David Serafín
Sábado de gloria
Título original: SATURDAY OF GLORY
Traducido por Antonio-Prometeo Moya
© 1979, DAVID SERAFÍN
Para D. B. R.
cicerone sin par
DOMINGO DE RAMOS, 3 DE ABRIL
Por extraño que pareciera, no se oyó ningún grito. Apenas un ruido crujiente cuando el cuerpo cruzó las ramas de los árboles y luego un golpe sordo cuando llegó al suelo. Las dos ancianas que parloteaban en la calle con el conserje retrocedieron instintivamente en el vestíbulo antes de volverse a ver lo que había ocurrido. Cuando por fin miró una de ellas, dejó caer la palma verde que había llevado todo el día en los oficios eclesiásticos y lanzó una exclamación ahogada.
El cuello del muerto estaba torcido de manera espantosa y la sangre le manaba de una arteria, corría siguiendo el peralte del asfalto y se deslizaba junto a la acera; y, detalle grotesco, el líquido rojo arrastraba una hoja caída hacia una cloaca cercana.
El conserje, hombre de edad, intentó en vano que las dos señoras entraran en la portería. Entonces se dirigió al cadáver y echó una ojeada al rostro magullado.
– Dios mío, es el señor Santos, el del ático. Entren, señoras, por favor. Voy a llamar al 091.
Una vez tras los cristales de la portería, sacó vasos y una botella de coñac y ofreció un poco a las aturdidas feligresas.
Había muy poco tráfico en la calle Alfonso XII en aquella tarde de domingo, sobre todo desde que tantos madrileños partieran hacia Benidorm o Palma de Mallorca para pasar, al parecer, la Semana Santa con intenciones y proyectos no excesivamente religiosos.
El conserje miraba a uno y otro extremo de la calle en busca de señales que le anunciasen la llegada de la policía. Dos motoristas se habían detenido y les pidió que no tocaran el cadáver.
– ¿Lo ha atropellado algún conductor que se ha dado a la fuga? -preguntó uno de ellos, un individuo con aire respetable de pertenecer a alguna profesión liberal.
– Me parece que no -replicó el conserje, un tanto tembloroso-. Creo que se cayó del octavo.
– Pues es bastante raro que haya caído en plena calzada -dijo el motorista, echando un vistazo a la parte superior de la fachada-. ¿Ha llamado a la policía?
– Sí, en cuanto ocurrió -dijo el conserje.
En aquel momento oyeron la sirena de un coche de la policía que doblaba por la plaza de la Independencia. No tardaron en ver el jeep grisáceo de la Policía Armada, con las ventanas enrejadas, que se acercaba a toda velocidad. Se detuvo a escasa distancia del cadáver y el charco de sangre, y cuatro policías de uniforme gris saltaron del vehículo.
– ¿Accidente de tráfico? -preguntó uno al conserje.
– No señor. Creo que se cayó del ático.
– Bueno. Será mejor llamar a la comisaría. Ya mandarán un inspector.
Siete y media de la tarde
El inspector Martín, de la comisaría del Retiro, llegó en un Seat oficial, conducido por un chófer. Hizo una rápida inspección ocular del cadáver y luego hizo al conserje unas rápidas pero incisivas preguntas.
¿Quién había presenciado la caída? ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Sabría identificar al interfecto? ¿Había subido alguien al piso del muerto después de la caída? ¿Había visto a alguien entrar o salir del edificio en la última media hora?
Tras oír las nerviosas respuestas del conserje, decidió llamar al juzgado de guardia sin demora y pidió al juez de turno que acudiera a autorizar el levantamiento del cadáver. Pero pensándolo mejor resolvió llamar también a la Central y pedir que un agente de la Criminal viniera por allí para inspeccionar la escena primero. El instinto le decía que allí había algo más que un suicidio llano y simple, pero no supo dar con los motivos de sus sospechas. No perdía nada llamando inmediatamente a la Dirección General de Seguridad.
