Donna Leon
Justicia Uniforme
Comisario Guido Brunetti 12
Lo despertó la sed, pero no esa sed sana de después de un partido de tenis o de un día de esquí, una sed que llega poco a poco, sino la sed corrosiva y apremiante provocada por la imperiosa necesidad del cuerpo de reponer los líquidos que han sido desplazados por el alcohol. Se desveló bruscamente, sudoroso, con la ropa pegada a la piel.
Al principio, pensó que podría burlar aquella exigencia de su cuerpo, desentenderse de ella y volver al sueño caliginoso del que lo había sacado el aguijón de la sed. Se puso de lado, con la boca abierta y pegada a la almohada, y se subió la manta sobre el hombro. Pero, por mucho que su cuerpo ansiara el descanso, él no podía obligarlo a olvidar la sed ni aquel cosquilleo nervioso del estómago. Inmóvil, totalmente apático, trataba de volver a dormirse.
Parecía que iba a conseguirlo, hasta que empezó a repicar la campana de una iglesia de la ciudad, que le hizo abrir los ojos otra vez. Se le infiltraba en la mente la idea del líquido: un vaso de burbujeante agua mineral, con gotas de condensación resbalando por el cristal empañado, la fuente del pasillo de su escuela primaria, un vaso de cartón lleno de Coca-Cola. En ese momento, necesitaba líquido más que cualquier cosa buena o apetecible que pudiera haberle ofrecido la vida.
Una vez más, quiso conciliar el sueño, pero ahora ya sabía que había perdido la partida y que no tendría más remedio que dejar la cama. Dudó un momento, preguntándose por qué lado debía levantarse y si el suelo del pasillo estaría muy frío, pero enseguida rechazó estas ideas con la misma violencia con que apartó la ropa de la cama y se puso en pie. Sintió martillazos en la cabeza y un calambre en el estómago que protestaba por su nueva posición respecto al suelo, pero pudo más la sed.
Abrió la puerta de la habitación y empezó a andar por el largo pasillo, iluminado por las luces del exterior. Tal como él temía, las baldosas de linóleo martirizaban sus pies descalzos, pero la idea del agua que le esperaba le ayudó a soportar el frío.
Entró en el cuarto de baño y, empujado por una irresistible necesidad, fue hacia el primero de los blancos lavabos que se alineaban junto a la pared. Abrió el grifo del agua fría y la dejó correr un minuto: su embotamiento no le impedía recordar que la primera agua que salía de aquellas cañerías estaba tibia y sabía a herrumbre. Cuando la notó fresca, hizo un cuenco con las manos e inclinó la cara hacia ellas. Bebía con ruidosos sorbetones, sintiendo cómo el agua le entraba en el cuerpo, refrescándolo, salvándolo. La experiencia le había enseñado que, después de unos tragos, debía descansar, para ver cómo su castigado estómago reaccionaba a la sorpresa de recibir líquido sin alcohol. En un principio, no le gustó, pero la juventud y la buena salud de todo el organismo contrarrestaron la reacción del estómago, que al fin se resignó y hasta pidió más agua.
Él accedió de buen grado a la petición, volvió a inclinarse y bebió ocho o nueve tragos que llevaron alivio a su cuerpo torturado. Aquella súbita inundación hizo saltar un resorte del estómago que repercutió en el cerebro, y él tuvo que apoyarse en el lavabo con las dos manos, hasta que el mundo volvió a quedarse quieto.
Puso las manos bajo el chorro que seguía manando y volvió a beber, hasta que la experiencia y la razón le hicieron comprender que sería peligroso continuar. Se irguió con los ojos cerrados y se pasó las palmas de las manos mojadas por la cara y por el pecho de la camiseta. Luego se secó los labios con el faldón y, reconfortado y sintiéndose capaz de empezar a pensar en encararse de nuevo con la vida, dio media vuelta para regresar a su habitación.
Entonces vio al murciélago, o lo que, en su aturdimiento, tomó por un murciélago, allá lejos. Un murciélago no podía ser, porque medía por lo menos dos metros de largo y era tan ancho como un hombre. Pero tenía forma de murciélago. Parecía estar colgado de la pared, con la cabeza ladeada sobre las alas negras y lacias y las garras asomando por abajo.
