Por un camino va
la muerte, coronada,
de azahares marchitos.
Canta y canta
una canción
en su vihuela blanca,
y canta y canta y canta.
Federico García Lorca
El hombre es uno y ninguno.
Carga desde hace años con su rostro pegado al cráneo y su sombra cosida a los pies, y todavía no ha logrado comprender cuál de las dos cosas pesa más. A veces experimenta el impulso irrefrenable de despegárselos, colgarlos en un clavo y quedarse allí, sentado en el suelo, como una marioneta a la cual una mano piadosa ha cortado los hilos.
Otras veces el cansancio lo borra todo y le impide darse cuenta de que lo único razonable es abandonarse a una carrera desenfrenada por el camino de la locura. A su alrededor no hay más que un continuo acoso de rostros, sombras y voces, personas que ni siquiera se plantean preguntas y aceptan pasivamente una vida sin respuestas pese al hastío o el dolor del viaje, y que se conforman con enviar alguna postal estúpida de vez en cuando.
Hay música donde él se encuentra ahora, hay cuerpos en movimiento, bocas que sonríen, palabras que se intercambian, y él está entre ellos, uno más para satisfacer la curiosidad de quienes verán cómo día tras día también esta fotografía se destiñe.
El hombre se apoya contra una columna y piensa que son todos inútiles.
Frente a él, al otro lado del salón, sentadas la una junto a la otra a una mesa cercana a la gran ventana que da al jardín, hay dos personas, un hombre y una mujer.
A la luz difusa, ella es sutil y dulce como la melancolía; tiene el cabello negro y los ojos verdes, tan luminosos y grandes que se ven claramente pese a la distancia. El joven no tiene ojos más que para ella y su belleza, y le habla al oído, para hacerse oír pese al estrépito de la música. Se cogen de la mano; ella ríe de las palabras de su compañero, echando la cabeza hacia atrás y escondiendo la cara en el hueco del hombro de él.
Hace un instante ella se ha vuelto, acaso alcanzada de algún modo por la fijeza de la mirada del hombre apoyado contra la columna, buscando el origen de su ligera incomodidad. Los ojos de ambos se han cruzado pero los de ella han pasado, indiferentes, sobre su cara, como sobre el resto del mundo que la rodea. Y ha regalado otra vez el milagro de esos ojos al hombre que la acompaña y que le corresponde con la misma mirada, impermeable a todo mensaje externo a la presencia de su amada.
Son jóvenes, hermosos, felices.
El hombre apoyado en una columna piensa que pronto morirán.
Jean-Loup Verdier pulsó el botón del mando a distancia y solo cuando se empezó a alzar la persiana metálica puso en marcha el motor, para no respirar el gas del tubo de escape en el espacio restringido del box. La luz de los faros penetró la pantalla negra de la oscuridad. Cuando la puerta se abrió por completo, apretó el acelerador y condujo despacio hacia fuera el Mercedes SLK. Apuntando el mando a distancia hacia la puerta con el brazo levantado por encima de la cabeza, pulsó la tecla para cerrar; mientras esperaba el «clang» de la puerta se quedó mirando el panorama que se abría ante el patio de su casa.
Montecarlo era un lecho de cemento sobre el mar. La ciudad casi no tenía forma; estaba envuelta en una ligera bruma que reflejaba las luces encendidas en la noche. Un poco más abajo, ya en territorio francés, podía ver los campos iluminados del Country Club donde probablemente se estaba entrenando alguna estrella del tenis internacional; a un costado se alzaba el Pare Saint-Román, uno de los rascacielos más altos de la ciudad. Más allá, hacia Cap d'Ail, bajo la roca de la ciudad vieja, se adivinaba el barrio de Fontvieille, arrancado al mar metro a metro, pedazo a pedazo.
