Sí alguna vez te olvidase, Jerusalén,
que me falle la diestra;
se me pegue la lengua al paladar
si no te recuerdo,
por encima de mi alegre canción.
CANTO DE LOS HIJOS EXILIADOS DE ISRAEL
SALMO 137
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas
y apedreas a los que te son enviados!
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos
como la gallina reúne a sus polluelos bajo sus alas…!
JESÚS CONTEMPLANDO EL MONTE DE LOS OLIVOS
SAN MATEO, 23-37
¡Oh, Jerusalén, tierra elegida de Alá y patria
de Sus servidores! ¡A partir de tus murallas, el mundo
se ha convertido en mundo!
¡Oh, Jerusalén, el rocío que cae sobre ti
cura todos los males, porque procede
de los jardines del Paraíso!
EL «HADITH», PALABRAS DEL PROFETA MAHOMA
Oh, Jerusalén narra el nacimiento del Estado de Israel en 1948, tras la cruenta lucha entre árabes y judíos. A lo largo de sus páginas, el lector vive los acontecimientos codo a codo con sus protagonistas, y descubre, entre otras cosas que, antes de que estallara el conflicto, ambos pueblos vivían en armonía e incluso compartían los mismos barrios.
Oh, Jerusalén se ha convertido en una obra clásica y en un texto clave para entender por qué Israel sigue siendo, medio siglo después de su fundación, una de las zonas más conflictivas del planeta. Nadie como Dominique Lapierre y Larry Collins para ayudarnos a esclarecer esta complicada realidad.
Dominique Lapierre & Larry Collins
Oh, Jerusalén
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JeSsE06.06.13
Título original: Oh, Jerusalem
Dominique Lapierre & Larry Collins, 1972
Traducción: Juan Moreno
Retoque de portada: JeSsE
Editor digital: JeSsE
ePub base r1.0
DOMINIQUE LAPIERRE. (La Rochelle, Francia, 30 de julio de 1931) es un escritor francés, autor de los best-seller La ciudad de la alegría, Mil soles, Esta noche la libertad, Era medianoche en Bhopal y de Más grandes que el amor, varios con la colaboración de Larry Collins.
Con trece años, viajó con su padre, que era diplomático a Estados Unidos, y tras sus estudios secundarios, emprendió una vida viajera y aventurera por el país, apasionado por los automóviles; ejerció los más variados trabajos y con dieciocho años escribió su primer libro, que resultó ser un éxito internacional. Mediante una beca, se licenció en Economía Política en el Lafayette College de Easton, en Pennsylvania, casándose con veintiún años, y continuando su vida aventurera.
A su regreso a París, fue reclutado por el ejército, y casualmente conoció a Larry Collins, con quien entabló una fuerte amistad que desembocaría en una fructífera colaboración literaria. Durante varios años fue reportero de París Match continuando con su incansable vida viajera.
JOHN LAWRENCE COLLINS JR. Conocido ampliamente como Larry Collins, es un escritor y periodista estadounidense, nacido el 14 de septiembre de 1929 en West Hartford, Connecticut, EE.UU. y fallecido el 20 de junio de 2005 en Frejus, Francia.
Cursó brillantemente su estudios en la Universidad de Yale, para instalarse después en Europa en 1954, donde dirigió la agencia United Press International en Roma, Beirut y París. Entre 1961 y 1965 dirigió la corresponsalía parisiense del semanario Newsweek y fue entonces cuando comenzó su colaboración con Dominique Lapierre, con quien escribió ¿Arde París? (1964).
Su encuentro y amistad con Dominique Lapierre al que conoció durante el servicio militar en el cuartel de las fuerzas aliadas en Europa (Shape, Francia), les llevaría a fundar una fructífera sociedad literaria que les dio fama y dinero, con lo que se apartó provisionalmente del periodismo para lanzarse a grandes investigaciones que desembocarían en algunos de los mayores éxitos literarios de los últimos cuarenta años.
Notas
PRÓLOGO
Aquella tarde de mayo de 1948, el lamento de las gaitas se extendió por última vez en el laberinto de viejas callejuelas. Anunciaba la salida de los soldados británicos que habían ocupado la vieja ciudad de Jerusalén. Impasibles, marchaban silenciosos en grupos de ocho o diez, y el martilleo de sus borceguíes punteaba la melodía. Encuadrando a cada grupo, dos hombres, metralleta en mano, vigilaban atentamente las fachadas y terrazas del universo hostil que atravesaban.
En las ventanas o en los umbrales de las sinagogas y escuelas religiosas de la calle de los Judíos, los viejos de luengas barbas contemplaban el desfile. Durante tres mil años, sus antepasados habían visto partir a muchos otros ocupantes: asirios, babilonios, persas, romanos, cruzados, árabes y turcos. Hoy les tocaba el turno, a los militares británicos, de abandonar aquellas murallas tras un triste reinado de treinta años. Pálidos y encorvados por una existencia dedicada por completo al estudio, aquellos ancianos encarnaban la perennidad de la presencia judía en Jerusalén. Rabinos, talmudistas o doctores de la ley, parcela casi olvidada de la comunidad dispersa, habían sobrevivido de siglo en siglo. Habían santificado el día del sábado y regulado cada acto de sus pobres vidas según los preceptos sagrados. Se habían aprendido de memoria los versículos de la Torá y copiado de nuevo cuidadosamente los textos del Talmud, que se transmitían de generación en generación. Cada día acudían a postrarse ante el Muro de las Lamentaciones, implorando al Dios de Abraham que hiciera regresar a su pueblo a esta tierra de la que había sido expulsado. Nunca este día pareció más próximo.
De hecho, otras miradas espiaban la columna de soldados extranjeros. Emboscados al abrigo de sacos terreros que obstruían determinadas ventanas o tras invisibles aspilleras dispuestas en las venerables fachadas, los vigías judíos esperaban, armados con metralletas y granadas rudimentarias. Dentro de poco, cuando desapareciese el último soldado, se lanzarían hacia las posiciones británicas abandonadas, una media docena de casas fortificadas que defendían el barrio judío de los ataques procedentes de los barrios árabes que lo rodeaban.
Cuando el último destacamento británico llegó al final de la calle, torció hacia la izquierda, para subir por una callejuela que conducía al imponente cercado del patriarcado armenio. Se detuvo cuando llegaron ante el arcén de piedra que coronaba la entrada del número 3 de la calle Or Chayim.
En su despacho, con las paredes repletas de libros viejos y objetos religiosos, el rabino Mordechai Weingarten, la más alta autoridad del barrio, había pasado la tarde en compañía de sus textos sagrados. Absorto en su meditación, tardó un momento antes de responder al golpe dado en la puerta. Se levantó al fin y, tras ponerse el chaleco y la levita negros, se ajustó sus gafas con montura de oro, cogió su sombrero y salió. En el patio, un oficial, con las insignias amarillas y rojas del «Suffolk Regiment», le esperaba para entregarle una gran llave. Era la llave de la puerta de Sión, una de las siete puertas de Jerusalén.