Agradecimientos
El libro número diez. Este era mi número, el número de libros que esperaba tener la suerte de escribir y de lanzar al mundo. Y aquí estoy, en la línea de meta, gracias a vosotros, mis lectores. ¡Gracias! Gracias por vuestros ánimos y vuestro apoyo. Gracias por leer mis palabras, por mandarme mensajes graciosos y críticas positivas y por estar siempre a mi lado. ¡Sois los mejores! Os aprecio muchísimo. No creo que pudiera seguir escribiendo sin vosotros. Y parece que no voy a quedarme en diez libros, porque tengo unos cuantos más encargados, ¡así que espero que estéis preparados para seguir leyéndolos!
También quiero darle las gracias a mi familia. Esta no es la profesión más fácil que podría haber elegido: tiene muchos altibajos, muchas noches en vela y muchos momentos en los que me sumerjo en mi propia mente mirando a la pared. ¡Y, aun así, me quieren! Y menos mal, porque el amor no correspondido es lo peor. Así que a Jared, mi marido, y a mis hijos, Hannah, Autumn, Abby y Donavan: os quiero. Lo sois todo para mí.
Luego, me gustaría darle las gracias a mi agente, Michelle Wolfson. Puede que no sea imparcial, pero creo que es la mejor agente del universo entero. Y estaréis pensando: «Si no has viajado por el universo entero», pero yo me reafirmo de todas maneras. ¡Gracias por todo lo que haces, Michelle!
Gracias a mi increíble editora, Aimee Friedman. Siempre tienes ideas y sugerencias geniales, y sé que mis libros no serían igual de buenos sin ti. Eres maravillosa. Y gracias al resto del equipo de Scholastic por todo lo que hacéis: Yaffa Jaskoll, Rachel Gluckstern, Monica Palenzuela, Charisse Meloto, Rachel Feld, Isa Caban, Olivia Valcarce, David Levithan, Lizette Serrano, Emily Heddleson y los equipos de Ventas y Canales Educativos al completo.
Tengo algunas de las mejores amigas de la historia; amigas que se leen mis libros y me dan consejos, amigas que me sacan de mi propia cabeza, amigas que me quieren hasta cuando estoy gruñona… Esas personas que tengo en mi vida son Stephanie Ryan, Candi Kennington, Rachel Whiting, Jenn Johansson, Renee Collins, Natalie Whipple, Michelle Argyle, Bree Despain, Elizabeth Minnick, Brittney Swift, Mandy Hillman, Jamie Lawrence, Emily Freeman, Misti Hamel y Claudia Wadsworth.
Y, por último, pero no por ello menos importante, gracias a mi familia, que me apoya pase lo que pase: Chris DeWoody, Heather Garza, Jared DeWoody, Spencer DeWoody, Stephanie Ryan, Dave Garza, Rachel DeWoody, Zita Konik, Kevin Ryan, Vance West, Karen West, Eric West, Michelle West, Sharlynn West, Rachel Braithwaite, Brian Braithwaite, Angie Stettler, Jim Stettler, Emily Hill, Rick Hill y los veinticinco niños que existen gracias a todas estas personas. Os quiero muchísimo a todos.
CAPÍTULO 1
E l cielo era de un perfecto color azul. Ni una sola nube mancillaba su superficie. Yo estaba tumbada bocarriba sobre el asiento de la moto acuática, con los pies encima del manillar. Dejé caer la mano y rocé la superficie del agua.
–Será broma, ¿no? –le pregunté al cielo–. Hoy, precisamente. –Me saqué el móvil del bolsillo y le hice una foto. La subí a Internet con la descripción: «Esto no está pasando».
El teléfono sonó, me asusté y casi se me cayó al lago. Me incorporé y contesté.
–¿Hola?
–Kate. ¿Dónde estás? –preguntó mi madre.
–Eh…
–No es una pregunta difícil –dijo con una sonrisa en la voz–. En el lago, ¿no? Tienes que ir a clase en veinte minutos.
–Puf.
Las clases. Había estado intentando fingir que no empezaban hoy. Si mi instituto hubiera estado en Lakesprings, la ciudad donde vivía, no habrían empezado hasta el primer lunes de septiembre. Sin embargo, no había bastantes habitantes empadronados en Lakesprings como para abrir uno, así que el mío estaba a treinta minutos montaña abajo, en Oak Court. Y en Oak Court les daba igual la temporada lacustre.
