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Rebecca Winters - Mi detective privado

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Mi detective privado: resumen, descripción y anotación

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Dana estaba en la cárcel por un delito que no había cometido, y su amiga Heidi había decidido descubrir quién era el culpable y así poder liberarla. El problema era que no sabía ni por dónde empezar. Entonces, como respuesta a sus plegarias, apareció Gideon Poletti, un detective de homicidios de San Diego que estaba allí para dar unas clases de criminología. Además de buen detective, Gideon resultó ser el hombre más atractivo que Heidi había tenido el placer de conocer, pero sabía perfectamente que ahora no tenía tiempo para romances; sólo tenía tiempo para sacar a su amiga de la cárcel. La investigación que emprendieron juntos los llevó a descubrir algo que Heidi jamás habría sospechado. Como tampoco habría sospechado que Gideon se enamoraría de ella tanto como ella de él.

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Rebecca Winters Mi detective privado Mi detective privado 2002 Título - photo 1

Rebecca Winters

Mi detective privado

Mi detective privado (2002)

Título Original: My private detective (2001)

Serie: 2º Dana Turner

Multiserie: 15º Confiar en un policía

Capítulo 1

– ¿De veras te dijo el señor Cobb que no puede hacer nada más?

– Sí.

A Heidi Ellis se le encogió el corazón al mirar a su mejor amiga a través de la mampara de plexiglás del penal para mujeres de Fielding, a las afueras de San Bernardino, California. Dana Turner siempre había sido una belleza alta, de cabellera negra y carácter vibrante. Pero aquellos siete meses y medio de confinamiento le habían pasado factura.

Horrorizada ante la visión de aquella criatura pálida y frágil que parecía haber adelgazado aún más desde su última visita, Heidi temió que su amiga no aguantara un año en aquel lugar, y mucho menos treinta. Estaba en prisión por el asesinato de su hermana: un asesinato que no había cometido.

Heidi apretó el teléfono con más fuerza.

– No puedo creerlo.

– Debes hacerlo -dijo Dana con voz apagada-. Dicen que es uno de los mejores criminalistas de California del Sur. Yo ya me he resignado a que esta sea mi vida a partir de ahora.

– ¡Yo nunca me resignaré!

– No tienes elección. A mis padres les dije lo mismo. Están tan destrozados que envejecen un año cada vez que vienen a verme.

No era de extrañar. Habían perdido a Amy, y su hija mayor había sido encarcelada erróneamente por su asesinato.

– Creo que es mejor que no vengáis a verme. Lo único que conseguís es deprimiros aún más.

Ni Heidi ni sus padres habían sido llamados a declarar en el juicio contra Dana. En realidad, la propia Dana les pidió expresamente que no asistieran. Heidi se sintió terriblemente impotente por ello. Seguía sintiéndose así, pero la rabia había empezado a ocupar el lugar de la angustia.

– Ya me conoces, Dana. Me niego a quedarme de brazos cruzados. Tiene que haber una forma de reabrir tu caso y de que se celebre un nuevo juicio. Alguien mató a tu hermana. Quienquiera que cometiera el crimen está ahí fuera, andando libremente, mientras que tú… -se calló, temiendo deshacerse en lágrimas delante de Dana. Tomando aire para calmarse, añadió-. No sé cómo voy a hacerlo, pero encontraré un modo de sacarte de aquí, cueste lo que cueste.

La dulce sonrisa de Dana le hizo añicos el corazón.

– Te quiero por ser tan leal. Pero en ocasiones hay que saber rendirse, y esta es una de ellas.

– En cuanto salga de aquí, llamaré a tu abogado y le preguntaré qué tengo que hacer exactamente para que el tribunal revise tu caso.

Su amiga sacudió la cabeza tristemente.

– El señor Cobb ha trabajado sin descanso en mi defensa. Si dice que se acabó, es que se acabó.

– Esa es solo su opinión, Dana. Nadie es infalible. Estoy pensando en contratar a otro abogado y empezar de cero. El asesor jurídico de mi padre conoce a un abogado de Los Ángeles que tiene tan buena reputación como el señor Cobb. Si tu abogado no puede ayudarnos, llamaré al otro esta noche, en cuanto llegue a casa.

Dana frunció el ceño.

– No se te ocurra gastar el dinero de tu familia para intentar ayudarme. Lo único que conseguirás será desperdiciarlo. Y no podría soportarlo.

– Mis padres también te quieren, Dana. Dicen que quieren contribuir porque creen en tu inocencia. ¡Te conocen de toda la vida! -el bello rostro de Dana se contrajo, y rompió a llorar-. Voy a sacarte de aquí. Mientras estés tras esas rejas, no podré ser feliz.

