Donna Leon
La chica de sus sueños
Título original: The Girl of His Dreams
© Traducción: Ana Mª de la Fuente, 2008
Der Tod macht mich nicht beben.
Nur meine Mutter dauert mich;
Sie stirbt vor Gram ganz sicherlich.
No me hace temblar la muerte.
Solo mi madre me entristece;
sin duda morirá de pena.
Brunetti había descubierto que contar hasta cuatro y volver a contar una vez y otra le permitía abstraerse casi de cualquier pensamiento. Ello no le enturbiaba la vista, y este día resplandecía con toda la gracia y los dones de la primavera, de manera que, mientras mantuviera la mirada por encima de las cabezas que lo rodeaban, podría solazarse contemplando la cúspide de los cipreses y el cielo jaspeado de nubes blancas. Con volver la cabeza sólo un poco, veía a lo lejos la tapia de ladrillo, sabiendo que al otro lado estaba la cúpula de San Marcos. Contar era una especie de contracción mental, comparable al acto reflejo por el que encogía los hombros en invierno, con la ilusión de que, exponiendo menos superficie, sentiría menos frío. Y ahora, exponiendo una parte menor de su mente a lo que sucedía a su alrededor, sufriría menos.
Paola, que caminaba a su derecha, se colgó de su brazo y ambos acoplaron el paso. A su izquierda estaba Sergio, su hermano, con su mujer y dos de sus hijos. Raffi y Chiara iban detrás de él y de Paola. Él se volvió a mirar a los chicos y sonrió: un gesto leve que se disipó rápidamente al aire de la mañana. Chiara le sonrió a su vez y Raffi bajó la mirada.
Brunetti oprimió el brazo de Paola con el suyo y se volvió a mirarla. Observó que ella se había recogido el pelo detrás de la oreja izquierda y llevaba los pendientes de oro y lapislázuli que él le había regalado en Navidad dos años antes. El azul del pendiente era más claro que el azul marino del abrigo que se había puesto en lugar del negro. ¿Cuándo había dejado de observarse, se preguntó Brunetti, la tácita norma según la cual en un entierro tienes que vestir de negro? Él recordaba el de su abuelo, en el que toda la familia, las mujeres sobre todo, iban enlutadas de arriba abajo, como plañideras de novela victoriana, aunque él no sabía aún lo que era la novela victoriana.
A su abuelo lo enterraron en este mismo cementerio, bajo estos mismos árboles, y el sacerdote que encabezaba el cortejo debía de rezar las mismas oraciones. Recordaba Brunetti que, detrás del féretro, caminaba el hermano mayor de su abuelo. Recordaba que el anciano -debía de tener noventa años por lo menos- había traído un terrón de tierra de su granja de las afueras de Dolo, ya desaparecida bajo la autostrada y las fábricas. Y recordaba que, estando todos alrededor de la tumba, en silencio, mientras bajaban la caja, el tío abuelo sacó el pañuelo, lo desdobló y arrojó el pequeño terrón sobre la tapa.
Aquel gesto se grabó en su memoria infantil; él no comprendía por qué el anciano había llevado su propia tierra, y nadie de la familia supo explicárselo. Ahora, en el mismo lugar, Brunetti se preguntaba si quizá aquella escena no habría sido sólo fruto de la imaginación de un niño nervioso, intimidado al ver a las personas de su entorno todas vestidas de negro, o se debía a la confusión provocada en su mente por su propia madre al intentar explicar qué es la muerte a un niño de seis años.
Ahora ya sabría lo que es, pensó él. O quizá no. Brunetti tendía a creer que lo terrible de la muerte es precisamente la falta de conciencia, que los muertos dejan de saber, dejan de comprender, dejan de todo. Sus primeros años estuvieron llenos de mitos: el Niño Jesús duerme en su cuna, la resurrección de la carne, un mundo mejor para los justos.
