Laurell K Hamilton
Delitos Menores
EL OLOR DE LOS EUCALIPTOS SIEMPRE ME HACÍA PENSAR EN el Sur de California, mi casa lejos del hogar; a partir de ahora también podría asociarlo al olor de la sangre. Estaba de pie, mientras el viento insólitamente cálido susurraba sobre las hojas altas de los árboles y hacía ondular mi fino vestido de verano, pegándolo alrededor de mis piernas, y hacía flotar mi cabello, largo hasta los hombros, como una telaraña escarlata delante de mi cara. Intenté ver apartando el pelo a puñados, aunque tal vez no poder hacerlo hubiera sido mejor. Los guantes de látex se pegaron a mi cabello, tirando de él. Estaban diseñados para no contaminar las pruebas, no para ser cómodos. Nos rodeaba un círculo casi perfecto, formado por altos y pálidos troncos de árboles. Y en medio de aquel círculo natural estaban los cuerpos.
El aroma penetrante de los eucaliptos casi podía esconder el olor de la sangre. Aunque si los cuerpos hubieran sido del tamaño de un humano adulto, el olor a eucalipto no habría tenido posibilidad alguna de neutralizarlo. Pero estos cuerpos no eran de ese tamaño. Eran pequeños para los estándares humanos, tan diminutos como del tamaño de muñecas; ninguno de los cadáveres hacía más de treinta centímetros de alto, y algunos medían menos de trece. Reposaban sobre la tierra como brillantes mariposas con sus alas de polilla congeladas en mitad de un movimiento. Sus manos muertas aferraban flores marchitas como en un juego alegre que se hubiera transformado en algo terriblemente incorrecto. Se parecían a rotas muñecas Barbie, salvo que las Barbies nunca yacerían de forma tan real, o tan perfectamente colocadas. No importa con cuánta fuerza lo había intentado yo siendo niña, sus miembros permanecían rígidos e inflexibles. Los cuerpos sobre la tierra estaban tiesos por la rigidez del rigor mortis, pero aún así habían sido colocados con sumo cuidado, de forma que al quedar rígidos adoptaran poses extrañamente elegantes, como si estuvieran a punto de empezar a bailar.
La Detective Lucy Tate se acercó a mí. Llevaba puesto un traje de chaqueta y pantalón, con una camisa blanca abotonada hasta arriba, un poco tirante en la pechera porque Lucy, como yo, tenía mucho busto que cubrir. Pero yo no era detective, así que no tenía que fingir que era un hombre para intentar encajar. Había trabajado para una agencia de detectives que se aprovechó del hecho de que yo era la Princesa Meredith, el único miembro de la familia real de las hadas nacida en suelo americano, y ahora volvía a trabajar para ellos, para la Agencia de Detectives Grey: “Problemas Sobrenaturales; Soluciones Mágicas”. A la gente le encantaba pagar mucho dinero para ver a la princesa, y hacer que escuchara sus problemas. De hecho, a día de hoy empezaba a sentirme un poco como un fenómeno de feria o algo así. Y hoy, me habría encantado estar de vuelta en la oficina para escuchar algún problema mundano que realmente no necesitara de mis habilidades especiales, para ayudar a algún humano lo bastante rico como para pagar mi tiempo. Realmente, hubiera preferido hacer muchas otras cosas antes que estar aquí de pie mirando fijamente una docena de duendes muertos.
– ¿Qué piensas? -me preguntó.
Lo que realmente pensaba era que me alegraba de que los cuerpos fueran lo bastante pequeños como para que los árboles cubrieran la mayor parte del olor, pero eso sería admitir una debilidad, y uno no hacía semejante cosa en las raras ocasiones en las que se conseguía trabajar con la policía. Tenías que ser una profesional y resistente a cualquier cosa o ellos pensarían mal de ti, incluidas las mujeres policías, casi que especialmente ellas.
– Están colocados como en los cuentos infantiles, en posturas de baile y con flores en las manos.
Lucy asintió.
– No están como si lo fueran, es así.
