Capítulo 1
En los pasillos del juzgado federal del distrito, en el centro de Los Ángeles, no hay bancos. No hay donde sentarse. Al que se le ocurre apoyarse en la pared y dejar resbalar la espalda para posar el trasero en el frío suelo de mármol se le echa encima el primer alguacil que pasa. Y los alguaciles siempre andan por los pasillos, controlando.
La falta de hospitalidad se debe a que el gobierno federal no quiere que su tribunal dé la impresión de que la justicia puede ser lenta o inexistente. No quiere gente sentada en los pasillos, ni en bancos ni en el suelo, no quiere gente esperando con ojos cansados a que se abran las puertas de las salas y se inicien las vistas de sus casos o de los casos de sus seres queridos que han sido encarcelados. Bastante hay con lo que ocurre al otro lado de Spring Street, en el edificio del Tribunal Penal del Condado. Día tras día, los bancos de todos los pisos están abarrotados de personas que esperan. Sobre todo son mujeres y niños, cuyos maridos o padres o novios están en prisión preventiva. La gran mayoría son negros o hispanos. Los bancos recuerdan a botes salvavidas llenos de gente que es arrojada a la deriva, las mujeres y los niños primero. Y esperando, siempre esperando a ser encontrados. Refugiados del mar, los llaman los listillos del juzgado.
Harry Bosch rumiaba sobre estas diferencias mientras se fumaba un cigarrillo de pie en los escalones de la entrada principal del tribunal federal. Porque eso era lo otro. No se podía fumar en los pasillos. Así que tenía que bajar por la escalera mecánica y salir a la calle durante los recesos del juicio. En el exterior, detrás de la base de hormigón de la estatua de la mujer con los ojos vendados que sostiene la balanza de la justicia, había un cenicero lleno de arena. Bosch miró la estatua; nunca conseguía recordar su nombre. La Señora de la Justicia. Algún nombre griego, pensó, pero no estaba seguro. Volvió a desdoblar el diario y releyó el artículo.
Desde hacía algún tiempo, por las mañanas sólo se leía la sección de deportes, concentrando toda su atención en las páginas finales, donde se publicaban los resultados y las estadísticas actualizadas. Por algún motivo, las columnas de cifras y porcentajes le resultaban tranquilizadoras. Eran algo claro y conciso, una expresión de orden absoluto en un mundo caótico. Enterarse de quién había anotado más home runs, los Dodgers le hacía sentir que de algún modo seguía conectado con la ciudad, y con su propia vida.
Pero ese día había dejado la sección de deportes en el maletín, que estaba bajo la silla, en la sala de vistas. Lo que tenía en sus manos era la sección metropolitana del Los Angeles Times. Había doblado cuidadosamente la sección en cuatro, de la forma en que lo hacen los conductores para poder leer mientras circulan. El artículo sobre el caso ocupaba una de las esquinas inferiores de la primera página de la sección. Lo leyó una vez más y una vez más sintió que se ponía colorado al leer acerca de sí mismo.
Empieza el juicio sobre el «disparo del peluquín»
por Joel Bremmer, de la redacción del Times
Hoy se inicia un inusual caso de derechos civiles en el que un detective de policía de Los Ángeles está acusado de haber hecho un uso excesivo de la fuerza hace cuatro años, cuando disparó y mató a un presunto asesino en serie en el momento en que creyó que éste estaba sacando una pistola. En realidad el supuesto asesino estaba buscando su peluquín.
El detective de policía Harry Bosch, 43, será juzgado en el tribunal federal del distrito por la demanda que interpuso la viuda de Norman Church, un trabajador aeroespacial a quien Bosch causó la muerte de un disparo en el climax de la investigación de los asesinatos del llamado Fabricante de Muñecas.
La policía llevaba entonces casi un año buscando a un asesino en serie bautizado así por los medios de comunicación porque utilizaba maquillaje para pintar las caras de sus once víctimas. La muy publicitada persecución del sospechoso estuvo marcada por el envío de poemas y notas al detective Bosch y al Times.
