P. D. James
La Sala Del Crimen
The Murder Room, 2003
Adam Dalgliesh
Para mis dos yernos,
Lyn Flook y
Peter Duncan McLeod
Tiempo presente y tiempo pasado
se hallan, tal vez, presentes en el tiempo futuro,
y el futuro incluido en el tiempo pasado.
T. S. Eliot, Burnt Norton
Ante todo, debo pedir disculpas a todos los amantes de Hampstead Heath y al Ayuntamiento de Londres por mi temeridad al ubicar el ficticio Museo Dupayne en el ámbito de estas hermosas y veneradas hectáreas. Otras de las ubicaciones mencionadas en la novela también son reales y los conocidos casos de asesinato exhibidos en la Sala del Crimen del museo fueron verídicos. Asimismo, cabe hacer hincapié en que el Museo Dupayne, los miembros de su consejo de administración, el personal, los voluntarios y visitantes sólo existen en mi imaginación, al igual que el Swathling’s College y los demás personajes de la historia. También debería pedir disculpas por orquestar interrupciones temporales del servicio del metro de Londres y de la línea ferroviaria entre Cambridge y Londres, pero es posible que a los usuarios del transporte no les resulte demasiado difícil dar credibilidad a este recurso de la ficción.
Como de costumbre, estoy en deuda con la doctora Ann Priston, OBE del Servicio de Ciencias Forenses, y con mi secretaria, la señora Joyce McLennan. También quiero agradecer al señor Andrew Douglas, agente de investigación de incendios del Servicio de Ciencias Forenses, por su inestimable ayuda al instruirme sobre el procedimiento de investigación de incendios de origen sospechoso.
P. D. James
Libro primero . Las personas y el lugar
Viernes 25 de octubre – Viernes 1 de noviembre
El viernes 25 de octubre, exactamente una semana antes de que se descubriese el primer cadáver en el Museo Dupayne, Adam Dalgliesh visitó el lugar por primera vez. La visita fue fortuita, la decisión, impulsiva, y más adelante recordaría aquella tarde como una de esas raras coincidencias de la vida que, pese a darse con mucha mayor frecuencia de la que razonablemente cabría esperar, nunca dejan de sorprender.
Había abandonado el edificio del Ministerio del Interior en Queen Anne’s Gate a las dos y media, tras una larga reunión que se había prolongado toda la mañana y que sólo se había visto interrumpida unos minutos para hacer la pausa habitual de los bocadillos envasados y el café insulso, y estaba recorriendo la escasa distancia que lo separaba de su despacho en New Scotland Yard. Iba solo, y eso también era fortuito: la representación policial en la reunión había sido muy numerosa y, por lo general, Dalgliesh se habría marchado con el subcomisario, pero uno de los subsecretarios del Departamento de Policía Criminal le había pedido a éste que se pasase por su despacho para discutir una cuestión que nada tenía que ver con el asunto de la reunión, por lo que Dalgliesh había salido solo. La reunión había arrojado como resultado la consabida imposición del papeleo y mientras acortaba camino por la estación de metro de Saint James’s Park en dirección a Broadway, se debatía entre regresar a su despacho y arriesgarse a sufrir una tarde llena de interrupciones o llevarse los papeles a casa a su piso a orillas del Támesis y trabajar en paz.
Nadie había fumado en la reunión, pero la atmósfera estaba muy cargada debido a la concentración humana y la falta de ventilación, y en ese momento se deleitaba respirando aire puro y fresco, aunque fuese por tan breve espacio de tiempo. Aunque el día presagiaba borrasca, hacía una temperatura inusualmente suave para aquella época del año. Los cúmulos de nubes atravesaban el cielo, de un azul transparente, sin dejar de dar vueltas, y podría haberse imaginado que era primavera salvo por el penetrante olor a mar del río, tan propio de la estación otoñal -sin duda en parte imaginado- y las bofetadas cortantes del viento cuando salió de la estación.
