Dorothy L. Sayers
Los nueve sastres
Título original: The Nine Tailors
© de la traducción: Mireia Terés Loríente
Un breve repique
de Kent Treble
Bob Major
(Dos series)
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Después de la primera serie
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Campana guía: la octava
Tócala por el centro con un doble, por delante,
por detrás y a la derecha de nuevo.
Repetir una vez.
Troyte
Repican las campanas
El rollo de cuerda que se necesita sujetar en la mano antes y durante el repique de las campanas siempre desconcierta un poco a los principiantes; se les puede caer en la cara o alrededor del cuello (¡y entonces podrían ahorcarse!).
On Change-Ringing
Troyte
– ¡No hay nada que hacer! -exclamó lord Peter Wimsey.
El coche estaba allí, estropeado y ridículo, con el morro hundido en la cuneta y las ruedas traseras hacia arriba en el terraplén, como si hiciera todo lo posible por anclarse en el suelo cavándose una madriguera debajo de los ventisqueros de nieve. Estudiando el terreno a través de las ráfagas de nieve, Wimsey dedujo cómo se había producido el accidente. El puente, que era muy estrecho y estaba lleno de baches, y desde donde había muy poca visibilidad, cruzaba el riachuelo que recogía el agua de los desagües por la derecha y descendía hasta la estrecha carretera que pasaba por encima del dique. Al cruzar el puente demasiado deprisa, y con la poca visibilidad que había por la tormenta de nieve que venía del este, se había salido de la carretera y había ido a parar a la cuneta, donde las oscuras espinas de un seto iluminado por los faros del coche le dieron la bienvenida.
A la derecha y a la izquierda, por delante y por detrás, lo único que se veía era un terreno pantanoso. Eran las cuatro pasadas del día de Nochevieja y la nieve que había estado cayendo toda la jornada había teñido el cielo de un color gris brillante, como si fuera de plomo.
– Lo siento -dijo Wimsey-. Bunter, ¿dónde crees que estamos?
El sirviente consultó un mapa iluminándolo con una linterna.
– Señor, creo que hemos salido de la carretera principal en Leamholt. Así que, a menos que esté muy equivocado, debemos estar cerca de Fenchurch St Paul.
Mientras hablaba, oyeron el sonido, camuflado por la nieve, de las campanas de una iglesia que indicaban la hora; tocó el cuarto.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó Wimsey-. Si hay una iglesia, habrá civilización. Tendremos que caminar un poco. Deja las maletas aquí, ya enviaremos a alguien a por ellas. ¡Brrr! ¡Qué frío! Apuesto a que cuando Kingsley recibió a los salvajes del nordeste estaba sentado junto a la chimenea y comiendo bollos. Yo me conformaría con un solo bollo. La próxima vez que acepte la hospitalidad por la tierra de los pantanos, intentaré que sea verano, o vendré en tren. El sonido de las campanas venía de ahí delante, creo. La iglesia debería estar en esa dirección.
Se arrebujaron en los abrigos y apartaron la cara de la nieve y el viento. A su izquierda, el riachuelo bajaba muy recto, como si lo hubieran dibujado con una regla, oscuro y silencioso, con una empinada orilla a cada lado que se hundía bajo esas aguas lentas e implacables. A la derecha tenían unos setos entre los cuales se alzaba algún que otro álamo y sauce. Caminaron en silencio, con la nieve golpeándoles la cara. Al final de un solitario kilómetro, vislumbraron el delgado perfil de un molino de viento al otro lado de la orilla, pero no había ningún puente que cruzara el riachuelo ni tampoco se veía luz.
Después de medio kilómetro más llegaron a una señalización y una carretera secundaria que doblaba a la derecha. Bunter encendió la linterna, enfocó el poste y leyó: Fenchurch St Paul.
No había ninguna otra indicación; delante de sí, la carretera y el dique avanzaban paralelos hacia una eternidad invernal.
– Vamos a Fenchurch St Paul -dijo Wimsey.
Empezó a caminar hacia la carretera secundaria y, mientras lo hacía, volvieron a oír las campanas, esta vez más cerca, que marcaban el tercer cuarto.
