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Michael Connelly - La oscuridad de los sueños

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La oscuridad de los sueños: resumen, descripción y anotación

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Jack McEvoy tiene los días contados como periodista de sucesos; sus momentos de gloria languidecen y su nombre se baraja en las listas de recortes previstos por Los Angeles Times. Sin embargo, guarda todavía un último cartucho: la redacción de la que pretende que sea la crónica criminal más impactante de su carrera. Para ese propósito, elige a Alonzo Winslow, un drogadicto de dieciséis años encarcelado tras confesar la autoría del asesinato de una joven hallada estrangulada en el maletero de un coche. Jack quiere escribir acerca de la negligencia y la injusticia social que convirtieron a Winslow en un asesino. Al adentrarse en la historia, descubre que la confesión del chico es falsa y sospecha que es inocente. Tras vincular el asesinato del maletero de Los Ángeles con otro acontecido en Las Vegas, McEvoy se ve ante el reportaje más espectacular de su carrera desde que el Poeta se cruzara con él años atrás. Una vieja amiga del pasado se une a la investigación; se trata de la agente del FBI, Rachel Walling. Juntos le pisarán los talones a un psicópata que lleva demasiado tiempo actuando a la sombra del radar del FBI y la policía.

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Michael Connelly La oscuridad de los sueños Traducción de Javier Guerrero - photo 1

Michael Connelly

La oscuridad de los sueños

Traducción de Javier Guerrero

Título original: The Scarecrow

© 2011, Michael Connelly

Acerca del autor

Michael Connelly decidió ser escritor tras descubrir la obra de Raymond Chandler. Con ese objetivo, estudió periodismo y narración literaria en la Universidad de Florida. Durante años ejerció como periodista de sucesos para dedicarse después la escritura.

El detective Harry Bosch, a quien presentó en su primera obra, El eco negro, protagoniza la mayoría de sus novelas posteriores, de las que cabe destacar: El poeta, Deuda de sangre o Más oscuro que la noche. Además de La oscuridad de los sueños, Rocaeditorial ha publicado Echo Park, El observatorio, El veredicto y Nueve dragones. Asimismo está recuperando la obra anterior del autor en su colección de bolsillo.

La obra de Connelly ha sido traducida a 35 idiomas y ha recibido numerosos premios, entre ellos el Pepe Carvalho, el Edgar o el Maltese Falcon.

Más información en www.michaelconnelly.com

A James Crumley por El último buen beso

Capítulo 1

La granja

Carver paseaba por la sala de control, vigilando el frente de las cuarenta. Las torres se extendían ante él en filas bien definidas. Zumbaban de un modo tan silencioso y eficiente que incluso con todo lo que sabía, no pudo por menos que maravillarse ante lo que la tecnología había forjado. Tanto en tan poco espacio. No era un simple reguero de datos, sino un torrente desbocado de información que fluía a su lado día tras día y crecía delante de él en altos tallos de acero. Lo único que tenía que hacer era estirar la mano, mirar y elegir. Era como cribar oro.

Pero más fácil.

Comprobó los indicadores de temperatura situados en el techo. Todo funcionaba a la perfección en la sala de los servidores. Bajó la mirada a las pantallas de las estaciones de trabajo que tenía delante. Sus tres ingenieros trabajaban al alimón en el proyecto actual: un intento de intrusión desbaratado por el talento y el ingenio de Carver. Era el momento de ajustar cuentas.

El aspirante a intruso no había logrado franquear los muros de la granja, pero había dejado sus huellas por doquier. Carver sonrió al observar a sus hombres recuperando las migas de pan, localizando la dirección IP a través de los nodos de tráfico de datos en una persecución a alta velocidad que los llevaría al origen. Pronto sabría quién era su oponente, para qué empresa trabajaba, qué había estado buscando y cuál era el beneficio que esperaba obtener. Y se vengaría de un modo que dejaría al desventurado rival apabullado y destruido. Carver no mostraba misericordia. Jamás.

Desde el techo sonó el zumbido de alerta de la puerta de seguridad.

– Pantallas -dijo Carver.

Los tres jóvenes que ocupaban las estaciones de trabajo teclearon una serie de órdenes al unísono para esconder su actividad a los visitantes. Se abrió la puerta de la sala de control y Mc Ginnis entró con un hombre trajeado al que Carver nunca había visto.

– Esta es nuestra sala de control y a través de esas ventanas puede ver lo que llamamos el «frente de las cuarenta»-dijo Mc Ginnis-. Todos nuestros servicios de alojamiento web, lo que llamamos hosting, se concentran aquí; es donde se guardarían los datos de su empresa. Contamos con cuarenta torres que albergan casi mil servidores dedicados a ello. Y, por supuesto, hay sitio para más: nunca nos quedaremos sin espacio.

