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Federico Levín - Los altos. Seguido de Biografía onírica de un corredor

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Los altos. Seguido de Biografía onírica de un corredor: resumen, descripción y anotación

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F EDERICO L EVÍN nació en 1982. Ha publicado las novelas Historias Higiénicas (Grupo Editor Latinoamericano, 2000), Igor (Gárgola Ediciones, 2007), Ceviche (Negro Absoluto, 2009), Bolsillo de cerdo (Negro Absoluto, 2011); el libro de poesía Los Pacoquis (Editorial Funesiana, 2009) y el libro de ensayos Nueva Autoayuda, junto a Agustín J. Valle (Kier, 2009). Formó parte del grupo de narradores El quinteto de la muerte, con el que publicó el libro La Fiesta de la Narrativa (Una Ventana, 2010), donde participa con un volumen de cuentos cortos. Ha publicado cuentos y ensayos en diversas antologías, y mantiene/escribe una novela autobiográfica en capítulos anuales en el blog www.moscas.blogspot.com. Se encuentra en preparación la publicación de la nouvelle Pupila, en la editorial EDUVIM .

Actualmente es coordinador y cocinero de un espacio cultural de barrio de Paternal, conduce talleres de escritura y escribe para diversos medios audiovisuales.

© 2012 los-proyectos

© 2012 Federico Levín

Buenos Aires, Argentina

www.los-proyectos.com.ar

eISBN: 978-987-28505-3-1

Diseño de cubierta: Mica Hernández

Diseño y armado: los-proyectos

Levín, Federico

Los altos. Seguido de Biografía onírica de un corredor. - 1a ed. - Buenos Aires : los-proyectos, 2012.

EBook

ISBN 978-987-28505-3-1

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título

CDD A863

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

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L OS ALTOS
Seguido de Biografía onírica de un corredor

Federico Levín

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E L TRUCO ES el juego de los enunciados performativos. La palabra truco , como la palabra envido , equivale, para el que la dice y en función de quien la escucha, a una acción que hay que respaldar con las cartas que el azar haya dispuesto para cada uno. Una vez dicha ( ¡Truco!... ¡Envido! ), cada palabra se vuelve verdad porque el otro tiene que contestar: puede decir que quiere, que no quiere, o que quiere todavía más, y cada una de sus palabras-respuestas van a ser igualmente performativas. Todo lo demás, lo que no está en estas palabras ni en las cartas que las respaldan, está en las caras de los participantes que se miran, que juegan juntos, de dos en dos, sin conocer la suerte de su compañero ni de sus rivales.

Los altos despacharon a la pareja de desafiantes en menos de cuarenta minutos. Decían apenas las palabras que tenían que decir, y se llenaban de gestos mutuos absolutamente ininteligibles para cualquier mortal ajeno.

Ellos eran mortales, lo sabían, pero no eran ajenos. Estaban llenos de gestos.

Después vino otra pareja, y otro vino. Los altos se sirvieron un vaso cada uno y terminaron el partido antes de volver a servirse. Ganaban porque “tenían cartas”, como decían los demás, esa era una verdad irrefutable. Pero ellos no se esforzaban en desmentirlo ni confirmarlo. Solo decían un par de esas palabras, y se sabían enteros en las caras. Después de siete u ocho victorias al hilo, cuando ya iban quedando pocos parroquianos invictos, alguno propuso que los altos estaban haciendo trampa, que no eran válidas las señas inventadas. El tema es que los Medina no podían evitarlas, y estaban al tanto de que todas las señas eran inventadas. De todas formas, no contestaron la acusación. Lo cual fue tomando como una provocación, y nadie quiso quedarse con ganas de volver a intentarlo. Así fueron perdiendo todos los presentes en el bar, duplicando cada vez la apuesta, casi siempre monetaria, a veces consistente en comida o bebida del lugar, o un vale para alguna de las prostitutas que todavía estaban durmiendo la siesta o en manos de algún cliente poderoso. El dueño de La Espada Rota instó a sus clientes a abandonar las esperanzas, para que no siguieran perdiendo plata que en algún momento iría a ser de él, pero ellos lo consideraron, de a poco pero finalmente de manera unánime, como una nueva provocación.

