Craig Russell
Cuento de muerte
Traducción de Eduardo Hojman
Miércoles, 17 de marzo. 9:30 h
Playa Elbstrand, Blankenese, Hamburgo
Fabel le acarició suavemente la mejilla con la mano enguantada. Un gesto estúpido; un gesto probablemente inapropiado, pero que él sentía que, de alguna manera, era necesario. Vio cómo le temblaba el dedo cuando trazó la curva de la mejilla. Sintió algo tenso y angustiante en su pecho cuando se dio cuenta de lo mucho que ella le recordaba a su hija Gabi. Sonrió con un gesto sutil, duro y forzado y notó que sus labios temblaban con el esfuerzo de los músculos de la cara. Ella lo miró con sus grandes ojos. Ojos celestes que no parpadeaban.
El pánico de Fabel aumentó. Sintió deseos de abrazarla y decirle que todo saldría bien. Pero no podía; y nada saldría bien. Ella seguía clavándole esa mirada inmóvil, fija, celeste.
Fabel, que estaba de cuclillas, percibió la presencia de Maria Klee a su lado. Retiró la mano y se incorporó.
– ¿Qué edad tiene? -preguntó sin volverse hacia Maria, manteniendo los ojos fijos en los de la niña.
– Es difícil decirlo. Quince, dieciséis, supongo. Aún no tenemos un nombre.
La brisa matinal levantó un poco de arena fina de la playa de Blankenese y la hizo girar en el aire como un trago revuelto en un vaso. Algunos de los granos llegaron a los ojos de la niña y se posaron sobre sus córneas, pero ella tampoco parpadeó esta vez. Fabel se dio cuenta de que ya no podía seguir contemplándola y apartó ¡a mirada. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo y giró la cabeza, mirando, sin más motivo que llenarse los ojos con algo que no fuera la imagen de la chica asesinada, hacia el cilindro de rayas rojas y blancas del faro de Blankenese. Dio la vuelta hacia Maria. Contempló esos ojos francos, grises con reflejos azulados, que nunca revelaban mucho de la persona que estaba detrás de ellos; que a veces sugerían frialdad, falta de emoción, a menos que uno la conociera bien. Fabel suspiró como si un gran dolor o tristeza le hubieran obligado a soltar el aliento.
– A veces no sé si puedo seguir con esto, Maria. -Te entiendo -dijo ella, mirando a la chica. -No… Lo digo en serio, Maria. Llevo más de la mitad de mi vida haciendo este trabajo y por momentos tengo la sensación de que ya he tenido suficiente… Por Dios, Maria, se parece tanto a Gabi…
– ¿Por qué no me dejas este caso a mí? -respondió María-. Al menos por el momento. Yo me ocuparé de los forenses.
Fabel negó con la cabeza. Tenía que quedarse. Tenía que mirar. Tenía que sufrir. Se sintió atraído nuevamente hacia la chica. Sus ojos, su pelo, su cara. Recordaría cada detalle. Ese rostro demasiado joven para cargar con la muerte permanecería en las galerías de su memoria, junto con todos aquellos otros rostros -algunos jóvenes, otros viejos, todos muertos- que le habían dejado años de investigaciones de homicidios. No era la primera vez que Fabel se daba cuenta de lo mucho que le molestaba la relación unilateral que tenía con esas personas. Sabía que, en las próximas semanas y meses, llegaría a conocer a esa chica; aprendería sus rutinas, la música que le gustaba, los pasatiempos a los que se dedicaba. Luego hurgaría más profundo; sonsacaría secretos solemnes a sus amigos más íntimos; leería el diario que ella había guardado escondido para el mundo; compartiría los pensamientos que ella había decidido no compartir; leería los nombres de los chicos que ella había garabateado en secreto. Construiría una imagen completa de las esperanzas y los sueños, del espíritu y la personalidad de la mu chacha que una vez había vivido detrás de aquellos ojos celestes.
Fabel llegaría a conocer totalmente a esa chica. Pero ella jamás lo conocería a él. Su conciencia de ella comenzaba con la extinción total de la conciencia de la joven. Con su muerte. El trabajo de Fabel consistía en conocer a los muertos.
