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© 1970
Este libro, sin duda, nunca habría existido si, en julio de 1967, en los periódicos de Caracas, un año después del terremoto que la había asolado, un joven de sesenta años no hubiese oído hablar de Albertine Sarrazin. Ese pequeño diamante negro, todo fulgor, risa y coraje, acababa de morir. Había adquirido celebridad en el mundo entero por haber publicado, en poco más de un año, tres libros, dos de ellos sobre sus fugas y sus prisiones.
Aquel hombre se llamaba Henri Charriere y regresaba de lejos. Del presidio, para ser exactos, de Cayena, donde “subiera” en 1933; un hombre del hampa, sí, pero por un crimen que no había cometido y condenado a cadena perpetua, es decir, hasta su muerte. Henri Charriére, alias Papillon en otro tiempo entre el hampa, nacido francés de una familia de maestros de escuela de Ardite, en 1906, es venezolano. Porque este pueblo ha preferido su mirada y su palabra a sus antecedentes penales, y porque trece años de evasiones y de lucha por escapar del infierno del presidio perfilan más un porvenir que un pasado.
Así, pues, en julio de 1967, Charriére va a la librería francesa de Caracas y compra El astrágalo. En la faja del libro, una cifra: 123 000 ejemplares. Lo lee y, después, se dice sencillamente: “Es bueno, pero si la chavala, con su hueso roto, yendo de escondite en escondite, ha vendido 123.000 ejemplares, yo, con mis treinta años de aventuras, venderé tres veces más.
Razonamiento lógico, pero de lo más peligroso y qué, después del éxito de Albertine, abarrota las mesas de los editores de miles de manuscritos sin esperanzas. Pues la aventura, la desgracia, la injusticia más extremosas no hacen forzosamente un buen libro. Es necesario también saberlos escribir, es decir, tener ese don injusto que hace que un lector vea, sienta, viva, como si estuviera allí, todo cuanto ha visto, sentido y vivido el escritor.
Y, en eso, Charriére tiene una gran suerte. Ni una sola vez ha pensado en escribir una línea de sus aventuras: es un hombre de acción, de vida, de celo, una generosa tempestad de mirada maliciosa, de voz meridional, cálida y ligeramente ronca, que puede ser escuchada durante horas, pues narra como nadie, es decir, como todos los grandes narradores. Y el milagro se produce: ahorro de todo contacto y de toda ambición literarios (me escribirá: “Le mando mis aventuras, hágalas escribir por alguien del oficio”), lo que escribe es “tal como os lo cuenta se ve, se siente, se vive, y si por casualidad se quiere parar al final de una página, cuando él está contando que va al retrete (lugar de múltiple y considerable papel en el presidio), se siente uno obligado a volver la página, porque ya no es él quien va allí, sino uno mismo.
Tres días después de haber leído El astrágalo, escribe los dos primeros cuadernos de un tirón, cuadernos de colegial, con espiral. Tras haber recogido dos o tres opiniones sobre esa nueva aventura, quizá más asombrosa que todas las demás, emprende la continuación a principios de 1968. En dos meses termina los trece cuadernos.
Y al igual que pasó con Albertine, su manuscrito me llega por correo, en septiembre. Tres semanas después, Charriére estaba en París. Con Jean-Jacques Pauvert, yo había lanzado a Albertine: Charriére me confía su libro.
Este libro, escrito al filo aún candente del recuerdo, copiado por entusiastas, versátiles y no siempre muy francesas mecanógrafas, como quien dice no lo he tocado. No he hecho más que enmendar la puntuación, transformar ciertos hispanismos demasiado oscuros, corregir ciertas confusiones de sentido y ciertas inversiones debidas a la práctica cotidiana, en Caracas, de tres o cuatro lenguas aprendidas de oído.