Se frotó la cara con fuerza, para borrar la visión, pero cuando volvió a abrir los ojos la negra figura seguía allí. Temiendo que pudiera ocurrirle algo malo si apartaba la vista del murciélago, retrocedió lentamente en dirección a la puerta del aseo donde sabía que estaba el interruptor de los tubos fluorescentes. Ofuscado por una mezcla de terror e incredulidad, mantenía las manos atrás, palpando las baldosas de la pared, convencido de que aquel contacto era lo único que lo unía a la realidad.
Como un ciego, fue siguiendo su mano hasta encontrar el interruptor, y entonces los tubos fluorescentes dispuestos en dos largas filas fueron pasándose la luz unos a otros e iluminaron el aseo como si fuera de día.
El miedo le hizo cerrar los ojos mientras las luces se encendían parpadeando, miedo del horrible movimiento que aquella figura con forma de murciélago pudiera sentirse impulsada a hacer al disiparse la oscuridad que la amparaba. Cuando los tubos dejaron de crepitar, el joven abrió los ojos y se obligó a mirar.
Aunque aquella luz cruda transformó y definió la figura, no borró por completo su parecido con un murciélago ni suavizó el siniestro perfil de aquellas largas alas. Pero ahora se veía que las alas estaban formadas por los amplios pliegues de la oscura capa del uniforme de invierno, y la cabeza no era de murciélago sino la de Ernesto Moro, natural de Venecia y, al igual que el muchacho que ahora vomitaba con violentos espasmos en el lavabo más próximo, alumno de la Academia Militar de San Martino.
Las autoridades tardaron en entrar en acción tras la muerte del cadete Moro, aunque el retraso no se debió a la actuación de Pietro Pellegrini, su compañero de estudios. Cuando remitieron las náuseas, el muchacho volvió a su habitación y, utilizado el telefonino, casi un apéndice natural de su persona, por la frecuencia con que lo usaba y consultaba, llamó a su padre, que se encontraba en Milán en viaje de negocios, y le explicó lo sucedido, o lo que acababa de ver. En un principio, el padre, abogado, dijo que informaría a las autoridades, pero luego, con mejor criterio, aconsejó a su hijo que lo hiciera él, y que lo hiciera inmediatamente.
Al padre de Pellegrini ni por asomo se le ocurrió pensar que su hijo pudiera estar involucrado en la muerte del otro muchacho, pero, por ser criminalista, estaba familiarizado con la mentalidad oficial. Sabía que la persona que vacila en informar de un crimen a la policía resulta sospechosa, y conocía la tendencia de las autoridades a seguir el camino trillado. Por lo tanto, dijo a su hijo -más aún, se lo ordenó- que llamara a las autoridades al momento. El muchacho, educado en la obediencia por su padre y por dos anos de ¡a disciplina de San Martino, supuso que las autoridades eran las de la academia, y bajó a informar a su comandante de la presencia de un muchacho muerto en los aseos del tercer piso.
El agente de la questura que recibió el aviso de la academia preguntó el nombre del comunicante, tomó nota, preguntó cómo se había enterado de la existencia de la persona muerta y anotó también la respuesta. Al colgar el teléfono, et policía consultó al compañero de la centralita si no deberían trasladar el aviso a los carabinieri, ya que, siendo la academia una institución militar, podía corresponder a su jurisdicción y no a la de la policía metropolitana. Estuvieron debatiéndolo un rato, y el segundo policía llamó a la oficina de agentes, para informarse sobre el procedimiento. El agente que contestó su llamada mantenía que la academia era una institución privada, desvinculada del ejército -le constaba, porque el hijo de su dentista estudiaba allí-, por lo que les correspondía a ellos hacerse cargo del caso. Los policías de la centralita discutieron un poco más y, finalmente, coincidieron con su compañero. El que había recibido la llamada, al ver que eran más de las ocho, marcó el número interior de su superior, el comisario Guido Brunetti, seguro de que ya estaría en su despacho.
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