Así que los altos, con su silencio y sus palabras bajitas, con sus gestos extremadamente expresivos pero sencillos y cotidianos, fueron ganándoles a todos más de una vez. Varios de los contrincantes se quedaron sin plata pero seguían apostando. Uno puso como garantía las llaves de su auto, y recién ahí los altos detuvieron su aceptación: hicieron como si se tratara de un gesto de grandeza pero los dos sabían, pequeños gestos de por medio, que no eran capaces de manejar dos autos. Les faltaban conductores.

En un momento los dejaron tranquilos. Ellos pidieron otro vino. Recién después de las tres de la mañana, cuando el travesti que cantaba a Chavela iba por la tercera o cuarta canción, uno entre todos acercó la sugerencia, la obligación tácita disfrazada de código: no podían quedarse los dos con todo lo ganado; tenía que ganarlo uno de los dos.

Los desafiaron a jugar, como antes, pero esta vez contra nadie: entre ellos. No tuvieron palabras para decir que no.

Les llenaron las copas y los dejaron solos. Octavio mezcló, Claudio cortó y Octavio repartió. Tres para cada uno. Cada uno miró sus cartas.

Nadie sabe lo que tienen, pero todos miran atentamente de reojo sus caras en pugna, como se mira la repetición de un gol.

Claudio se tira hacia atrás, prueba el respaldo de la silla, baja la mirada y la esconde entre sus pies, inhala con fuerza agrandando el ancho de sus hombros. Está confiado. Octavio se apoya con los codos sobre la mesa, inclinándose hacia su hijo, y mira para los costados donde no hay nadie. Sonríe. Piensa que no tiene cómo perder.

Así se quedan un rato, un rato largo, larguísimo. Nadie los mira pero todos los saben ahí, a mano.

Nadie sabe nada, ellos tampoco. Ahora no hay ellos.

Dicen que la policía está por llegar, y uno de los dos piensa que podrían irse ahora. Si no hubieran tomado tanto. Si tuvieran adónde, o por qué volver. O si hubieran terminado, o apenas empezado a jugar.

Entonces se quedan en silencio. Todos los miran. No se sabe si escuchan o simplemente callan. Se miran como si fueran paisaje. A los ojos pero sin preguntas. Se miran como si miraran las estrellas, una noche clara en medio de la ruta. Sin preguntas, porque a las estrellas no se les pregunta nada, o se les pregunta pero en silencio.

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U N TRAVESTI VIEJO , de pelo largo un poco canoso y recién lavado, toca la guitarra y canta una canción de Chavela Vargas. Es lo que viene haciendo desde hace un rato, y tiene pensado seguir haciéndolo un rato más. El bar, clavado en una orilla de la ruta 5, está medio lleno y medio vacío. Las mesas están habitadas por parroquianos regulares, en general camioneros, algunos trabajadores del peaje y las estaciones de servicio de la zona. Y en una mesa hay dos tipos. Los dos son muy altos y están enfrentados. En silencio. No se sabe si escuchan o simplemente callan. Se miran como si fueran paisaje. A los ojos pero sin preguntas. Se miran como si miraran las estrellas, una noche clara en medio de la ruta. Sin preguntas, porque a las estrellas no se les pregunta nada, o se les pregunta pero en silencio. Alrededor de la mesa de los altos todo es ruido y provocación, carcajadas con eco, cosas chiquitas que brillan en la oscuridad que los borrachos comparten como un juego. Pero el silencio de los altos es fuerte, se escucha desde la puerta.

Uno de los dos es un poco más fornido y visiblemente más joven que el otro, tiene el pelo rapado pero se nota rubio. Aparenta unos veinte años. El otro bordea los cincuenta, es canoso y flaco, y lleva una campera de jean con los puños desabotonados. Pero ninguno de ambos por separado se ve más importante que la mirada que cruzan a través de la mesa. Llegaron al bar hace tres o cuatro horas, en un auto blanco que está estacionado del otro lado de la ruta.

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