– ¿Cómo…? -pregunté, mirándola. Llevaba su pelo moreno más corto que el mío, recogido por una gruesa cinta de modo que nada entorpeciera su visión. Mientras que yo todavía luchaba con mi propio cabello, ella se veía fresca y profesional.
Utilizó su mano enguantada para sostener una página envuelta en plástico. Me la tendió, aunque no pensaba tocarla ni con los guantes . Yo era un civil, y era muy consciente de ello mientras caminaba con toda la pasma de camino al centro de toda esa actividad. La policía nunca había sido muy afectuosa con los detectives privados, sin importar lo que uno viera en la televisión, y además, yo ni siquiera era humana. Por supuesto, si lo hubiera sido, no me habrían llamado en primer lugar para examinar la escena del crimen. Yo estaba aquí porque era una detective cualificada y una princesa de las hadas. Una cosa sin la otra no me habría hecho atravesar el cordón policial.
Contemplé la página. El viento trató de arrebatársela de la mano, y ella utilizó las dos para sujetarla delante de mí. Era una ilustración de un cuento infantil. En ella, los duendes bailaban con flores en las manos. Lo miré durante un segundo, luego miré hacia los cuerpos que yacían sobre el suelo. Me obligué a estudiar sus formas muertas, y luego a volver a mirar la ilustración.
– Están igual, parecen idénticos -comenté.
– Así es, aunque tendríamos que contactar con algún experto en flora para que compare las flores, para constatar que nuestro asesino ha duplicado la escena del crimen.
Miré fijamente de uno al otro otra vez, unas caras muy felices en el dibujo y las otras muy, muy muertas sobre el suelo. Su piel ya había comenzado a cambiar de color, volviéndose del azul amoratado de la muerte.
– Él, o ella, tuvo que vestirlos -indiqué. -No importa cuántas ilustraciones veas con esas pequeñas túnicas y taparrabos, la mayoría de los semiduendes fuera del mundo feérico no visten de esta manera. Los he visto llevar trajes de tres piezas y ropa de noche formal.
– ¿Estás segura de que ellos no llevarían esta ropa aquí? -me preguntó.
Negué con la cabeza.
– No lo habrían conjuntado tan perfectamente sin haberlo planeado antes.
– Creemos que él los atrajo hasta aquí con la promesa de formar parte de una interpretación, un rodaje -dijo ella.
Pensé en ello, entonces me encogí de hombros.
– Quizás, pero habrían venido al círculo de todos modos.
– ¿Por qué?
– Son semiduendes, pequeños duendes alados, tienen un especial cariño por estos círculos naturales.
– Explícate.
– Los cuentos sólo advierten a los humanos de que no entren en un círculo de setas venenosas, o en un círculo donde bailan las hadas, pero los círculos naturales pueden estar hechos de casi cualquier cosa… flores, piedras, colinas, o árboles, como este círculo. Ellos vinieron a este círculo a bailar.
– ¿Así que ellos vinieron aquí para bailar y él les trajo la ropa? -dijo ella, mirándome ceñuda.
– Piensas que todo encajaría mejor si él los hubiera traído aquí con la promesa de filmarlos -le dije.
– Sí.
– Puede que fuera eso o bien él los vio -dije -, y por lo tanto ya sabía que venían aquí durante ciertas noches para bailar.
– Eso significaría que él o ella los estaba espiando -dijo Lucy.
– Podría ser.
– Si voy tras la posibilidad de un rodaje, puedo localizar dónde alquiló los trajes y el anuncio buscando actores para la película -dijo, haciendo el gesto de unas comillas en el aire ante la palabra “película”.
– A no ser que él fuera sólo un acosador, e hiciera él mismo los trajes, con lo que tendrías menos pistas que seguir.
– No digas él. No se sabe si el asesino es él o ella.
– Estoy de acuerdo, no lo sabemos. ¿Estáis asumiendo que el asesino no es humano?
– ¿Deberíamos asumirlo? -preguntó, su voz sonando neutral.
– No lo sé. No puedo imaginar a un humano lo suficientemente fuerte o rápido para atrapar a seis semiduendes y degollarlos antes de que los demás puedan escapar o atacarle.
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