Al cabo de unos segundos vio a Conrad Ackroyd de pie en el bordillo de la acera en la esquina de la calle Dacre, mirando de izquierda a derecha con esa mezcla de ansiedad y esperanza típica de alguien que espera parar un taxi. Casi de inmediato, Ackroyd lo vio y se acercó caminando hacia él, con los dos brazos extendidos y el rostro sonriente bajo el sombrero de ala ancha. Dalgliesh no tenía modo de evitar el encuentro, y en realidad, tampoco deseaba hacerlo. Pocas personas se mostraban reacias a ver a Conrad Ackroyd: su constante buen humor, su interés por los detalles insignificantes de la vida, su afición a los chismorreos y, por encima de todo, su juventud en apariencia eterna resultaban tranquilizadores. Estaba exactamente igual que cuando Dalgliesh y él se habían conocido décadas antes. Costaba pensar que Ackroyd pudiese sucumbir a una enfermedad grave o sufrir una tragedia personal, y a sus amigos la noticia de su muerte les habría parecido una inversión del orden natural de las cosas. Tal vez, pensó Dalgliesh, en ello residía precisamente el secreto de su popularidad: transmitía a sus amistades la reconfortante ilusión de que el destino era benevolente. Como siempre, iba vestido de forma simpáticamente excéntrica. Llevaba el sombrero de fieltro de ala flexible ladeado con gracia, y cubría su cuerpo menudo, pero fuerte, con una capa de tweed de cuadros escoceses morados y verdes. Dalgliesh no conocía a ningún otro hombre que se pusiese polainas, y en ese momento las llevaba.
– Adam, ¡cuánto me alegro de verte! Me preguntaba si estarías en tu despacho, pero no quería llamar. Me intimida demasiado, amigo mío. No estoy seguro de que me dejasen entrar ni de si saldría si lo hiciesen. He estado almorzando en un hotel de Petty France con mi hermano. Viene a Londres una vez al año y siempre se hospeda allí; es un católico apostólico romano recalcitrante y el hotel le queda muy cerca de la catedral de Westminster. Lo conocen y son muy tolerantes.
«¿Tolerantes respecto a qué?», se preguntó Dalgliesh. Y, ¿se estaba refiriendo Ackroyd al hotel, a la catedral o a ambos?
– No sabía que tuvieses un hermano, Conrad -dijo.
– Pues apenas soy consciente de ello; nos vemos tan de vez en cuando… Es una especie de recluso. Vive en Kidderminster -añadió, como si ese dato lo explicase todo.
Dalgliesh estaba a punto de murmurar una diplomática excusa para su marcha inminente cuando su interlocutor dijo:
– Supongo, jovencito, que no lograré torcer tu voluntad para que se ajuste a la mía, ¿cierto? Quiero pasar un par de horas en el Museo Dupayne de Hampstead. ¿Por qué no vienes conmigo? Conocerás el Dupayne, claro…
– He oído hablar de él, pero nunca lo he visitado.
– Pues deberías, deberías. Es un lugar fascinante. Dedicado al periodo de entreguerras, entre 1919 y 1938; pequeño, pero exhaustivo. Tienen algunos buenos cuadros: Nash, Wyndham Lewis, Ivon Hitchens, Ben Nicholson… A ti te interesaría sobre todo la biblioteca: primeras ediciones, hológrafos y, por supuesto, los poetas de entreguerras. Ven, anda.
– En otra ocasión, tal vez.
– Las ocasiones casi nunca vuelven a presentarse, ¿no te parece? Pero ahora te he atrapado, considéralo una obra del destino. Estoy seguro de que tienes el Jaguar guardado en algún aparcamiento municipal subterráneo. Podemos ir hasta allí.
– Querrás decir que puedo llevarte.
– Y volverás conmigo al Swiss Cottage a tomar el té, ¿a que sí? Nellie nunca me lo perdonaría si no vinieses.
– ¿Cómo está Nellie?
– Estupendamente, gracias. Nuestro médico se jubiló el mes pasado. Después de veinte años juntos, fue una separación triste. Sin embargo, su sucesor parece entender nuestras constituciones físicas y en el fondo tal vez sea mejor contar con alguien más joven.
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