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ISBN: 978-84-321-3941-3
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INTRODUCCIÓN
Imaginemos un diálogo entre dos personas que coinciden, por ejemplo, en un medio de transporte colectivo, y que se desarrolla en estos o parecidos términos:
A — Hay injusticias que «claman al Cielo».
B — Sí. Pero eso implica que «hay» Cielo, e Infierno. Y que Dios nos juzgará de acuerdo a nuestras acciones; que nos premiará o nos castigará.
A — Yo no creo en esas cosas.
B — Créalo Vd o no, ocurrirá.
Tratemos de penetrar en la fibra lógica del argumento. El interlocutor A hace un juicio de valor sobre ciertas conductas que se le antojan muy negativas. El interlocutor B señala que el significado ostensible que A trata de enfatizar —acciones que juzga absolutamente negativas— solo puede entenderse por referencia a una instancia absoluta, que trasciende la subjetividad de A. Únicamente frente a Dios puede algo tenerse por absolutamente malo. De lo contrario, que algo esté muy mal hecho —que una acción sea completamente inicua— en último término tendría un significado trivial; equivaldría a decir que esa acción «no me gusta». Mas es evidente que no es ese el sentido que A quiere dar a su primera afirmación.
En la segunda fase del diálogo, sin embargo, parece que A intenta escapar de la consecuencia que necesariamente se deriva de su primera afirmación. Para lograr este propósito tiene que relativizarla, mas eso implica desactivar su pretensión absoluta. Es mejor eso —quizá piensa— que exponerse a los rigores que se derivan de la afirmación de una instancia absoluta, que en definitiva no ha de ser otra que un Ser absoluto. Con toda limpieza lógica, el interlocutor B pone de relieve que nuestras creencias o increencias pueden ser verdaderas o falsas; es más, no pueden escapar a una de esas dos alternativas.
No siempre somos conscientes de que cualquier forma de usar las palabras posee un compromiso, explícito o implícito, con una realidad que trasciende a las palabras mismas. Nuestro decir tiene sentido cuando toma postura frente a un estado de cosas distinto de nuestro mismo decirlas. Al negar que Dios exista, por ejemplo, el ateo no se refiere a su increencia en Dios, sino a una realidad que, según él, inadmite la existencia de Dios, que no es compatible con ella. Y sabe perfectamente que si tiene razón en lo que dice, es porque eso es así —el no-haber de Dios— con independencia de lo que él diga. De forma análoga, el teísta sabe que la verdad de su afirmación —«Dios existe»—, caso de que efectivamente sea verdadera, en modo alguno lo será como resultado de la propia afirmación teísta.
La pretensión del relativismo es, en último término, que el sentido de las palabras se agota en sí mismo, que todo lenguaje es «metalenguaje». Pero un hablar que solo se designa a sí mismo termina en una logomaquia insulsa. De la misma manera, y en la medida en que el hablar lo traduce y expresa, el pensar meramente autorreferencial, que solo se piensa a sí mismo, es un pensar vacío, es un pensar la nada, como ya vio Hegel. Si hablar no es hablar-de algo que no se resuelve solo en el decirlo —que atiende y apunta a una realidad que desborda nuestro mentarla—, entonces «todo vale». El decir lo soporta todo, una cosa y su contraria. Pero en ese caso es un hablar sin sentido, palabras que se lleva el viento.
Que el relativismo violenta a la razón —más aún, supone la muerte del pensar— también se revela en la imposibilidad de justificarlo racionalmente. Solo cabe mantenerlo como una postura «de hecho», cancelando las razones. Cualquier forma de argumentar algo coincide con la pretensión de mostrar que «hay algo» que confirma o desmiente lo que decimos.
El relativismo es una forma de pereza mental que constituye la más grave amenaza contra la cultura humana, dado que para un ser racional el modo propio de crecer —de cultivarse— es desarrollar su facultad racional, ampliar en extensión e intensidad su capacidad de hacerse cargo de la realidad y, en diálogo con ella, de sí mismo.