Pero ella seguía mirándolo fijamente desde la arena. Su ropa era vieja; no eran harapos, pero sí prendas descoloridas y gastadas. Una sudadera ancha con la sombra de un dibujo en la parte delantera y unos téjanos desteñidos. Cuando esas prendas eran nuevas debieron de ser baratas.
Estaba tumbada en la arena con las piernas parcialmente dobladas debajo del cuerpo, las manos descansando sobre el regazo. Era como si hubiese estado de rodillas en la arena y se hubiera caído, en una postura congelada. Pero no había muerto allí. Fabel estaba seguro de ello. De lo que no estaba seguro era de si aquella postura era una disposición accidental de los miembros o una pose deliberada preparada por el que la había dejado en aquel lugar.
La llegada de Brauner, jefe del Spurensicherung, el departamento forense, arrancó a Fabel de sus dolorosos pensamientos. Brauner caminó por las tablas de madera colocadas sobre ladrillos que había dispuesto como única vía de entrada y salida al escenario del crimen. Fabel le hizo un triste gesto de bienvenida.
– ¿Qué tenemos, Holger? -preguntó Fabel.
– No mucho -dijo Brauner con expresión sombría-. La arena está seca y es muy fina, y el viento la mueve bastante. Barre literalmente cualquier rastro forense. No creo que éste sea el escenario principal del crimen… ¿Y tú?
Fabel negó con la cabeza. Brauner miró el cuerpo de la chica con una expresión de angustia. Fabel sabía que Brauner también tenía una hija y vio en la tristeza de la cara del forense una sombra del dolor sordo que él también sentía. Brauner exhaló un largo aliento.
– Le haremos un análisis forense completo antes de pasársela a Möller para la autopsia.
Fabel observó en silencio mientras los especialistas forenses del Spurensicherungsteam, vestidos con sus batas blancas, procesaban la escena. Como embalsamadores egipcios envolviendo una momia, los técnicos del SpuSi trabajaron sobre el cadáver, cubriendo cada centímetro cuadrado con tiras de cinta adhesiva Tesa, cada una de las cuales era numerada y fotografiada, y luego transferida a una lámina de polietileno.
Una vez procesada la escena, dos empleados del depósito de cadáveres levantaron cuidadosamente el cuerpo, lo introdujeron en la bolsa de vinilo para cadáveres y lo subieron a unas angarillas que, medio empujando y medio cargando, arrastraron a través de la arena blanda. Fabel mantuvo la mirada fija sobre la bolsa de cadáveres, un borrón difícil de distinguir entre los pálidos colores de la arena, las rocas y los uniformes de los encargados del depósito forense, hasta que desapareció de la vista. Luego se dio la vuelta y recorrió nuevamente con la mirada la arena limpia y amarilla en dirección al delgado faro de Blankenese, y la extendió a través del Elba hacia las distantes costas verdes del Altes Land, para entonces regresar a los cuidados jardines verdes de Blankenese, con sus elegantes y caros chalés.
Fabel sintió que jamás había visto una escena tan desolada.
Miércoles, 17 de marzo. 9:50 h
Hospital Krankenhaus Mariahilf, Heimfeld, Hamburgo
La Oberschwester, la enfermera jefe, lo observó desde el vestíbulo y, al hacerlo, sintió un peso en el corazón. Estaba sentado, sin conciencia de que lo observaban, inclinado hacia delante en la silla junto a la cama, con la palma de la mano posada en la topografía arrugada y blanquecina de la frente de la andana. Cada tanto su mano acariciaba suave y lentamente el pelo blanco y, durante todo ese tiempo, le hablaba al oído con un murmullo bajo y sutil que sólo la anciana podía oír. La enfermera jefe se dio cuenta de que una de sus subordinadas estaba de pie a su lado. La segunda enfermera también sonrió con una expresión compasiva y dolorosa cuando vio la escena formada por el hijo de mediana edad y su madre anciana envueltos en un universo privado y exclusivo. La enfermera jefe señaló la escena con un leve movimiento de la barbilla.
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