Encendió al mismo tiempo un cigarrillo y la radio, sintonizada en Radio Montecarlo. Mientras conducía el coche por la rampa que llevaba a la calle, accionó el mando a distancia para abrir la verja. Dobló a la izquierda y bajó lentamente hacia la ciudad, disfrutando del aire ya caliente de finales de mayo.
Por la radio sonaba «Pride», un tema de U2, con su inconfundible ritmo de guitarra de fondo. Sonrió. Stefania Vassallo, la locutora que realizaba la emisión de Radio Montecarlo a aquella hora, sentía una auténtica pasión por «The Edge», el guitarrista del grupo irlandés. No perdía la ocasión de incluir algún tema de ellos en su programa. En la radio le habían tomado el pelo durante meses por el aire soñador que llevaba como un maquillaje cuando al fin logró obtener una entrevista con sus ídolos.
Mientras recorría la carretera llena de curvas que llevaba desde Beausoleil hacia el centro, se puso a marcar el ritmo con el pie izquierdo, al tiempo que Bono, con voz ronca y melancólica, contaba historias de un hombre llegado in the name of love.
Había un anticipo de verano en el aire, con ese aroma particular que solo tienen las ciudades que están a orillas del mar. Olor a sal, pinos, romero, voluptuosidad y vanidad. Promesas y apuestas. No cumplidas las primeras, perdidas las segundas.
El mar, los pinos, el romero y el florecimiento del verano seguirían allí todavía durante mucho, mucho tiempo después de que él y sus semejantes, que se afanaban en aquel lugar y en otros parecidos, se hubieran perdido en el olvido.
Sin embargo, viajaba con el coche descubierto, con el pelo al viento, promesas en el corazón y buenas apuestas a la vida.
Había cosas peores en el mundo.
A pesar de la hora, circulaba solo por la carretera.
Cogió la colilla del cigarrillo entre el pulgar y el índice, la lanzó al aire y siguió por el espejo retrovisor la parábola luminosa. La vio caer sobre el asfalto y dispersarse en minúsculas chispas. La última bocanada de humo se perdió en la misma ráfaga de viento.
Cuando llegó al final de la bajada, permaneció un instante indeciso, pensando qué calle coger para llegar a la zona del puerto. Mientras recorría la rotonda optó por girar hacia el centro y seguir por el bulevar d'Italie.
Los turistas comenzaban a afluir al principado. El Gran Premio de Fórmula Uno, recién concluido, señalaba el principio del verano monegasco. De allí en adelante, los días, las tardes y las noches de la costa serían un vaivén de actores y espectadores. Por un lado, limusinas con chófer y pasajeros de aire suficiente y aburrido. Por otro, autobuses cargados de gente sudorosa Iguales a los que se hallaban de pie ante los escaparates, con el reflejo de las luces en sus ojos. Sin duda algunos de ellos se preguntaban de dónde sacar tiempo para comprar aquella chaqueta, mientras que otros se preguntaban de dónde sacar el dinero. Eran el blanco y el negro, los dos extremos; en medio, se extendía una variada serie de matices de gris. Muchos vivían con el único fin de encandilar con falsas apariencias; otros, trataban de protegerse de ellas.
Jean-Loup pensó que las prioridades de la vida, al fin y al cabo, son bastante simples y reiterativas, y en pocos lugares del mundo era tan posible cuantificarlas como allí. La caza del dinero ocupa el primer puesto. Algunos lo tienen y todos los demás lo desean. Simple. Un lugar común se convierte en tal por la dosis de verdad que contiene. Tal vez el dinero no dé la felicidad, pero permite pasar mejor el tiempo mientras esta llega.
Así pensaban todos.
Sonó el móvil en el bolsillo de su camisa. Respondió sin siquiera leer en la pantalla el nombre del que llamaba; sabía perfectamente de quién se trataba. La voz de Laurent Bedon, el director y autor de Voices, el programa que Jean-Loup emitía cada noche por Radio Montecarlo, le llegó mezclada con el chasquido del aire en el micrófono del teléfono.
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