Deborah Crombie
Vacaciones trágicas
Kincaid y James 01
A share in death
© 1993 by Deborah Darden Crombie
Traducción: Mari Carmen Llerena
Para Warren Norwood, que sentó las bases
Quisiera dar las gracias a Diane Sullivan, Dale Denton, Viqui Litman, Aaron Goldblatt, John Hardie y Jim Evans, que han seguido la redacción del manuscrito desde el principio hasta el final. Su ayuda ha sido inestimable.
También debo mi gratitud a Susanne Kirk, mi editora, y a Nancy Yost, mi agente, por su apoyo y sus ánimos.
Las vacaciones de Duncan Kincaid empezaron bien. En cuanto el coche enfiló el sendero, un rayo de sol se filtró entre las nubes iluminando un trozo del páramo de Yorkshire que iba quedando atrás, como si alguien hubiera encendido un foco celestial sobre él.
Muros de piedra seca serpenteaban como signos misteriosos de un antiguo alfabeto por el verde brillante del prado, donde pacían unas ovejas de un blanco luminoso, ajenas a su importancia en la composición. La escena parecía detenida tanto en el espacio como en el tiempo, y Kincaid tuvo la impresión de estar ante un tapiz vivo, en un mundo remoto e inalcanzable. Pero las nubes volvieron a correr, la visión se deshizo tan rápido como se había formado, y él sintió un extraño estremecimiento de pérdida.
Pensó que el trabajo de las últimas semanas le cobraba factura y ahuyentó aquella fugaz sensación de su mente. No es que New Scodand Yard requiriera explícitamente que los comisarios detectives recién promovidos se destrozaran las coronarias, pero las vacaciones de agosto se habían aplazado fácilmente a septiembre, y luego había acumulado días libres; siempre ocurría algo, y el último caso había sido especialmente embrollado.
Una serie de mujeres asesinadas en la región de Sussex, todas mutiladas de forma parecida; la peor pesadilla para un policía. Al final habían encontrado al culpable, un auténtico loco, pero no las tenían todas consigo de que las pruebas que habían reunido convencieran a un jurado compasivo. Al final, la sinrazón de todo ello se llevó la mayor parte de la satisfacción de haber acabado con semejante montón de papeles.
– Una manera como otra de pasar la noche del sábado -le había dicho Gemma James, la sargento subordinada de Kincaid, mientras repasaban el último expediente, la noche antes.
– Dígaselo a los jefes. A ellos no creo que se les haya ocurrido.
Kinkaid sonrió desde el otro lado del escritorio atestado. Gemma no estaba precisamente de foto, pálida de cansancio, con la traza de una mancha de carbón en la mejilla que parecía un moratón. Hinchó los carrillos y resopló apartando los mechones pelirrojos que le caían sobre los ojos.
– Qué suerte tiene de ir de vacaciones esta semana. No todos tenemos primos con casas elegantes, o lo que sea.
– Me parece captar una punta de envidia…
– Mañana usted se va a Yorkshire y yo a casa para hacer la compra y poner las lavadoras de la semana… ¿Envidia de qué? -Gemma le sonrió con su buen humor habitual, pero luego su voz reveló una preocupación maternal-. Está hecho polvo. Hace mucho que no descansa; le sentará la mar de bien, ya verá.
Tanta solicitud de su colaboradora, diez años más joven que él, hizo gracia a Kincaid; era una experiencia nueva y no le pareció mal. Se había esforzado por ascender porque significaba alejarse del despacho y volver a la calle, pero empezaba a pensar que la verdadera ventaja era la sargento Gemma James. De veintimuchos años, divorciada, sola con un hijo, el buen carácter de Gemma ocultaba, según descubría Kincaid, una mente rápida y una tenaz ambición.
– Estaré como pez fuera del agua -dijo él, guardando las últimas hojas sueltas en la carpeta-. ¡Una multipropiedad!
– Se la ha cedido su primo, ¿no?
Kincaid asintió:
– Su mujer está embarazada y el médico ha decidido en el último momento que no puede salir de Londres, así que ha pensado en mí para no perder la semana que tenía reservada.