Tras la muerte de Church, la policía anunció que disponía de pruebas incuestionables de que el ingeniero mecánico era el asesino.
Bosch fue suspendido y posteriormente trasladado de la unidad especial de robos y homicidios del Departamento de Policía de Los Angeles a la brigada de homicidios de la División de Hollywood. Al comentar la degradación, la policía argumentó que Bosch fue sancionado por errores de procedimiento, como el hecho de que no solicitara refuerzos en el apartamento de Silverlake, donde se produjo el disparo fatal.
Los portavoces de la policía sostuvieron que la muerte de Church no se debió a un disparo indebido.
Puesto que el fallecimiento de Church impidió la celebración de un juicio, gran parte de las pruebas recopiladas por la policía no se han hecho públicas bajo juramento. El juicio federal probablemente cambiará este hecho. Se espera que hoy finalice el proceso de selección del jurado, que se ha prolongado una semana, y que se abra el juicio con las exposiciones iniciales de los letrados.
Bosch tuvo que volver a doblar el diario para continuar leyendo el artículo en una página interior. La visión de su foto le distrajo por un momento. Era una vieja instantánea, la misma que figuraba en la tarjeta de identificación del departamento, no demasiado diferente a las del archivo policial. A Bosch le molestó más la foto que el artículo, pues consideraba que publicarla era una invasión de su intimidad. Trató de concentrarse en el texto.
A Bosch lo defenderá la fiscalía pública porque el disparo se produjo mientras se hallaba en acto de servicio. Si la demandante gana el juicio serán los ciudadanos quienes pagarán y no Bosch.
La mujer de Church, Deborah, está representada por la abogada de derechos civiles Honey Chandler, especializada en casos de abusos policiales. En una entrevista concedida la semana pasada, Chandler aseguró que tratará de demostrar al jurado que Bosch actuó de manera tan imprudente que el disparo fatal que acabó con la vida de Church fue inevitable.
«El detective Bosch se estaba haciendo el héroe y un hombre resultó muerto — dijo Chandler—. No sé si simplemente fue temerario o bien se trata de algo más siniestro, pero lo descubriremos en el juicio.»
Ésa era la frase que Bosch había leído y releído seis veces desde que había comprado el periódico durante el primer receso. Siniestro. ¿Qué quería decir con eso? Había tratado de no permitir que le afectara, consciente de que Chandler no estaba por encima de usar una entrevista en la prensa para crear presión psicológica, pero, de todos modos, lo sintió como un aviso de lo que se avecinaba.
Chandler asegura que también se propone cuestionar las pruebas policiales de que Church era el Fabricante de Muñecas. La abogada sostiene que Church, padre de dos hijas, no era el asesino en serie que la policía buscaba y que lo etiquetaron así para cubrir el crimen de Bosch.
«El detective Bosch mató a un hombre inocente a sangre fría —dijo Chandler—. Lo que vamos a hacer en este juicio de derechos civiles es lo que el departamento de policía y la oficina del fiscal rechazaron hacer: anunciar la verdad y hacer justicia con la familia de Norman Church.»
Bosch y el ayudante del fiscal municipal Rodney Belk, que actúa de abogado defensor, declinaron hacer declaraciones para este artículo. El caso durará una o dos semanas y se espera que junto con Bosch testifiquen en este caso...
— ¿Una moneda, amigo?
Bosch levantó la cabeza del diario y vio el rostro mugriento pero familiar del indigente que había hecho de la puerta del tribunal su territorio. Bosch lo había visto allí todos los días durante la semana del proceso de selección del jurado, haciendo sus rondas en busca de monedas y cigarrillos. El hombre llevaba pantalones de pana y una chaqueta de mezclilla raída encima de dos jerséis. Cargaba sus pertenencias en una bolsa de plástico y agitaba un vaso grande delante de la gente al tiempo que solicitaba una moneda. También llevaba siempre un bloc amarillo lleno de anotaciones.