Marion Lennox
Tiempo de amarse
Tiempo de amarse (2010)
Serie multiautor: La Casa Real de Karedes
Título original: The Prince's Captive Wife (2009)
Muchos años atrás hubo dos islas gobernadas como un solo reino, el reino de Adunas. Sin embargo, las terribles disputas y rivalidades familiares hicieron que el reino acabara dividido. A partir de entonces las islas, Aristo y Calista, se gobernaron por separado, se dividió el diamante de la corona, llamado Stefani, en recuerdo de la contienda familiar, y se colocó cada mitad en una corona.
Cuando el rey dividió el reino, dándole una isla a su hijo y la otra a su hija, pronunció estas palabras:
«Gobernaréis la isla que os corresponda para velar por vuestros súbditos y darle lo mejor al reino, pero es mi deseo que con el tiempo estas dos joyas, al igual que las islas, vuelvan a unirse. Aristo y Ca-lista son más bellas y poderosas formando una sola nación: Adamas».
Ahora el rey Aegeus Karedes de Aristo acaba de morir y el diamante de coronación de la isla ha desaparecido. Los aristianos no se detendrán ante nada para conseguir recuperarlo, pero el despiadado rey jeque de Calista les pisa los talones.
Hay que encontrar la joya, ya sea mediante la seducción, el chantaje o el matrimonio. A medida que se desarrollen las historias, saldrán a la luz los secretos y pecados del pasado y el deseo, el amor y la pasión entrarán en conflicto con el deber real. ¿Quién descubrirá a tiempo que lo único que puede volver a unir el reino de Adamas es la inocencia y pureza de cuerpo y corazón?
– ¿Ella sólo tenía diecisiete?
– Fue hace diez años. Yo mismo era casi un adolescente.
– ¿Qué más da eso? -el aún no coronado rey de Aristo miró a su hermano desde el otro lado del enorme escritorio, con el gesto inundado de furia-. ¿Es que no hemos tenido ya suficientes escándalos?
– No por mi culpa -el príncipe Andreas Christos Karedes, tercero en la línea de sucesión al trono de Aristo, se mantuvo firme frente a su hermano mayor, con el desdén que mostraba siempre hacia aquella familia de hombres controlados por la testosterona.
Mucha gente podría llamar mujeriegos a sus hermanos, pero él siempre se aseguraba de que sus aventuras fueran perfectamente discretas.
– Hasta ahora -respondió Sebastian-. Sin contar tu espectacular divorcio, que causó un gran impacto. Pero esto es peor. Tienes que solucionarlo antes de que nos explote en la cara.
– ¿Cómo demonios voy a solucionarlo?
– Líbrate de ella.
– No estarás diciendo que…
Sebastian meneó la cabeza de inmediato para rechazar la idea, aunque lo cierto era que dicha alternativa no le resultaba tan poco atractiva.
Andreas casi lo comprendió. Desde la muerte de su padre, los tres hermanos habían estado sometidos a la presión de los medios, y la inestabilidad política que había provocado la muerte del rey amenazaba con destruirlos. Los tres hermanos, treintañeros, increíblemente guapos y ricos, mimados y aficionados a las fiestas, se veían ahora ante una realidad frente a la que no sabían qué hacer.
– Aunque si yo fuera nuestro padre… -añadió Sebastian.
Andreas se estremeció. ¿Quién sabía lo que habría hecho el viejo rey si hubiera descubierto el secreto de Holly? Afortunadamente eso no había sucedido. Claro que el rey Aegeus no habría podido mirarlo por encima del hombro en cuestiones morales, pues habían sido precisamente sus actos los que los habían conducido a la situación en la que se encontraban.
– Serás mejor rey de lo que fue nuestro padre -dijo Andreas suavemente-. ¿Qué clase de sucio negocio pudo empujarlo a deshacerse del diamante real?
– Eso es lo que me preocupa -admitió Sebastian. No podría celebrarse la coronación hasta que apareciera el diamante, todos lo sabían, pero con la sed de sangre que estaban demostrando los medios, quizá ni siquiera entonces pudiera haber coronación.Sin el diamante, las reglas habían cambiado.Y si aparecían más escándalos…-. Esa chica…
– Hilly.
¿La recuerdas?
