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Marcia Grad - La princesa que creía en los cuentos de hadas

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Marcia Grad La princesa que creía en los cuentos de hadas
  • Libro:
    La princesa que creía en los cuentos de hadas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
  • Índice:
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La princesa que creía en los cuentos de hadas: resumen, descripción y anotación

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PRIMERA PARTE
1. Algún día llegará mi Príncipe

Picture 1

Algún día llegará mi Príncipe

Picture 2 ÉRASE una vez una princesita delicada de cabellos dorados, llamada Victoria, que creía de todo corazón en los cuentos de hadas y en la eterna felicidad de las princesas. Tenía una fe absoluta en la magia de los sabios, en el triunfo del bien sobre el mal y en el poderoso amor capaz de conquistarlo todo. En realidad, toda una filosofía basada en la sabiduría de los cuentos de hadas.

Uno de sus primeros recuerdos de la infancia eran sus baños de espuma, que le daban una apariencia cálida y sonrosada, tras los cuales se acurrucaba bajo su edredón de plumas rosa entre un montón de suaves almohadas dispuesta a escuchar las historias sobre hermosas doncellas en peligro que le leía la reina antes de dormir. Vestidas con andrajos o bajo el hechizo de un sueño de cien años, cautivas en una torre o víctimas de una catástrofe, siempre conseguían las rubias doncellas ser rescatadas por un príncipe valiente, apuesto y encantador. La princesita memorizaba cada palabra que su madre pronunciaba y, noche tras noche, se quedaba dormida tejiendo maravillosos cuentos de hadas en su imaginación.

—¿Algún día llegará mi príncipe?, —le preguntó una noche a la reina abriendo sus maravillosos ojos ámbar llenos de asombro e inocencia.

—Sí, cariño —le contestó la reina—, algún día.

—¿Y será alto, fuerte, valiente, apuesto y encantador?, —le preguntó la princesita.

—Desde luego que sí. Tal y como lo has soñado e incluso más, pues será la luz de tu vida y tu razón de ser, ya que así está escrito.

—¿Y viviremos felices para siempre como en los cuentos de hadas?, —le volvió a preguntar como si estuviera soñando, inclinando la cabeza y apoyando las manos en la mejilla.

La reina, acariciando el pelo de la princesita con suavidad y cariño, le contestó:

—Igual que en los cuentos de hadas. Y ahora a dormir, que ya es hora. —Le dio un cálido beso en la frente y se marchó de la habitación, cerrando la puerta con gran sigilo.

—Ya puedes salir, no hay peligro, —susurró la princesita inclinándose a un lado de la cama y levantando uno de sus volantes para que Timothy Vandenberg III pudiera salir de su escondite—. Venga, chico, —le dijo.

Su peludo amiguito saltó a la cama y fue a ocupar su sitio de costumbre junto a ella. En realidad, no se parecía a Timothy Vandenberg III sino a un chucho corriente, aunque la princesita lo amaba como si se tratara del más regio de los perros de la Corona. Le dio un efusivo abrazo y de ese modo, felices y contentos, se quedaron dormidos.

Cada día la princesita se maquillaba con los coloretes de la reina, se vestía con uno de sus trajes de noche y se ponía sus zapatos de tacón, imaginándose que eran zapatos de cristal. Arrastrando por el suelo la enorme falda, se paseaba por la habitación moviendo las pestañas con coquetería, mirando con dulzura y diciendo:

—Siempre he sabido que vendrías, mi querido príncipe. En verdad, sería para mí un gran honor ser tu esposa. —Luego, representaba las escenas de rescate de su cuento de hadas favorito, recitando las estrofas de memoria.

La princesita se preparaba con gran afán antes de la llegada de su príncipe y nunca se cansaba de interpretar su papel. A los siete años, sabía mover las pestañas, mirar de forma coqueta y aceptar propuestas de matrimonio a la perfección.

Durante la cena, y tras haber formulado la princesita su deseo en secreto y haber apagado las velas de su tarta de cumpleaños rellena con dulce chocolate, la reina se levantó y le entregó un paquete envuelto con gran esmero.

—Tu padre y yo pensamos que tienes ya edad suficiente como para apreciar este regalo tan especial. Ha pasado de madres a hijas durante muchas generaciones y yo tenía tu misma edad cuando mi madre me lo entregó el día de mi cumpleaños. Esperamos que un día tú también puedas dárselo a tu hija.

