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Batya Gur - Asesinato En El Kibbutz

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Asesinato En El Kibbutz: resumen, descripción y anotación

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Tras el éxito obtenido con Un asesinato literario y El asesinato del sábado por la mañana, Batya Gur vuelve a presentarnos al comisario israelí Michael Ohayon, ahora decidido a resolver un crimen que ha tenido lugar en una sociedad compleja y cerrada: el kibbutz. Informado repetidamente de que «quien no haya vivido en un kibbutz no puede comprender cómo es la vida allí», Ohayon penetra con mayor determinación el espíritu del mundo que debe investigar. De forma gradual, revelando poco a poco los secretos del kibbutz, desenmascarando todas las contradicciones de este estilo de vida tan idealizado, Batya Gur logra crear una ingeniosa y original novela policiaca que examina la crisis de fe política e ideológica de la sociedad israelí a través del fascinante mundo del kibbutz.

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Batya Gur Asesinato En El Kibbutz Un caso comunitario Traducción de María - photo 1

Batya Gur

Asesinato En El Kibbutz

Un caso comunitario

Traducción de María Corniero

Título original: Murder on a Kibbutz. A Communal Case

Para Amos

1

Junto a la entrada del kibbutz, en una explanada, habían apilado grandes balas de heno formando un inmenso muro dorado. Los espacios libres entre las balas estaban llenos de apretados ramos de flores. Alguien había puesto gran interés en que diera la impresión de que las flores habían brotado allí por generación espontánea. Bandas azules de un cielo despejado asomaban por algunas grietas del muro. Aarón sonrió al imaginar la batalla que habría librado Srulke por cada una de aquellas flores. La petición de aquel tributo floral le habría hecho encorvarse, torcer el gesto y fruncir los labios en su rostro atezado y surcado de arrugas, queriendo disimular su amor propio a la vez que manifestaba su oposición al despilfarro. ¿Quién habría sido la encargada de extraerle el tributo en esta ocasión?, pensaba Aarón. En otros tiempos siempre se lo encomendaban a Esti, pero después de haberla visto hoy en el comedor, anquilosada y marchita, y de recordar con amargura la delicada silueta y la encantadora gracia con que antaño conseguía engatusar a Srulke, Aarón supo que esta vez no la habrían enviado a ella. Cada pocos años cambiaban de emisaria, pero siempre había de ser alguien que arrancara a Srulke el mismo comentario: «Es una muchacha dulce y refinada, nada que ver con las sabras », dicho lo cual cortaría las flores que le había pedido.

Aarón vio el esplendor de las grandes rosas, distinguió el amarillo y el rojo de las gerberas, el púrpura de los dragones, el modesto blanco de las margaritas, pero, como siempre, el marrón de la tierra polvorienta, aún más acentuado por el tono dorado del heno, se imponía sobre el colorido de las flores. Al percibir de pronto el cambio de las estaciones en las flores y sus colores, Aarón sintió por un instante el inusitado placer de encontrarse consigo mismo. Hubo un momento en que vio las cosas tal como eran, y tuvo la sensación de que la mejor parte de sí mismo, esa que a veces se olvidaba de precauciones y cálculos, de medir todas y cada una de sus palabras, la parte de sí mismo que incluso podía ser poética, había cobrado vida.

Moish ya estaba junto al micrófono, sobre la tarima que habían levantado ante el muro de heno, observando cómo se iba congregando la multitud. En un rincón alejado de la explanada se veía a los grupos portadores de los primeros frutos del año. El coro del kibbutz, cuatro hombres y tres mujeres de blanco y azul, se había situado junto a otro micrófono, partituras en mano. Todo el Kibbutz estaba presente. La gente había comenzado a afluir poco antes del momento señalado para la ceremonia, después del rato reservado para tomar café y tartas confeccionadas para la ocasión. A la hora de comer, Aarón había oído a Matilda quejarse con su voz plañidera de que no quedaba ni un solo paquete de margarina en el gran refrigerador del comedor, y, a lo largo de la tarde, un aroma a tartas de queso comenzó a desprenderse de todas las «habitaciones», como todavía llamaban a las casitas de los miembros del kibbutz. La misma Matilda no pudo sino reconocer que estaba satisfecha de que las jóvenes cabezas de chorlito hubiesen usado su recetario para preparar las tartas de la fiesta, y así se lo oyó comentar Aarón al pasar de largo ante su habitación.

