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Sandra Brown - Único Destino

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Único Destino: resumen, descripción y anotación

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor. Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard. Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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Sandra Brown Único Destino Título original Above and Beyond Uno Lo estás - photo 1

Sandra Brown

Único Destino

Título original: Above and Beyond

Uno

– Lo estás haciendo muy bien, Kyla. Haz respiraciones rápidas y superficiales. Eso es. Bien, bien. ¿Cómo te sientes?

– Cansada.

– Es lógico, pero no abandones. Ahora con la siguientre contracción, empuja. Así. Un poco más fuerte.

Cuando el dolor la atenazó, la joven que estaba tumbada en el paritorio apretó los dientes. Cuando cedió, se obligó a relajarse. Su cara, congestionada por el esfuerzo y todavía con la máscara del embarazo, estaba radiante.

– ¿Ya se le ve la cabeza?

Antes de acabar la pregunta, le vino otra contracción. Empujó con todas sus fuerzas.

– Ahora sí -respondió el médico-. Otro empujón, vamos…, así… Aquí lo tenemos. ¡Estupendo! -exclamó cuando por fin tuvo al recién nacido en brazos-. Es un niño muy guapo. Y con buen peso.

– Y tiene pulmones potentes, a juzgar por cómo llora -dijo la comadrona inclinándose sobre Kyla.

– Mi niño -murmuró, contenta. Dejó que un letargo reparador se apoderara de ella y se relajó sobre la mesa de partos-. Quiero verlo. ¿Está bien?

– Perfectamente -aseguró el médico al tiempo que alzaba el cuerpecito del bebé, el cual lloraba, para que la madre pudiera verlo.

A Kyla se le saltaron las lágrimas al contemplar por primera vez a su hijo.

– Lo vamos a llamar Aaron. Aaron Powers Stroud -durante unos instantes disfrutó del privilegio de tenerlo contra su pecho. La emoción la embargaba.

– El padre puede estar orgulloso -dijo la comadrona. Tomó al bebé y lo retiró de los débiles brazos de Kyla.

Lo envolvió en una mantita y lo llevó hasta la balanza para pesarlo. El médico estaba atendiendo a Kyla, aunque había sido una parto fácil, sin complicaciones.

– ¿Vas a llamar a tu marido? -preguntó.

– Mis padres están esperando fuera. Papá me prometió que le mandaría un telegrama a Richard.

– Pesa cuatro kilos y noventa y dos gramos -informó la matrona desde el otro lado de la sala.

El ginecólogo se quitó los guantes y tomó la mano de Kyla.

– Voy a darles la noticia para que vayan mandando el telegrama. ¿Dónde has dicho que está destinado Richard?

– En El Cairo -respondió Kyla, ausente. Estaba mirando cómo Aaron pataleaba enfadado mientras le ponían un sello en la planta del pie.

Era precioso. Richard estaría muy orgulloso de él.

Teniendo en cuenta que Aaron había nacido al atardecer, Kyla pasó una noche bastante tranquila. Se lo llevaron dos veces, aunque a ella todavía no le había subido la leche y el recién nacido aún no tenía hambre. Era maravilloso poder sentir entre los brazos su cuerpecito caliente. Se comunicaban en un nivel totalmente distinto a cualquier otro que ella hubiera experimentado.

Lo estudió, le dio la vuelta a sus manitas y le examinó las palmas cuando por fin consiguió abrirle los dedos, que se empecinaba en mantener cerrados y apretados en un puño. Cada dedo, cada pelo de su cabeza, las orejas…, todo lo investigó y lo encontró perfecto.

– Tu papi y yo te queremos mucho -murmuró, somnolienta, mientras se lo devolvía a una enfermera.

Los ruidos del hospital la despertaron temprano: el chirrido de los carros de la lavandería con la ropa limpia, el traqueteo de los que repartían las bandejas con los desayunos, los más destartalados que transportaban equipos médicos… Sus padres entraron en la habitación justo cuando estaba bostezando y desperezándose.

– Buenos días -dijo, feliz-. Qué sorpresa veros aquí, y que no estéis con la nariz pegada al cristal de la ventana de la sala de recién nacidos.

Ellos no respondieron. Kyla se sobresaltó al ver sus caras ojerosas.

– ¿Es que ocurre algo?