La reina puso el paquete en las manos de su hija, quien, con gran expectación, desató la cinta y el lazo aunque sin precipitarse, pues así podría, siguiendo su costumbre, añadirlos intactos a su colección. Después, quitó el papel que lo envolvía sin romperlo y dejó al descubierto una antigua caja de música con dos estatuillas en la parte superior que representaban a una elegante pareja en posición de vals.

—¡Oh, mira —exclamó rozando con sus dedos las estatuillas—, es una doncella rubia con su príncipe!

—Ponla en marcha, princesa, —dijo el rey.

Con cuidado de no darle demasiado fuerte, giró la pequeña llave y, al instante, el campanilleo de la canción: «Algún día llegará mi príncipe» se extendió por la habitación y la elegante pareja comenzó a dar vueltas y más vueltas.

—¡Mi canción favorita!, —exclamó la princesita.

La reina estaba encantada.

—Es un presagio de tu futuro. Una prueba de lo que va a ocurrir.

—Me gusta mucho —contestó la princesita fascinada por la música y las estatuillas—, ¡gracias!, ¡gracias!

Victoria sólo esperaba el momento de subir a su habitación esa noche para jugar a solas con la caja de música y, a la vez, para poder hablar y compartir sus sueños con Vicky, su mejor amiga, aunque el rey y la reina insistieran en decirle que era imaginaria.

—¡Date prisa, Victoria! —le dijo Vicky con gran excitación tan pronto como se cerró la puerta—, ¡ponla en marcha!

—Ya voy, —contestó Victoria, poniendo la caja de música en su mesilla y haciendo girar la llave. Vicky comenzó a tararear «Algún día llegará mi príncipe» mientras su música llenaba toda la habitación.

—Venga, Victoria, vamos a bailar, —le dijo.

—No sé si deberíamos hacerlo, creo que…

—Piensas demasiado. ¡Venga!

La princesita se colocó delante del gran espejo de bronce situado en una esquina de su habitación blanca y rosa. Siempre que se miraba en él, el reflejo que le devolvía le hacía sentirse tan bonita que le daban ganas de bailar. En ese instante, con la música de fondo, no pudo resistirlo. Comenzó a dar vueltas con gran elegancia a un lado y a otro, inclinándose hacia abajó y hacia arriba en una espiral mientras se dejaba llevar por un sentimiento que procedía de lo más profundo de su ser. Timothy Vandenberg III bailaba también, a su manera, jugueteando y dando vueltas sin cesar.

La sirvienta entró a preparar la cama como era su deber, pero se lo estaba pasando tan bien mientras la veía bailar con tanta alegría, que le costó más de lo habitual terminar su tarea. De repente, la reina apareció por la puerta. La sirvienta no supo cómo reaccionar pues la había descubierto contemplando a la princesita en vez de atender a sus obligaciones. Timothy, sintiendo al instante la presencia de la reina, se escondió debajo de la cama para ponerse a salvo.

Sin embargo, tan concentrada estaba la princesita con su baile que no se dio cuenta de la presencia de la reina hasta que le oyó decir a la sirvienta que se retirase. Se quedó paralizada en medio de uno de sus mejores giros.

—De verdad, Victoria —dijo la reina—, ¿cómo has podido hacer algo tan indecoroso?

La princesita se sintió humillada. ¿Cómo podía ser tan malo algo tan maravilloso?, se preguntaba.

—Si deseas bailar —le dijo la reina—, debes aprender a hacerlo bien. El Estudio Real de Teatro cuenta con magníficos instructores de ballet, una actividad mucho más digna que moverse de un lado para otro sacudiendo los brazos igual que una humilde plebeya y delante de uno de ellos, ¡ni más ni menos!

En ese momento, la princesita se prometió a sí misma no volver a bailar su canción «Algún día llegará mi príncipe» delante de nadie más en toda su vida, salvo en presencia de Timothy pues él era diferente. Desde que se lo encontró merodeando por los alrededores de palacio, hambriento y abandonado, le había confiado sus más íntimos secretos y él siempre le había correspondido con cariño, a diferencia de otras personas que conocía.

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