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Gueorgui Martinov - 220 dias en una nave sideral

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Gueorgui Martinov

220 días en una nave sideral

(Viaje a Venus y Marte)Traducción Setaveni 1958 Ediciones El Barrilete Ilustraciones de H - photo 1

Traducción: Setaveni

© 1958 Ediciones El Barrilete

Ilustraciones de H. MALAKOV

ANTES DE LA PARTIDA

Moscú, Julio 1º de 19…

Mañana partiremos. A las diez en punto de la mañana, la nave cósmica, conducida por Serguei Alejandrovich Kamov, despegará de la Tierra…

¿Hubiera podido soñar jamás con la posibilidad de acompañarlo en uno de sus famosos vuelos?

¡Claro que no! Como todo el mundo, seguía de lejos sus hazañas y lo admiraba. Kamov, y también Paichadze, me parecían seres extraordinarios, y tan lejanos como ese cielo que habían atravesado. Nunca imaginé siquiera que pudiese acompañarlos en un vuelo, aunque lo anhelara como todos los jóvenes que me rodeaban.

¡Qué extraño, pues, que semejante deseo haya dejado de ser un imposible para transformarse en realidad!

Durante este largo viaje veremos cosas maravillosas. ¿Sabré describirlas certeramente, de tal manera que mis lectores puedan verlas como yo? Así tiene que ser. Para eso me han admitido entre los miembros de la expedición. Debo anotar y registrar todo: sobre el papel, en las fotos, en las películas cinematográficas. Mi diario, que comienzo hoy, será la base del libro que espero crear sobre este vuelo, a mi regreso a la Tierra, después de siete meses y medio de vuelo interplanetario. No deberé perder ningún detalle.

Ahora son apenas las nueve de la noche y tengo bastante tiempo para escribir, pero a las doce me acostaré. Quien sabe si podré dormir…

Cuando le manifesté a Serguei Alejandrovich que sería difícil cumplir su orden de dormir la última noche antes de la partida, me dijo:

— Sin embargo, es mejor que se acueste, aunque no logre conciliar el sueño. Lo principal es el descanso físico.

Se lo prometí y cumpliré lo prometido, pero entre tanto escribiré todo lo que precedió a la noche de hoy, comenzando por el principio.

El 29 de abril, hace casi dos meses, nuestro Director me llamó a su despacho. Yo acababa de regresar a Moscú y estaba ordenando mis notas del viaje que había hecho por cuenta de mi diario, de manera que no pasó por mi mente la idea de una nueva misión.

Cuando entré a su despacho, el Director me invitó a tomar asiento.

— Deseamos proponerle una misión especial — me dijo observándome; y al ver que yo quería contestar, añadió rápidamente—: Es una expedición excepcional, que puede resultar peligrosa.

Un segundo antes había tenido la firme intención de rechazar la proposición, pues estaba cansado y sin deseos de emprender viajes a ninguna parte, pero las últimas palabras del jefe despertaron mi curiosidad.

— Los peligros no me asustan — respondí —. Cuanto más insólita sea la tarea, tanto más me interesa.

— Esperaba de usted semejante respuesta. Usted es joven y sano. Es buen fotógrafo y hábil periodista y además sabe filmar. Son justamente las cualidades que se necesitan en este caso. Sin embargo, no insistiré en obtener su consentimiento. Tiene usted el derecho de rechazar la oferta.

— No tengo la intención de rechazar nada.

Me miró con una expresión que me pareció algo enigmática y con sonrisa un poco burlona, me dijo:

— Tanto mejor. ¿Usted ha oído hablar de Kamov, no?

Me estremecí. ¿Kamov? ¿El constructor y comandante de la primera nave cósmica del mundo? ¿El hombre que ya dos veces abandonara la Tierra? ¿Habré oído bien? ¿No estaré equivocado?

— ¡Claro! — contesté— ¿Quién no lo conoce?

Ahí está la clave, pensé. Por eso dijo que se trataba de una expedición excepcional. El nombre de Kamov indica que se trata de una astronavegación, quizá de un vuelo a uno de los planetas. ¿Quién no ha deseado hacer semejante viaje? Pero una cosa es el deseo y otra la posibilidad concreta de realizar tal vuelo…»

— Si usted quiere, puede tomar parte en la nueva expedición.

— ¿Hacia dónde se dirige?