En cuanto a la autenticidad, doy fe sobre el fondo. Por dos veces, ha venido Charriére París y hemos hablado extensamente. Durante días, y algunas noches también. Es evidente que, treinta años después, ciertos detalles pueden haberse difuminado, modificado por la memoria. Carecen de importancia. En cuanto al fondo, basta con remitirse a la obra del profesor Devize, Cayenne (Julliard, col. Archives, 1965), para comprobar en seguida que Charriére no ha exagerado un ápice sobre las costumbres del presidio ni sobre su horror. Muy al contrario.
Por principio, hemos cambiado todos los nombres de los presidiarios, vigilantes y comandantes de la Administración penitenciaria, pues el propósito de este libro no es atacar a personas, sino fijar tipos y un mundo. Lo mismo vale respecto a las fechas: algunas son exactas, otras indican épocas. Es suficiente. Pues Charriére no ha querido escribir un libro de historiador, sino relatar, tal como lo ha vivido directamente, con dureza, con fe, lo que se antoja como la extraordinaria epopeya de un hombre que no acepta lo que puede haber de desmesurado hasta el exceso, entre la comprensiva defensa de una sociedad contra sus hampones y una represión indigna, hablando con propiedad, de una nación civilizada.
Quiero dar las gracias a Jean-François Revel quien, entusiasmado por este texto del que fue uno de los primeros lectores, se ha dignado decir el porqué de la relación que, según él, guarda con la literatura de ayer y de hoy.
PRIMER CUADERNO. EL CAMINO DE LA PODREDUMBRE
Audiencia de lo criminal
La bofetada fue tan fuerte, que sólo he podido recobrarme de ella al cabo de trece años. En efecto, no era un guantazo corriente, y, para sacudírmelo, se habían juntado muchas, personas.
Estamos a 26 de octubre de 1931. A las ocho de la mañana, me sacan de la celda que ocupo en la Conciergerie desde hace un año. Voy recién afeitado, bien vestido; mi traje impecablemente cortado me da un aspecto elegante; camisa blanca y corbata de lazo de color azul claro, que da la última pincelada al conjunto.
Tengo veinticinco años y aparento veinte. Los gendarmes, un poco frenados por mi aspecto de gentleman, me tratan con cortesía. Hasta me han quitado las esposas. Estamos los seis, cinco gendarmes y yo, sentados en dos bancos en una sala desmantelada. Fuera, la luz es gris. Frente a nosotros, una puerta que debe comunicar, seguramente, con la sala de audiencia, pues estamos en el Palacio de Justicia del Sena, en París.
Dentro de unos instantes, seré acusado de asesinato. Mi defensor, Raymond Hubert, ha venido a saludarme: “No existe ninguna prueba seria contra usted, tengo confianza, nos absolverán.” Me sonrío de este “nos”. Diríase que también él, el abogado Hubert, comparece en la Audiencia como inculpado, y que si hay condena, también él habrá de cumplirla.
Un ujier abre la puerta y nos invita a pasar. Por las dos grandes hojas abiertas de par en par, encuadrado por cuatro gendarmes y el brigada al lado, hago mi entrada en una sala inmensa. Para sacudírmela, la bofetada, lo han revestido todo de rojo sangre: alfombra, cortinas de los ventanales y hasta las togas de los magistrados que, dentro de poco, me juzgarán.
– ¡El Tribunal!
Por una puerta, a la derecha, aparecen uno detrás de otro seis hombres. El presidente y, luego cinco magistrados, tocados con el birrete. El presidente se para frente a la silla del centro; a derecha e izquierda, se sitúan sus asesores.
Un silencio impresionante reina en la sala, donde todo el mundo se ha puesto en pie, incluso yo. El Tribunal se sienta, y con él todo el mundo.
El Presidente, de mofletes rosados y aspecto austero, me mira en los ojos sin expresar ningún sentimiento. Se llama Bevin. Más adelante, dirigirá los informes con imparcialidad y, con su actitud, hará comprender a todo el mundo que, magistrado de carrera, él no está muy convencido de la sinceridad de testigos y policías. No, él no tendrá ninguna responsabilidad en la bofetada, él se limitará a servírmela.
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