Anduvieron unos cientos de metros más en soledad y al final dieron con el primer signo de vida en medio de aquel desierto helado: a su izquierda vieron el tejado de una granja, un poco alejada de la carretera, y a la derecha, un pequeño edificio cuadrado que era como una caja de ladrillos con una enseña, que chirriaba al viento, donde se leía: taberna. Delante de la puerta había un viejo coche y, detrás de las persianas rojas, se veía luz en la planta baja y el primer piso.
Wimsey fue hasta la puerta y la abrió. No estaba cerrada con llave.
– ¿Hay alguien? -preguntó.
De una habitación contigua apareció una mujer de mediana edad.
– Todavía no hemos abierto -dijo secamente.
– Le ruego que me perdone. Hemos tenido un accidente con el coche. ¿Podría indicarnos…?
– Oh, lo siento, señor. Creía que era un cliente. ¿Un accidente? Es terrible. Entren. Siento el desorden…
– ¿Qué ocurre, señora Tebbutt? -dijo una voz agradable y educada y, cuando Wimsey siguió a la mujer hasta un pequeño salón, vio que se trataba de un hombre de edad avanzada.
– Estos señores han tenido un accidente con el coche.
– ¡Dios mío! -exclamó el párroco-. ¡Con este día! ¿Puedo ayudarlos en algo?
Wimsey le explicó que el coche estaba en la cuneta y que necesitarían cuerdas y algún vehículo que lo arrastrara para dejarlo otra vez en la carretera.
– ¡Dios mío! -repitió el párroco-. Debe de haber sido al salir de Frog's Bridge, supongo. Es un lugar muy peligroso, sobre todo cuando oscurece. Veremos qué podemos hacer. Permítanme que los lleve hasta el pueblo.
– Es usted muy amable, señor.
– No es nada. Les prepararé un poco de té. Estoy seguro de que querrán algo para entrar en calor. Confío en que no tendrán prisa por llegar a su destino. Nos encantaría que se quedaran con nosotros esta noche.
Wimsey se lo agradeció pero dijo que no quería abusar de su hospitalidad.
– Será un gran placer -repuso cortésmente el párroco-. Como no solemos tener mucha compañía por aquí, le aseguro que a mi mujer y a mí nos hará un gran favor.
– En tal caso… -respondió Wimsey.
– Excelente, excelente.
– Le estoy muy agradecido. Aunque pudiéramos recuperar el coche hoy, me temo que el eje se ha torcido, y nos hará falta que un mecánico lo arregle. ¿No podríamos alojarnos en algún hostal? Estoy realmente avergonzado…
– Señor, le ruego que no le dé más vueltas. Estoy seguro de que la señora Tebbutt estaría encantada de alojarlos aquí y se encontrarían realmente muy cómodos, pero su marido está en la cama con esta terrible gripe, mucho me temo que se ha extendido por el pueblo una especie de epidemia, y no creo que sea conveniente que se queden aquí, ¿no es cierto, señora Tebbutt?
– Bueno, señor, no sé si nos las arreglaríamos muy bien, y el Red Cow sólo tiene una habitación…
– No, no -se apresuró a intervenir el párroco-. Al Red Cow no. La señora Donnington ya tiene huéspedes. Además, no aceptaré una negativa. Debe venir conmigo a la vicaría. Tenemos espacio más que suficiente; en realidad, tenemos demasiado espacio. Por cierto, me llamo Venables, debería haberme presentado antes. Soy, como debe haber deducido, el párroco.
– Es usted muy amable, señor Venables. Si no les ocasionamos ninguna molestia, aceptamos gustosos su invitación. Me llamo Wimsey, tome mi tarjeta, y él es mi sirviente, Bunter.
El párroco buscó a tientas las gafas y, después de desenredar el cordón, se las colocó bastante torcidas en la larga nariz para observar la tarjeta de Wimsey.
– Lord Peter Wimsey, eso es. ¡Dios mío! Su nombre me suena. Está relacionado con… ¡Ah! ¡Ya sé!
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