Clif y Meg Powers se miraron el uno al otro. Meg apretó con tanta fuerza el asa de su bolso que los nudillos se le quedaron blancos. Clif tenía la misma cara que si acabara de tragar un jarabe de sabor repugnante.

– Mamá, papá, ¿qué ha pasado? Dios mío, el niño… Aaron… ¿Le ha pasado algo? -Kyla retiró la sábana con brazos temblorosos y sacó las piernas, ajena al tirón de los puntos en la entrepierna y dispuesta a salir al pasillo y correr en dirección a la sala de recién nacidos.

Meg Powers se acercó a ella y se lo impidió.

– No. El niño está bien, te lo prometo.

Los ojos de Kyla buscaron ferozmente los de sus padres.

– Entonces ¿qué pasa? -estaba al borde de un ataque de nervios y su voz era chillona. Sus padres rara vez se alteraban. Si estaban tan preocupados, debía tratarse de algo grave.

– Cielo -dijo Clif Powers con voz tranquila al tiempo que le ponía una mano en el brazo-, tenemos malas noticias -consultó a su esposa con la mirada una vez más antes de hablar-. Han puesto una bomba en la embajada de El Cairo.

Kyla sintió un violento estremecimiento que le sacudió el estómago y el pecho. La boca se le quedó seca y los ojos, de pronto, se olvidaron de parpadear. El corazón se detuvo un instante antes de empezar a latir de nuevo. Luego, mientras asimilaba lo que su padre acababa de decirle, el ritmo de los latidos fue haciéndose cada vez más rápido hasta volverse desenfrenado.

– ¿Richard? -preguntó con un gemido ronco.

– No sabemos nada.

– ¡Dímelo!

– No sabemos nada todavía -insistió su padre-. Aquello es un caos, como cuando pasó lo mismo en Beirut. No hay ningún comunicado oficial.

– Pon la televisión.

– Kyla, no deberías…

Sin hacer caso de la advertencia, ella agarró el mando a distancia, que reposaba sobre la mesilla, y encendió la televisión, situada frente a la cama.

– … magnitud de los daños todavía está por determinar. El Presidente ha calificado de atrocidad el ataque y ha dicho que era un insulto para las naciones que desean la paz.

Cambió de cadena, apretando frenéticamente los botones del mando con dedos temblorosos.

– …aunque posiblemente lleve todavía horas, incluso días, establecer la cifra oficial de muertos. Se ha movilizado a varias unidades de marines, las cuales, junto a efectivos egipcios, buscan supervivientes entre los escombros.

Las primeras imágenes de la tragedia eran de un videoaficionado y mostraban las ruinas del edificio que albergaba la embajada estadounidense. Eran tomas desenfocadas, hechas al azar, sin editar.

– El atentado ha sido reivindicado por un grupo terrorista autodenominado…

Kyla volvió a cambiar de un canal a otro. Más de lo mismo. Un barrido de cámara mostró un área despejada donde iban alineando los cadáveres recuperados y ella dejó caer el mando y se cubrió la cara con las manos.

– ¡Richard, Richard!

– No hay que perder la esperanza, cariño. Se cree que hay supervivientes.

Pero ella no oía las palabras de consuelo de Meg, Ésta abrazó con fuerza el cuerpo lloroso de su hija.

– Ha sido al amanecer, hora de El Cairo -dijo Clif-. Nos han llamado para informarnos esta mañana, cuando nos estábamos levantando. Lo único que podemos hacer por ahora es esperar. Antes o después nos darán alguna noticia de Richard.

Ésta llegó tres días después, de la mano de un oficial de la Marina que tocó el timbre de la casa de los Powers. Nada más ver el coche oficial detenerse junto al bordillo, Kyla se dio cuenta de que había estado esperando ese momento. Detuvo a su padre con un gesto de la mano y fue a abrir la puerta ella sola.

– ¿Es usted la señora Stroud?

– Sí.

– Soy el capitán Hawkins y es mi deber informarla de que…

– Pero, cariño, ¡es estupendo! -había exclamado Kyla cuando Richard le había contado aquello-, ¿Por qué estás tan alicaído? Deberías estar encantado.

– Pues porque no quiero marcharme a Egipto ahora que estás embarazada -había respondido él.

Ella le acarició la cabeza.

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