– La suerte -había contestado Gemma, picándolo- siempre sonríe a los que menos lo merecen.
Demasiado cansados incluso para su habitual parada en el pub de vuelta a casa, Gemma se marchó a Leyton y Kincaid se había arrastrado hasta su piso de Hampstead y había dormido profundamente y sin soñar, como los verdaderos exhaustos. Ahora, lo mereciera o no, quería sacar el mejor provecho posible de aquel regalo inesperado.
Mientras dudaba, al principio del camino, sin saber qué dirección tomar, el sol se abrió paso y cayó de pleno sobre la capota del coche. Era un día perfecto de finales de septiembre, cálido y dorado como una promesa.
– Un buen augurio para estas vacaciones -se dijo en voz alta, y sintió que su agotamiento se aligeraba. Sólo le faltaba encontrar Followdale House. La flecha para Woolsey-under-Bank señalaba un prado donde pacían unas ovejas. Le tocaba volver a consultar el mapa.
Condujo despacio, con el codo apoyado en la ventanilla abierta del Midget, inspirando la fragancia de los setos, y buscando alguna indicación de que no se había desviado. El sendero serpenteó en torno a varias granjas construidas con la pizarra gris de Yorkshire, y por encima de ellas el páramo cedía a la tentación de alargar sus dedos boscosos hacia los pastos. Aquella llamarada del veranillo tardío debió estar precedido por noches frescas, pues los árboles ya cambiaban de color, el cobre y el oro estaban salpicados con manchas ocasionales de verde. A lo lejos, por encima de los retazos de campos y pastos y los bajos páramos, la tierra se elevaba escarpada hasta una alta loma.
Al doblar un recodo, Kindcaid se encontró en lo alto de un pueblecito de postal. Las casitas de piedra se apiñaban a los lados del camino, y macetas y jardineras llenas de geranios y petunias arrojaban cascadas de color sobre la carretera. A su derecha, en un macizo semicírculo de piedra, estaba esculpido el nombre de «Woolsey-under-Bank». La montaña que ahora parecía colgar sobre el pueblo tenía que ser Sutton Bank.
Unos kilómetros a su izquierda, junto a una abertura en el alto seto vio un poste de madera con una placa metálica. La inscripción decía «Followdale», y tenía grabada una ondulante rosa llena de pétalos. Kincaid soltó un silbido: pues sí que era elegante, pensó, mientras entraba con el coche por la estrecha cancela y lo detenía en la grava delante del porche. Observó la casa y el jardín que se extendía ante él, sorprendido y satisfecho. En realidad, no sabía qué esperar de una multipropiedad inglesa. Una casita trasplantada de la Costa del Sol, tal vez, o alguna horterada victoriana. No aquella casa georgiana, desde luego, elegante e imponente por su sencillez, dorada a la luz de tarde. Una maraña de hiedra cubría partes de los muros del primer piso, y una brillante trepadora de Virginia cubría la parte superior de la casa con una mancha escarlata.
Un examen más atento le reveló que su primera impresión de la casa era falsa. No era simétrica. Un ala se extendía a los dos lados de la entrada coronada por un friso, pero la parte izquierda de la casa era más grande y ocupaba más espacio del patio. Encontró que aquella ilusión óptica era más agradable que el riguroso equilibrio de un edificio real.
Kincaid se estiró y salió de su abollado Midget MG. Los muelles del asiento del conductor llevaban años hundidos, e impedían que rozara con la cabeza la mullida capota mientras conducía. Miró a su alrededor. Al oeste, una hilera de casitas bajas, construidas con la misma piedra dorada que la casa; al este, los cuidados jardines se extendían hacia la masa montañosa de Sutton Bank.
Sintió que la serenidad salía por todos sus poros, y cuando se dio cuenta de que estaba inspirando profundamente comprendió los nervios que había pasado. Desterró de su mente las preocupaciones del trabajo, sacó la bolsa de viaje del maletero y se encaminó hacia la casa.
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