Siete y media de la mañana
Mientras se afeitaba meticulosamente con la nueva Wilkinson que su hijo menor le había traído de Londres, el inspector Luis Bernal sintió que el estómago se le quejaba a causa del humo fuerte del pan frito que su mujer le estaba preparando en la cocina y que se colaba en el cuarto de baño. Eugenia Carrero se había criado en una aldea próxima a Ciudad Rodrigo y ello seguía imprimiendo en su modo de ser una marca permanente a pesar de sus cuarenta y un años de vida matrimonial en Madrid. Todas las mañanas, a las siete y media, se ponía a calentar una sartén vieja que había comprado a un buhonero durante una de sus frecuentes visitas a su provincia natal, donde cobraba en jamones, morcillas y chorizos las rentas de los aparceros que arrendaban las tierras que la mujer había heredado de su padre. Luego, cortaba en rebanadas el pan duro que sobrara de la comida del día anterior y lo sumergía en el humeante aceite de oliva refrito, procedente en realidad de sus propios olivares y que ella misma había prensado a mano en el patio de su antiguo cortijo en enero de aquel año.
Para acompañar este desayuno típico, pero indigerible, preparaba una mezcla de raíz de achicoria tostada y bellotas, con unos cuantos granos de café auténtico por guardar las apariencias. Bernal tenía la esperanza de que sonara el teléfono, exigiendo su presencia en la Dirección General de Seguridad, antes de verse obligado a mojar las horribles tostadas en aquel café imbebible; como eso no ocurría casi nunca, estaba seguro de que el día comenzaría con un disgusto: tan sentimental para Eugenia como gastronómico para él. Tres años antes le habían operado de una úlcera del duodeno y aunque había perdido peso, lo digería casi todo salvo la cocina campesina de su mujer.
Se miró con aire analítico en el espejo mientras se atusaba el escueto bigote: no tenía mal aspecto para sus cincuenta y ocho años; tenía entradas en el pelo, pero aún no había huellas de canas (gracias sobre todo a una loción que se ponía a escondidas); unos ojos oscuros y penetrantes en un rostro ancho y fuerte; estaba gordo, tenía el pecho bastante peludo, un poco de barriga y las piernas cortas. Sabía que los colegas le llamaban «El Caudillo» a sus espaldas en virtud de su ligero parecido con el general Franco y había aprendido a fomentar esta semejanza y un aire general de amable paternalismo porque era útil en los interrogatorios. Tras darse un masaje con colonia Men’s Club 52, salió del cuarto de baño en el momento preciso en que el antiguo sistema de cañerías entraba en uno de sus periódicos ataques convulsivos, emitiendo furiosos eructos de aire fétido por la taza del retrete y el desagüe del bidet mientras el vecino de abajo iniciaba sus abluciones. No eran pocas las veces que Luis había suplicado a Eugenia que dejasen el viejo piso, situado en una bocacalle de Alcalá, para trasladarse a cualquiera de las nuevas fincas que proliferaban a lo largo de la avenida Menéndez Pelayo, al otro lado del Retiro.
Claro que ella no sólo no toleraba el abandono de aquel piso que había sido su casa durante toda su vida matrimonial, sino que además se negaba a autorizar las más sencillas reformas, excepción hecha de la cocina de gas butano (que la señora seguía considerando una intrusa indeseada junto a la antigua de carbón), el pequeño frigorífico que reposaba intranquilo bajo el vetusto calentador de agua y la estafa de televisor alquilado que tenía en el saloncito. Cuando Bernal fue ascendido de inspector de primera a comisario de la Brigada Criminal en los años sesenta, el sensible aumento de sueldo y la impenitente frugalidad de la esposa desembocaron en un saldo bancario nada despreciable, con que se pagó la entrada de un piso para el hijo mayor, Santiago, cuando éste se casó en 1970, y, cuatro años más tarde, el importe de un pequeño pero discreto estudio para su propio uso en la calle Barceló. Nunca había revelado a Eugenia la existencia de este refugio y a medida que los años pasaron encontró bastantes satisfacciones en llevar una doble vida: de soltero a última hora de la tarde y algún que otro domingo, cuando la mujer le creía abrumado de trabajo, y la de marido cabal casi todas las noches en el antiguo piso de la bocacalle de Alcalá.
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