Claro que la recuerdo. Entonces será fácil encontrarla. Compraremos su silencio, pagaremos lo que haga falta, no debe hablar con nadie.
Si quisiera provocar un escándalo, lo habría o hace años.
Quizá lo ha estado madurando durante años sacarlo ahora a la luz… -Sebastian se puso de pie y le lanzó Andreas una mirada casi tan mortífera como las del viejo rey-. No podemos dejar que ocurra, hermano. Tenemos que asegurarnos de que no nos hará daño.
Me pondré en contacto con ella.
Tú no vas a dar un paso hacia ella hasta que estemos seguros de cómo va a reaccionar. Ni sira la llames; puede que su teléfono esté intervenido. Haré que la traigan.
Puedo encargarme…
– Tú no te muevas hasta que se encuentre en nuestro suelo. Estás al frente de la investigación de corrupción. Mientras Alex esté de luna de miel, y nuestro hermano no podría haber elegido peor momento para casarse, te necesito más que nunca. Si te fueras ahora y se filtrara la noticia, estoy prácticamente seguro de que perderíamos la corona.
– ¿Y cómo pretendes convencerla de que venga?
– Eso déjamelo a mí -respondió Sebastian en tono sombrío-. No es más que una chiquilla. Puede que sea tu pasado, pero de ninguna manera va a poner en peligro nuestro futuro.
Era hora de irse, pero aquél era el lugar del que más le costaba despedirse a Holly.
Era una tumba diminuta, una sencilla placa de piedra a la sombra del enorme eucalipto rojo que daba nombre a aquella explotación ganadera australiana. Se trataba de un árbol centenario. Los nativos australianos, que habían vivido allí durante generaciones, lo llamaban Munwannay, «lugar de descanso»; por eso al morir su hijo, a ella le había parecido que era el único lugar donde podría dejarlo descansar para siempre.
¿Cómo iba a marcharse de allí?
¿Cómo iba a poder alejarse de todo aquello? Holly se arrodilló frente a la tumba de su hijo y miró la casa, la vieja residencia con sus balcones y las ventanas francesas que dejaban entrar la brisa del exterior, el jardín abandonado que tanto le había gustado desde niña.
A Andreas también le encantaba ese jardín, lo recordaba aún.
Andreas amaba aquella casa, y Holly lo había amado a él.
Bueno, eso era algo de lo que también debía alejarse, el recuerdo del príncipe Andreas de Karedes. Había llegado allí a los veinte años para pasar seis meses en el remoto interior de Australia, la zona más despoblada del país. Ella tenía diecisiete años.
Ahora tenía veintisiete. Había llegado el momento de seguir adelante, de alejarse de aquel lugar y de un amor destinado al fracaso desde el comienzo.
Llevaba postergándolo demasiado tiempo, intentando mantener presentable el lugar por si conseguía encontrar compradores, pero llevaba en venta desde la muerte de su padre, hacía ya seis meses. Económicamente, no podía más y cada vez le resultaba más triste ver cómo todo iba deteriorándose. Por fin había tomado la decisión de trasladar su puesto de profesora de la Escuela del Aire al centro que la organización de educación por radio e Internet tenía en Alice Springs. Aquello era el final.
Tocó la tumba de su hijo por última vez, destrozada por el dolor y el arrepentimiento. Luego levantó la mirada al oír un ruido que rompía el silencio de aquella cálida mañana de abril.
Un helicóptero se acercaba por el este. Era grande, mucho más que los que solían tener los grandes terratenientes de la zona. Era completamente negro y le resultó casi amenazador al verlo sobrevolar los prados cercanos, directo hacia la casa.
Holly cerró los ojos un segundo. Muy poca gente había ido a visitar la propiedad desde que la había puesto en venta, y nadie se había mostrado realmente interesado. Munwannay necesitaba una enorme inversión de capital y de ganas para poder convertirla de nuevo en el lugar magnífico que había sido en otro tiempo. Si los pasajeros de aquel helicóptero eran potenciales compradores, reaccionarían igual que los demás; se pasearían por la vieja casa, observarían la estructura anticuada y maltrecha de las edificaciones anexas y se irían. Bien era cierto que cualquiera que fuera en ese helicóptero tenía más dinero que todos los que habían pasado por allí hasta el momento, pero eso también quería decir que podría permitirse un lugar más prestigioso y en mejor estado.
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