–Venga –dijo mi madre–. Es el primer día de tu hermano y de tu prima, así que no los hagas llegar tarde.
–Ahora mismo voy –dije. Colgué y arranqué la moto acuática. Justo entonces, otra moto pasó a mi lado y me tiró encima una cortina de agua por todo el lado derecho.
–¡¿Hola?! ¡¿Distancia?! –grité. Odiaba que la gente pasara tan cerca cuando me veían perfectamente.
Limpié la pantalla del teléfono con la manga izquierda, me lo volví a meter en el bolsillo trasero de las bermudas y conduje la moto de vuelta al puerto.
Mi madre me estaba esperando en el muelle mientras aparcaba. La gente solía decir que era exactamente igual que ella. La verdad, no es lo que una chica de dieciséis años quiere oír cuando su madre tiene cuarenta, pero lo entendía: las dos teníamos el pelo largo y castaño claro, una tez de bronceado fácil y los ojos de color avellana, que solo era una forma fina de decir «marrones con un poquito de verde».
–Te quedan quince minutos –dijo mientras le daba un repaso con la mirada a mi bañador mojado.
Le dediqué una sonrisa rápida.
–Solo tengo que cambiarme. No pasa nada. –Paré la moto en el muelle y ella alargó la mano para amarrarla.
–Está alquilada desde las ocho –le dije.
–¿Hay que echarle gasolina?
–Seguramente –dije–. Se la puedo poner.
–A clase, Kate. –Me dio un medio abrazo.
A veces sentía que ir a clase era inútil, porque ya sabía qué quería hacer con mi vida: dirigir el puerto con mis padres.
–Vale, vale. –Le di un beso en la mejilla–. Gracias, mamá.
–¡Que tengas un buen día! –me dijo mientras me iba.
Crucé la callé, doblé la esquina y entré por la puerta principal de nuestra casa. Una personita pasó corriendo por mi lado, seguida de cerca por otro crío que iba gritando:
–¡El tío Luke ha dicho que me toca a mí!
Nuestra vida doméstica estaba organizada de la siguiente manera: mis abuelos eran de Lakesprings y tenían en propiedad el puerto y cinco acres de terreno al otro lado de la calle. Cuando decidieron jubilarse, se lo cedieron todo a sus tres hijos, que a su vez lo dividieron en tres partes y construyeron tres casas en fila. Mis tíos, como ya tenían otros trabajos, les vendieron sus partes del puerto a mis padres, que ya se estaban haciendo cargo de él. Y así fue como acabamos dirigiendo un puerto y viviendo en una comuna familiar.
Corrí por el pasillo hacia mi habitación y me puse rápidamente unos pantalones cortos limpios y una camiseta a rayas. Me pasé un cepillo por el pelo; aún estaba húmedo, pero se me secaría de camino al instituto. Luego recogí la mochila y salí a toda prisa de la habitación.
Mi hermano pequeño, Max, me estaba esperando en la puerta de casa con la mochila puesta.
–¿Listo? –le pregunté.
–Listísimo –me dijo, cortante.
–¿Y Liza? –Eché un vistazo alrededor para buscar a nuestra prima.
–No ha venido todavía.
–Voy a por ella.
Salí y torcí a la derecha. Nuestra casa estaba en el medio, embutida entre la del tío Tim, que estaba a la izquierda, y la de la tía Marinn, a la derecha. Ambos estaban casados y tenían cada uno un puñado de niños.
Llamé a la puerta de la tía Marinn. Nadie más en la familia consideraba necesario llamar a la puerta antes de entrar en una casa, pero yo me aferraba a esa muestra de cortesía con la esperanza de que otros siguieran mi ejemplo. Como nadie abría, suspiré y entré.
–¡Liza! –la llamé–. ¡Tenemos que irnos!
Mi prima de catorce años apareció en la puerta con un bonito vestido de verano y envuelta en una nube de fragancia afrutada. Empecé a toser.
–¿Qué es eso? ¿Te has bañado en ello?
–Es Mango Dreams, y ya se disipará. –Se apartó el pelo rubio y me sacó de la casa por el brazo, como si fuera ella la que me hubiera estado esperando.
Max ya estaba en el asiento del copiloto de mi coche. Liza se subió detrás de él y le apretó los hombros.
–¡El primer año! –gritó–. ¡El comienzo de un nuevo capítulo donde todo es posible!