Francisco García Pavón
Historias de Plinio
(A manera de prólogo)
© F. García Pavón, 1972
A mi hijo Javier,
que sueña con pistolas
y policías prodigiosos.
En España nunca creció de manera vigorosa y diferenciada la novela policíaca y de aventuras. Lectores hay a miles. Transcriptores, simuladores y traductores de las novelas policíacas de otras geografías, a cientos. Nuestra literatura de cordel y crónica negra cuenta desastres y escatologías para todos los gustos y medidas; sin embargo, al escritor español, tan radical en sus gustos y disgustos, nunca le tentó este género que, tratado con arte e intención, podía haber alumbrado muchas parcelas de nuestra vida y distraído a infinitos lectores.
Yo siempre tuve la vaga idea de escribir novelas policíacas muy españolas y con el mayor talento literario que Dios se permitiera prestarme. Novelas con la suficiente suspensión para el lector superficial que sólo quiere excitar sus nervios y la necesaria altura para que al lector sensible no se le cayeran de las manos.
Conocía un ambiente entre rural y provinciana muy bien aprendido: el de mi pueblo, Tomelloso Unos tipos, costumbres y verbo popular que asomaron en mis libros más queridos: Cuentos de mamá, Cuentos republicanos y Los liberales. Sólo me faltaba encontrar al «detective», ya que los «cacos» se me darían por añadidura. A falta de imaginación, me bastaría recordar averías humanas y crímenes de por aquellas tierras que oí contar muchas veces y que algunas fueron afamadas en romances de ciego.
Desgraciadamente en mi pueblo nunca hubo un policía de talla, es natural. Pero sí hubo un cierto jefe de la Guardia Municipal, cuyo físico, ademanes, manera de mirar, de palparse el sable y el revólver, desde chico me hicieron mucha gracia. El hombre, claro está, no pasó en su larga vida de servir a los alcaldes que le cupieron en suerte y apresar rateros, gitanos y placeras. Pero yo, observándole en el Casino o en la puerta del Ayuntamiento, daba en imaginármelo en aventuras de mayor empeño y lucimiento.
Por fácil concatenación, hace pocos años se me ocurrió que mi «detective» podría ser aquel jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso, que en seguida bauticé como Plinio, E intenté mi primera salida aplicándolo a desentrañar el famoso caso de las «Cuestas del hermano Diego», que me habían referido tantas veces camino de Manzanares, en cuyo «carreterín» se encuentran. Así surgió mi novela breve titulada Los carros vacíos, publicada por «Alfaguara», en su colección «La novela popular».
Como la crítica me alabó el invento, inmediatamente escribí dos novelitas más: El carnaval y El charco de sangre, que componen este tomo. Aunque estos últimos «casos» son completamente imaginados, procuro retratar o reinventar tipos reales o propios del ambiente. Casos y tipos en proporción con el marco popular y la modesta ejecutoria de mi «agente» Plinio.
Si a ustedes les gustan estas andanzas de Manuel González, alias Plinio, y su amigo don Lotario, el veterinario, creo que me animaré a sacar nuevas páginas de sus modestas y grandes historias . Y si las rechazan, las pondré en la alacena del olvido, en espera de que salga otro escritor con más pluma capaz de lograr este tipo de novela policíaca española que yo pretendo… Lo que nadie podrá negar es la nobleza de mi empeño.
F. García Pavón
EL CARNAVAL
Cuando Manuel González, alias Plinio, el jefe de la Policía Municipal, a través de un año de investigaciones sin cuento y de sucesos extraños concluyó con éxito su trabajo, pudo reconstruir de la siguiente manera parte de los hechos ocurridos en la villa de Tomelloso la tarde del Domingo de Piñata de 1925.
Aproximadamente a las seis de la tarde, una persona con un abultado lío de ropa bajo el brazo llegó a un cuartillejo derruido que había en una de las eras que flanquean el paseo del cementerio. Entre sus paredones mutilados había cenizas, piedras ahumadas y cajones de caballería. Por las noches debían de guarecerse allí gitanos u otras gentes trashumantes. En aquel día último y más furioso del carnaval, los paseos del cementerio aparecían completamente desiertos. Bajo un cielo opaco, los árboles cabeceaban al ritmo de un viento persistente y frío. Al final de los paseos, el cementerio. Sobre sus tapias asomaban puntas de cipreses, cruces y la bóveda de algún panteón. Bien muertos estaban los muertos en aquel día de vida desenfrenada. Parecía que a aquel gran solar de los tristes ya no iría nunca nadie.
La persona que sólo conocía Plinio, durante unos minutos estuvo oculta entre los lienzos de tapial mutilado. Al cabo de ellos salió completamente cambiada. Había deformado su cuerpo poniéndose algo alto sobre la cabeza y envolviendo toda su fábrica humana y postiza con una sábana, atada arriba con una cinta roja. La cara cubierta con una media negra, asomaba apenas, como entre cortinas, tras las dos alas de sábana que la máscara sujetaba con las manos, a su vez cubiertas con unos guantes de lana roja bordados en verde. La máscara llevaba un bastón de hierro.
A cierta distancia era difícil adivinar si aquella máscara era hombre o mujer. Tal era la deformación de su cuerpo, añadido por arriba y abultado por todos lados; y tal lo completo de su disfraz.
Ya fuera del cuartillejo y en plena era, aquella fantasmal -por lo ensabanada- máscara echó a andar con la mayor decisión calle del Campo abajo. Marchó silenciosa, con paso decidido, sin dar broma a nadie. Parecía que mejor que a máscaras iba a algo más concreto.
La verdad es que por la calle del Campo no había demasiado carnaval. Algunas máscaras que salían de su casa camino del centro; chiquillos cansados de arrastrar sus capisayos que hablaban ya en civil y sin quirio de máscara; y algún desdichado que montado en su mula aderezada con mantas viejas y con una palangana en la cabeza a manera de yelmo, espuerta al brazo en lugar de rodela y caña de mirasol en ristre, iba calle adelante al paso contenido de su andadura, canturreando un fandanguillo flamenco en espera de sitio adecuado para su acción.
Por las esquinas, muy ligera, al encabritado compás de su pasodoble bandurriero, pasó una estudiantina con trajes negros y coronas de flores. El pandetóforo se buscaba los calambres del codo con su parche, y algunos tunos, sin instrumento, quedaban retrasados ofreciendo las coplas impresas de su música.
Cuanto más se aproximaba la máscara a la plaza, mayor era el bullicio y la concentración. Resultaba trabajoso andar. Había que sortear con dificultad los grupos de máscaras y gentes sin disfraces que se formaban en todos sitios con cualquier pretexto. Ya en la plaza era imposible dar un paso. La gente se arremolinaba sin orden ni dirección. Entre el vocerío y los gritos de las máscaras, a veces, sin saber de dónde procedía, llegaba el redoble de un tambor, el tocar de un cencerro, o los ahogados acordes de una orquesta de cuerda. Desde el balcón del Ayuntamiento, por ejemplo, la plaza presentaba el aspecto de una enorme tortilla formada de cabezas tocadas con colorines, que se movían sin cesar en todas direcciones.
En un rincón de la plaza, junto a la «Posada de los Portales», estaba parado un carro grande. En torno a él había mucha gente. En la parte trasera había un tabladillo separado del interior por unas cortinas. A este tabladillo, como si fuera escenario, salían unos mozos vestidos de manera caprichosa, con la cara pintada de tizne o pimentón, que recitaban por turno unas escenas en versos ripiosos. Estas piezas bárbaras habían sido compuestas por ellos mismos -gañanes- en sus noches de quintería para hacerlas en carnaval.
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