— Eso no lo sé. Si usted está conforme, se lo dirá el mismo Kamov.

— Pero, ¿por qué es usted quien me lo ofrece?

— Porque usted reúne las condiciones necesarias y parece la persona más indicada.

Todo esto fue tan repentino y extraordinario que sentí la necesidad de pensarlo bien antes de tomar una determinación.

— No se apresure — dijo el Director —, hay que reflexionar serenamente antes de arriesgarse así, para no lamentar luego la decisión tomada.

No diría la verdad si afirmara que pasé bien la noche. No soy novicio en materia de expediciones. Como corresponsal, estuve en muchas partes del globo: en la Antártida, en el África Central, en el Himalaya… Pero todo fue sobre la Tierra. Y ahora, en cambio, me ofrecían abandonarla para volar quién sabe hacia dónde, a decenas o quizá centenas de millones de kilómetros de distancia…

Recordé los libros que había leído sobre el Cosmos. El Universo, con sus espacios infinitos donde, como partículas de polvo, se mueven las estrellas…, distancias que exceden la imaginación humana…, las tinieblas…, el frío…

Con toda nitidez me imaginé la minúscula nave cósmica rodeada por un vacío sin límites. Tuve que sentarme, vencido por una repentina debilidad.

¿Renunciar…? Nadie me censuraría por ello… ¡Quedarme en esta querida Tierra, tan familiar…!

«¿Y guardar para siempre el recuerdo de tal flaqueza…? pensé. ¿Perder semejante oportunidad y luego lamentarlo toda la vida…?»

Eran las tres de la madrugada y todavía no había resuelto nada. El deseo y la indecisión luchaban entre sí, venciendo por turno. Por fin, abrumado por un intenso dolor de cabeza, abrí la ventana y dejé que el fresco aire nocturno me bañara el rostro.

Desde el octavo piso, donde vivía, se dominaba una amplia vista de la ciudad. En muchos lugares brillaban los fuegos de la iluminación festiva y a lo lejos se veían las estrellas rojas del Kremlin.

¡Moscú, mi ciudad natal! ¡Capital del país que me diera todo lo que tengo!

«¿De qué te asustas? me dije. ¿Acaso no fueron peligrosas las expediciones en que has participado? ¿Acaso no has arriesgado ya otras veces tu vida?»

Me acerqué a la mesa y saqué del cajón un retrato de Kamov, al que algunos diarios extranjeros llamaban «El Colón de la Luna». Estaba de perfil y sus frondosas cejas, su nariz aguileña y las líneas bien marcadas de sus labios y barbilla, le hacían muy parecido al famoso explorador polar Roald Amundsen.

«Este hombre, pensaba yo mirándolo, este hombre no teme abandonar la Tierra por tercera vez. Marcha con paso firme y seguro hacia su meta.»

Instantáneamente se apoderó de mi un sentimiento de vergüenza insoportable. ¡Cómo pude haberme dejado dominar, aunque fuera por un instante, por esa indecisión vergonzosa! ¿Qué me había ocurrido? Mi patria me llama para el cumplimiento de un deber, me están confiando una tarea de responsabilidad y yo… ¿qué?

Con todas las fuerzas de mi imaginación, traté de evocar nuevamente la nave cósmica suspendida en el vacío tenebroso y frío, pero ya no me impresionaba.

La ráfaga de pusilanimidad había pasado.

A la mañana siguiente dije al Director que estaba dispuesto a volar donde quiera me mandaran.

— No hemos dudado de ello ni por un instante — me contestó.

Al atardecer del mismo día y con comprensible emoción, tocaba yo el timbre del departamento de Kamov.

Me abrió la puerta Serafina Petrovna Kamov.

— Serguei Alejandrovich le está esperando — dijo cuando me presenté.

Nunca había estado con Kamov, pero lo reconocí, gracias a las fotos que de él se publicaban. Era alto y fornido, de movimientos seguros y medidos y de su persona emanaba algo poderoso que inspiraba confianza en la fortaleza de su carácter y en su voluntad inquebrantable. Lo que más me impresionó fueron sus ojos muy negros, tan negros que parecían insondables y llenos de una extraordinaria calma. El cabello gris acerado enmarcaba suavemente su alta frente. Su rostro no podía llamarse hermoso, a causa de las cejas demasiado tupidas y de la mandíbula un tanto pesada. Pero era un rostro varonil.

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