– No digas eso. Tú tienes que seguir con tu vida.

– ¿Qué vida sería esa? ¡Somos como hermanas! Cuando tú sufres, yo también sufro. Tú me apoyarías en cualquier circunstancia, así que dejemos esta discusión. Esta noche, cuando te vayas a dormir, piensa que ya habré hecho unas cuantas llamadas para hacer que se reabra el proceso.

– ¡No debes arruinar tu vida por mí! -gritó Dana, escondiendo la cara entre las manos.

– Eso debo decidirlo yo. Y cuanto antes me vaya de aquí, antes saldrás en libertad. Así que te dejo por ahora. La próxima vez que venga a verte, te traeré buenas noticias. Aguanta, Dana. Aguanta.

Colgó el teléfono y se levantó. Dana hizo lo mismo. Juntaron las manos contra el cristal. La cara marchita de su amiga fue lo último que vio Heidi antes de darse la vuelta y salir del edificio; lo último que oyó fueron los espantosos sonidos de las puertas que se cerraban tras ella.

Hasta cierto punto, Dana siempre había sufrido claustrofobia. Heidi podía imaginarse cuánto se había agudizado su dolencia desde que estaba allí. Sin embargo, el médico de la prisión se negaba a darle medicación. Otra injusticia que había que corregir.

En cuanto se metió en su coche, Heidi sacó el teléfono móvil y llamó a sus padres. Por suerte, estaban en casa. Les pidió que llamaran a los Turner, averiguaran el número del señor Cobb y volvieran a llamarla. A medio camino de San Diego la llamó su padre para darle el número. Telefoneó inmediatamente, y no le extrañó toparse con el buzón de voz del abogado. Un domingo a última hora de la tarde, podía estar en cualquier parte.

– Señor Cobb, soy Heidi Ellis, la amiga de Dana. Acabo de ir a verla a la cárcel. Necesita medicación para la claustrofobia. Sin duda podrá hacerse algo al respecto. Pero, lo que es más importante, debemos sacarla de allí -le tembló la voz-. Ese no es sitio para ella. Si sigue allí, no durará mucho. Quiero que se reabra el caso. Le agradecería muchísimo que me llamara a casa para decirme qué hay que hacer para conseguirlo. Seré franca con usted. Si piensa que no puede hacer nada más por ella, dígamelo, por favor, para que mi familia y yo busquemos otro abogado. Le ruego que me llame en cuanto pueda. No importa que sea tarde. Muchísimas gracias.

Heidi dejó el número de su apartamento y colgó. Se sintió mejor tras hacer la llamada, pero cuando al llegar a San Diego seguía sin tener noticias del señor Cobb, empezó a ponerse frenética. Incapaz de concentrarse, condujo hasta la casa de sus padres, en Mission Bay. Había que tomar decisiones urgentes. La vida de su amiga se marchitaba con cada minuto que pasaba en prisión.

Eran las nueve y diez del jueves por la noche cuando Gideon Poletti se acercó al set de las enfermeras.

– ¿Podría decirme cuál es la habitación de Daniel Mcfarlane?

La enfermera encargada del registro de la planta de oncología del hospital de Santa Ana levantó la vista de un historial.

– Está en el ala oeste, en la 160. Por favor, sea breve. Mañana van a operarlo.

– Eso me han dicho.

Gideon había recibido una llamada de Ellen Mcfarlane mientras estaba rastreando una pista relacionada con un caso de desaparición. Su marido, el antiguo jefe de Gideon, estaba en el hospital con cáncer de próstata.

El año anterior, la jubilación del brillante y sagaz jefe de la brigada de homicidios de San Diego había hecho pasar un mal rato a todos sus compañeros de la policía local. A pesar de que otro detective cualificado y con largos años de servicio a sus espaldas había ocupado la jefatura de la brigada, resultaba imposible reemplazar al viejo jefe Mcfarlane.

Gideon y Daniel siempre habían sido buenos amigos, tanto en el trabajo como fuera de él. Pero desde su jubilación el mayor de los dos se prodigaba poco, y Gideon llevaba varios meses sin verlo.

Siguiendo las flechas que indicaban el camino hacia el ala oeste, Gideon encontró la habitación 160. Ellen estaba junto a la cama de su marido. Daniel parecía tan animoso como siempre, pese a que estaba a punto de someterse a una operación. A diferencia de otros hombres al final de la sesentena, aún conservaba casi todo su pelo negro, finamente entreverado de canas.

– ¡Gideon! -se incorporó en la cama-. Me alegro de que hayas podido venir.

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