El relativismo es hoy, sin la menor duda, el principal lastre de la cultura europea occidental. Sin embargo, su presión es tan fuerte que hace recaer la «carga de la prueba» sobre quienes no están ahí. En estas páginas trataré de recoger ese guante y asumir el reto, no tanto de la defensa numantina de un, digamos, realismo filosófico, como de mostrar que el relativismo es un viaje a ninguna parte.
La alternativa al relativismo es el sentido común, y pilotar un regreso a las fuentes de lo que en el fondo sabemos puede antojarse tarea intelectual demasiado modesta para el empeño filosófico… Pero es un trabajo inaplazable. De acuerdo con esto, entiendo que hay que comenzar poniendo en su sitio los elementos básicos del problema, y remitiéndonos al fondo de lo que intuitivamente cualquiera sabe por experiencia, y que podríamos denominar, con Christopher Derrick, el axioma de Chesterton. «Se trata del dogma que afirma que un cerdo es verdaderamente un cerdo; que el escepticismo sistemático no es cierto; que la realidad es real, existe independientemente del hecho de que nosotros la podamos percibir, puede ser conocida por nosotros (dentro de ciertos límites, pero de forma cierta) y puede ser objeto de afirmaciones o predicciones que (siempre dentro de ciertos límites) pueden ser verdaderas o falsas y ser conocidas en cuanto tales. Llamadlo dogma arbitrario si queréis; podría llamarse sentido común o salud mental. Es, con bastante certidumbre, el punto de partida necesario para cualquier libertad de espíritu que sea real y verdadera: deja de lado al juego verbal sin fin que supone la duda epistemológica, y da una base inicial en tierra firme. Sin eso no podemos pensar en absoluto» (Derrick, 2011, 132).
Es verdad que el relativismo cuenta hoy con un respaldo cultural de apariencia consistente. Pero si nos remitimos a lo que los ingleses llaman common sense, o los alemanes «sano entendimiento humano» (gesunder Menschenverstand), entonces la cuestión recupera un relieve realista. Con apreciable sentido del humor —síntoma evidente de realismo filosófico, digamos, chestertoniano— Derrick propone la lectura de Tomás de Aquino como antídoto frente a un escepticismo lunático. «Ante todo Santo Tomás es el más eminente filósofo del sentido común. Todos los demás grandes filósofos, al menos a partir de Descartes, han comenzado por pedirnos que creamos en algo que (a juzgar por las apariencias) es ridículo; tal como que la materia no existe o que no existe nada más que la materia, o que no se puede conocer nada fuera de uno mismo o, incluso, que el hombre no dispone de libre albedrío. Desde puntos de partida así, avanzan luego diciendo varias cosas muy inteligentes. Sin embargo, cierto aire irreal, dulcemente lunático, invade todo lo que dicen. Santo Tomás, al menos, tiene los pies sobre el sano y democrático terreno del sentido común, sobre el principio, si se quiere, de que la luz verdadera ilumina a todo hombre que nace en este mundo y no solo a los pocos inteligentes. (…) Después de bucear en la mayor parte de la filosofía postcartesiana, es como reencontrar a la raza humana; es como despertarse de una pesadilla» (Derrick, 2011, 158-159).
Aparte del significado técnico que tiene en los textos de Husserl la expresión alemana Lebenswelt (mundo de la vida), otros fenomenólogos se han referido con ella al entorno de relaciones humanas concretas que tienen una índole primariamente ética (familiares, profesionales, de vecindad, de amistad). Ese mundo constituye una especie de ethos infraestructural, un lecho ecológico en el que puede arraigar y desarrollarse la vida del ser humano porque proporciona una suerte de bóveda axiológica bajo la cual se encuentra acogida. Ese mundo aporta los nutrientes básicos —intelectuales y morales— para una vida realmente humana, también porque en él la gente habla un lenguaje en el que las palabras tienen un sentido apreciable, significan algo. La crisis cultural que hoy afecta al llamado «primer mundo» —sobre todo a Europa— estriba en que hay una fractura cada vez más acusada entre ese mundo de la vida y el «tecnosistema», una especie de mixtura entre Estado, mercado y medios de comunicación. A. Llano (1999) ha formulado con precisión esta fractura.
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