Su padre no era creyente: ésta fue una de las constantes de la infancia de Brunetti. Era un ateo callado, que no hacía comentarios sobre la evidente fe de su esposa. No iba a la iglesia, se ausentaba cuando el sacerdote venía a bendecir la casa y no asistía a los bautizos, primeras comuniones y confirmaciones de sus hijos. Cuando le preguntaban, Brunetti padre musitaba: «Sciocchezze» o «Roba da donne» y daba por zanjado el tema, dejando que sus hijos lo imitaran si querían, convencido de que la religión era una práctica tonta de mujeres o una práctica de mujeres tontas. Pero al fin lo cazaron, recordó Brunetti. Un cura entró en la habitación del Ospedale Civile y administró los últimos sacramentos al agonizante Brunetti, y se le dijo una misa de cuerpo presente.
Quizá transigió para complacer a su esposa. Brunetti había visto mucha muerte y comprobado que la fe es un consuelo para el que queda. Quizá tenía presente esta idea durante una de las últimas conversaciones que mantuvo con su madre, una de las últimas conversaciones lúcidas, desde luego. Ella aún vivía en su propia casa, aunque sus hijos ya habían tenido que contratar a la hija de una vecina para que pasara el día con ella y, después, también la noche.
Durante el último año, antes de extraviarse en aquel otro mundo del que ya no saldría hasta su muerte, su madre ya no rezaba. Su querido rosario desapareció, lo mismo que el crucifijo de al lado de la cama, y hasta dejó de oír misa, a pesar de que la muchacha del piso de abajo a menudo le preguntaba si quería ir a la iglesia.
«Hoy no», respondía ella, como dejando lugar a la posibilidad de ir al día siguiente o al otro. Siguió dando esta respuesta hasta que la muchacha primero y la familia Brunetti después dejaron de preguntar. No es que ya no sintieran curiosidad acerca de su estado mental, sólo habían aceptado esta manifestación del mismo. Con el tiempo, su conducta fue haciéndose más alarmante: tenía días en los que no reconocía a sus hijos y días en los que no sólo los reconocía a ellos sino que hablaba con toda lucidez acerca de sus vecinos y todos sus parientes. Pero la proporción entre unos días y otros fue cambiando, y los días en los que reconocía a sus hijos y recordaba a los vecinos eran cada vez más escasos. Uno de aquellos últimos días, una fría tarde invernal, seis años antes, Brunetti fue a verla para tomar el té y las pastas que ella había hecho por la mañana. Las hizo por casualidad, porque, a pesar de que él le había dicho tres veces que iría, se le había olvidado.
Mientras tomaban el té, ella le describió unos zapatos que había visto en un escaparate la víspera y que había decidido comprar. Brunetti, a pesar de saber que hacía seis meses que su madre no salía de casa, se ofreció para ir a comprárselos, si le decía dónde estaba la tienda. La mirada con que ella le respondió era de pena, pero disimulando dijo que prefería ir ella misma, para probárselos y asegurarse de que le estaban a la medida.
Ella se quedó mirando la taza, como si no se hubiera dado cuenta de su fallo de memoria. Para mitigar la tensión, Brunetti preguntó a bocajarro:
– Mamma, ¿tú crees en todas esas historias del cielo y la otra vida?
Ella alzó los ojos hacia la cara de su hijo menor y él vio el iris enturbiado.
– ¿Del cielo? -preguntó.
– Sí. Y de Dios -respondió Brunetti-. Todo eso.
Ella bebió un sorbo de té, se inclinó hacia adelante para dejar la taza en el platillo e irguió el tronco; siempre, hasta el final, se había mantenido erguida. Entonces sonrió, con aquella sonrisa que tenía cuando Guido hacía una de sus preguntas, siempre tan difíciles de contestar.
– Sería bonito, ¿verdad? -respondió, y le pidió que le sirviera otra taza de té.
Brunetti notó que Paola se paraba, y se detuvo a su vez, volviendo de sus recuerdos, atento al lugar y al acto. En un rincón, en dirección a Murano, había un árbol florido. Color de rosa. ¿Un cerezo? ¿Un melocotonero? No estaba seguro, él no sabía mucho de árboles, pero se alegraba de que fuera rosa, un color que a su madre siempre le había gustado, a pesar de que no le sentaba bien. El vestido que llevaba dentro de la caja era gris, de fina alpaca. Hacía años que lo tenía pero se lo ponía poco y bromeando decía que quería que la enterraran con él. Bien.
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