Junto al depósito de agua se iban congregando poco a poco los miembros del kibbutz y sus hijos, así como numerosos invitados fácilmente reconocibles por su elegante ropa, de todo punto inadecuada para sentarse en la tierra reseca en la que cada pisada levantaba una polvareda. El polvo se pegaba a todo. Ese polvo que Aarón seguiría sintiendo en la nariz durante muchas horas y que le traía a la memoria los tiempos en que, al regresar de sus paseos veraniegos por el campo, no conseguía despegarse el olor a polvo ni aun duchándose. Posó la mirada en las máquinas agrícolas aparcadas en las lindes de la explanada. Había niños trepando por las grandes cadenas de un D6, un tractor de color amarillo decorado con geranios rojos y rosas, y padres que levantaban a sus pequeñuelos en brazos para que tocaran la cosechadora de algodón. Cual enorme criatura somnolienta, la cosechadora encabezaba la hilera de vehículos coronada con guirnaldas de zinnias amarillas, rosas y moradas, semejantes a las flores que dibujan diligentemente los niños en la guardería y luego colorean muy serios, pétalo por pétalo. Aarón observó que también estaban allí los tractores de la vieja generación… dos grandes John Deere verdes con las ruedas lustrosas y decoradas con rosas gigantescas de color amarillo, de la variedad preferida de Srulke.

La multitud no se calmó ni aun cuando Moish entonó por el micrófono: «Un, dos, tres, probando». Sólo cuando el pequeño coro rompió a cantar con ímpetu creciente «con cestas en los hombros y guirnaldas en la cabeza», comenzaron los padres a aquietar a sus hijos y las ancianas de la primera fila a chistar con ánimo alegre, sin asomo de reproche.

Desde uno de los flancos, Aarón observaba los semblantes arrugados de aquellas mujeres, su cabello ralo y fino, sus vestidos floreados que parecían cortados con el propósito deliberado de disimular el contorno de sus cuerpos, y también a los ancianos que se habían acomodado en el suelo, junto a las mujeres, cansados de estar de pie. Allí estaba Zeev HaCohen, cuyo cuerpo espigado parecía encogido por la edad; con su mata de pelo blanco, y a pesar de su increíble delgadez, seguía teniendo un aspecto imponente. Como siempre que veía a HaCohen, Aarón volvió a oír como en un eco la voz de Srulke llamándolo airadamente «ese politicastro» mientras enjabonaba enérgicamente una taza de café. Era una imagen de muchos años atrás: Srulke junto a la pila, vistiendo una camiseta gris, y Miriam sentada a la mesa, que estaba cubierta por un hule de esquinas tiesas, grasiento al tacto y con un dibujo de flores marrones sobre fondo beige. «No deberías hablar así de él», le había reprendido Miriam en tono inquieto y suplicante, y Aarón recordaba el súbito silencio que se hizo cuando descubrieron que él estaba en el umbral.

Ahora, Zeev HaCohen estaba sentado a los pies de Matilda, la encargada de cocinas y del supermercado del kibbutz; junto a HaCohen, había tomado asiento un niño que se entretenía jugueteando con la hebilla de su bíblica sandalia marrón. Sería uno de sus nietos, el retoño de uno de los hijos que le había dado sólo Dios sabe cuál de sus mujeres, pensó Aarón, recordando vagamente lo que había oído comentar a Moish sobre la compleja vida familiar del intelectual y filósofo de mayor renombre del kibbutz y de otros kibbutzim del mismo estilo.

– ¿Cuántos años tiene ya? -le había preguntado Aarón a Moish cuando llegaron juntos al lugar de la celebración.

– No lo sé muy bien -respondió Moish distraídamente mientras bajaba de sus hombros a su hijo pequeño para dirigirse a la tarima-. Setenta y cinco, tal vez. No, más de setenta y cinco, seguro.

El kibbutz ya contaba con cincuenta años de vida. Medio siglo había transcurrido desde que los miembros fundadores se instalaran en aquellas tierras. No era el kibbutz más antiguo de Israel, pero no se podía dudar que estaba sólidamente establecido. Aquel día reinaba un ambiente festivo, mas, al propio tiempo, era evidente que nadie se estaba tomando la celebración demasiado en serio. Los únicos a quienes se veía emocionados eran los niños, pero se los habían llevado hacia la hilera de maquinaria agrícola y ninguno estaba prestando atención a lo que sucedía en la tarima ni a los cánticos del coro. Y, excepción hecha de los miembros del coro, nadie vestía de azul y blanco. Ni siquiera los niños de la guardería, advirtió Aarón con una sombra de desengaño que le hizo sonreír, y no había ni rastro de la bandera nacional. Una cosa más sobre la que habría de interrogar a Srulke. Recordó la nostalgia que antaño solía embargar su ánimo en los días de fiesta y la emoción con que aguardaba, muy especialmente, la fiesta de las Semanas o Shavuot, la sensación muy real y auténtica de estar participando en acontecimientos importantes que le dominaba en aquellos tiempos.

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