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Sinopsis
¿Por qué nos gustan tanto los sábados por la noche? Antes de convertirse en la exitosa escritora de El ladrón de orquídeas y La biblioteca en llamas, Susan Orlean se hizo esa misma pregunta. Así que se embarcó en un viaje a través de Estados Unidos que la llevó a conocer y compartir su fin de semana con lo más variado del territorio americano: desde adolescentes adinerados en Los Ángeles a indigentes en Nueva York, bailarines de polka en Maryland o universitarias de Boston. Un mosaico de voces para definir esa noche de la semana en la que anteponemos lo que nos apetece a lo que deberíamos hacer.
En Sábado noche, Susan Orlean despliega una vez más su capacidad para narrar la realidad con excepcional magnetismo. El resultado es un retrato cautivador de las personas, lugares y costumbres de los Estados Unidos de las últimas décadas
Sábado noche
Susan Orlean
Traducción de Juan Trejo
Para Jeff Conti
Introducción
No hace mucho tiempo pasé una noche de sábado muy interesante en Elkhart, Indiana. Había ido allí para escribir sobre un asunto local algo turbio en el que estaba implicado el alcalde, un joven de ideas conservadoras, y también un grupo de jóvenes a los que les gustaba pasar las noches de los sábados recorriendo las calles del centro de la ciudad en sus lujosos automóviles. El alcalde había enfocado la cuestión como un problema relacionado con el tráfico, pero los jóvenes entendían que los esfuerzos municipales por poner fin a sus paseos por Elkhart suponían una violación de su inalienable derecho a pasarlo bien los fines de semana. Yo pensé que Elkhart representaba una oportunidad para descubrir hasta qué punto la gente se tomaba en serio lo de salir los sábados por la noche.
Concerté una cita con los jóvenes a las nueve de la noche para poder recorrer con ellos Main Street. A eso de las siete me fui a cenar, conduje hasta un restaurante italiano que alguien me había recomendado. Estaba sola, era sábado por la noche y, como no quería parecer fuera de lugar, esperaba que el restaurante fuese más bien un pequeño local discreto. Pero no lo era. Era el tipo de restaurante donde todo el mundo celebra su cumpleaños, o donde tienen lugar las primeras citas, o las últimas, o donde se queda con los ligues del baile de fin de curso, o se celebran los aniversarios de boda, o de compromiso, o una despedida de soltero; es curioso, era el único local de esas características a trescientos kilómetros a la redonda. A mi alrededor todo eran parejas, primeras citas, grupos de amigos y también alguna reunión familiar; en la mesa de al lado, por ejemplo, estaban celebrando una gran fiesta de cumpleaños. El restaurante era enorme y, aparte de mí, no había nadie más que estuviese solo. Para mí, la sensación de estar sola entre la multitud no era algo nuevo, pero sí que era la primera vez en mi vida que cenaba sola en un restaurante —y se trataba de uno muy grande, obviamente pensado para grupos— un sábado por la noche. Lo cual me produjo una sensación extraña y bastante desagradable. Me sentí como si hubiese salido de casa sin pantalones. Por eso decidí que la mejor manera de protegerme sería dar la impresión de estar ocupada, si bien leer la etiqueta de mi pote de aspirinas tan solo me tomó un minuto. Leí también el menú, con mucha atención. Me centré después en el mantel de papel, en el que podía apreciarse la fotografía de una playa; jamás creí que algún día llegaría a echar de menos aquellos manteles con puzles, pero me equivoqué. Me pregunté cómo podría salir de allí sin llamar la atención y si, en caso de irme, lograría encontrar un local más solitario en el que poder cenar tranquila.
Mis pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada de la camarera, una mujer alta de cabello castaño rizado, con la frente elevada y una voz que podría haber atravesado un tabique de yeso. En su chapa identificativa podía leerse su nombre: Marian. Me dio las buenas noches y me preguntó si estaba esperando a alguien. Le respondí que no. «¿Está aquí de vacaciones?», añadió. Cuando le dije que estaba en la ciudad por trabajo, me dedicó una compasiva mirada y procedió a tomar nota de mi pedido. A esas alturas, lo único que deseaba era cenar lo más rápido posible y largarme de allí. Esperaba que Marian colaborase en mi causa. Marian, sin embargo, no se dio ninguna prisa. Ordenó la mesa y llenó mi vaso de agua. Me miró a los ojos. Yo aparté la mirada. Comprobó el estado del salero y del pimentero. Empecé a sospechar que, a sus ojos, yo era poco menos que una rareza estadística; como si llegasen un montón de clientes debido a una tormenta de nieve un Cuatro de julio. Aun se entretuvo un rato más; cosa de un minuto. Finalmente, cuando ya se alejaba, Marian agarró del brazo a otra camarera que pasaba, le hizo que se diese la vuelta para que pudiese verme bien, y dijo en voz alta y clara: «¡Mírala! ¡Dios mío! ¡Sola y trabajando un sábado por la noche!».
Cuando acabé de cenar, después de haber soltado unas cuantas maldiciones, lo tenía claro: la noche del sábado era diferente a cualquier otra noche. El sábado por la noche la gente se reúne, va a bailar, a la bolera, a tomar una copa, sale a cenar, a emborracharse, a que la asesinen, a asesinar a otras personas, acude a citas, visita a sus amigos, asiste a una fiesta, va a escuchar música, se va a dormir, a apostar, ve la televisión, sale a dar vueltas en auto por ahí y, de vez en cuando, se enamora; al igual que ocurre el resto de las noches de la semana, pero hacen todas esas cosas más a menudo y con más pasión e intensidad los sábados por la noche. Incluso el hecho de no tener nada que hacer un sábado por la noche es distinto a no tener nada que hacer, digamos, un jueves por la noche; estar sola un sábado por la noche es diferente a estar sola cualquier otra noche de la semana. Para la mayoría, la noche del sábado no antecede ni precede a una jornada laboral, por lo que esperan pasar un buen rato con sus amigos o amantes y no con sus familiares, jefes, empleados, profesores, arrendatarios o conocidos; a no ser que alguna de estas categorías incluya amigos o amantes. El sábado por la noche es para hacer lo que quieres hacer y no lo que tienes que hacer. En un sentido extremo, eso conduce a lo que yo entiendo como la Diversión Obligatoria: la sensación de que una noche de sábado no dedicada a pasarlo bien es un gran fracaso y una prueba más que evidente de falta de personalidad. La soledad que puede sentirse un sábado por la noche, particularmente intensa, es el resultado de no cumplir con la Diversión Obligatoria. Pero en la mayoría de las ocasiones, la noche del sábado suele ser un medio para divertirse. Estudiar a diferentes tipos de persona en diferentes lugares de Estados Unidos que viven toda clase de circunstancias durante su tiempo libre los sábados por la noche, me pareció la oportunidad perfecta para conocerlos en su hábitat natural; igual que estudiar a un elefante retozando en el cráter del Ngorongoro sería lo opuesto a estudiar a un elefante con un cartel publicitario frente a un concesionario de autos de segunda mano.