El hombre trajeado asintió con ademán reflexivo.

– No me preocupa el espacio. Nuestra preocupación es la seguridad.

– Sí, por eso hemos entrado en esta sala. Quería presentarle a Wesley Carver; se ocupa de varias cosas por aquí. Es nuestro jefe de tecnología, así como nuestro mejor experto en control de amenazas y el diseñador del centro de datos. Él le dirá todo lo que necesite saber sobre seguridad de hosting.

Otro numerito para impresionar al cliente. Carver estrechó la mano del hombre trajeado, al que le presentaron como David Wyeth, del bufete de abogados Mercer & Gissal de Saint Louis. Sonaba a camisas blancas almidonadas y americanas de mezclilla. Carver se fijó en que Wyeth tenía una mancha de salsa barbacoa en la corbata. Cuando llegaban a la ciudad, Mc Ginnis los llevaba a comer a Rosie’s Barbecue.

Carver representó su número de memoria, explicando a Wyeth todos los detalles y diciendo todo lo que aquel abogado de clase alta quería oír. Wyeth estaba en una misión de barbacoa y due diligence; volvería a Saint Louis e informaría de lo mucho que le habían impresionado. Les diría que ese era el camino que debían seguir si el bufete quería mantenerse al día con las nuevas tecnologías y los tiempos cambiantes.

Y Mc Ginnis conseguiría otro contrato.

Mientras hablaba, Carver no dejaba de pensar en el intruso al que habían estado persiguiendo; no podía imaginarse la que se le venía encima. Carver y sus jóvenes discípulos vaciarían sus cuentas bancarias personales, adoptarían su identidad y ocultarían fotos de hombres manteniendo relaciones sexuales con niños de ocho años en su ordenador del trabajo. Luego él lo estropearía con un virus y, cuando el intruso no pudiera arreglar el ordenador, llamaría a un experto. Se encontrarían las fotos y avisarían a la policía.

El intruso no volvería a ser una preocupación. Otra amenaza mantenida a raya por el Espantapájaros.

– ¿Wesley? -dijo Mc Ginnis.

Carver salió de su ensueño. El hombre trajeado había hecho una pregunta. Carver ya había olvidado su nombre.

– ¿Disculpe?

– El señor Wyeth ha preguntado si alguna vez han accedido al centro de datos.

Mc Ginnis estaba sonriendo, porque ya conocía la respuesta.

– No, señor, nunca han entrado en el sistema. Para ser sincero, ha habido algunos intentos. Pero han fracasado, con consecuencias desastrosas para aquellos que lo intentaron.

El hombre del traje sonrió sombríamente.

– Representamos a la flor y nata de Saint Louis -explicó-. La integridad de nuestros archivos y de nuestra lista de clientes es capital para todo lo que hacemos. Por eso estoy aquí en persona.

«Por eso y por el club de strippers al que te llevará Mc Ginnis», pensó Carver, aunque no lo dijo. Se limitó a sonreír, pero no había calidez alguna en su sonrisa. Estaba contento de que Mc Ginnis le hubiera recordado el nombre del hombre del traje.

– No se preocupe, señor Wyeth -dijo-. Sus cosechas estarán a salvo en esta granja.

Wyeth le devolvió la sonrisa.

– Es lo que quería oír -dijo.

Capítulo 2

El Ataúd de Terciopelo

Todos los ojos de la redacción me siguieron cuando salí de la oficina de Kramer y volví a mi cubículo. Las prolongadas miradas hicieron que el camino fuese muy largo. Siempre repartían las rosas los viernes y todos sabían que acababan de dármela; si bien las cartas de despido ya no iban en papeles de color rosado. Ahora era un formulario RP: reestructuración de plantilla.

Todos sintieron un leve cosquilleo de alivio porque no les había tocado a ellos y un leve cosquilleo de ansiedad porque sabían que nadie estaba a salvo todavía. Cualquiera podía ser el siguiente.

Rehuí todas las miradas al pasar bajo el cartel de la sección de Metropolitano para dirigirme de nuevo a los cubículos. Entré en el mío y me senté para desaparecer del campo visual de la redacción como un soldado que se lanza a una trinchera.

Inmediatamente sonó mi teléfono. En la pantalla vi que llamaba mi amigo Larry Bernard. Solo estaba a dos cubículos de distancia, pero sabía que venir a verme en persona habría sido una clara señal para que otros periodistas de la sala de redacción se reunieran en torno a mí y preguntaran lo obvio. Los periodistas trabajan mejor en manada.

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