré los próximos diez años en el Puerto. ¡No te jode!
– Hey, que la División del Puerto es un chollo -dijo Rider para tomarle el pelo. Ella sabía que Edgar vivía en el valle de San Fernando y que un traslado a la División del Puerto significaba que cada día tendría que recorrer un trayecto de hora y media de ida y hora y media de vuelta, la perfecta terapia de autopista, el método que empleaban los jefes para castigar a los polis descontentos y problemáticos-. Allí sólo se ocupan de seis o siete homicidios al año.
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