GUIANEYA
Gueorgui Martinov
La aparición cerca de la Tierra de dos enigmáticos satélites invisibles provocó inquietud entre los científicos. Fracasaron los intentos de acercarse a estos satélites, pues éstos escaparon de toda persecución. A poco tiempo otro enigma emocionó al mundo: en el observatorio cósmico ubicado en uno de los sateróides apareció una muchacha de otro mundo. Se podia suponer que Guianeya ayudaría a descubrir el enigma de los misteriosos satélites, pero callaba aunque sabia que los satélites amenazaban la vida de la Humanidad. Además se reveló que Guianeya conocía el español, pero se empeñaba en ocultarlo…
La nueva novela de ficción de Martínov, de trama amena y sugestiva, trata acerca del humanismo y del triunfo del intelecto de las personas del futuro.
Georgui Martinov nació en 1906. A los catorce años empezó a trabajar en una fábrica como aprendiz de electricista. Luego terminó por correspondencia una escuela superior para alcanzar el título de ingeniero.
En 1953 apareció el primer libro de Martínov «220 días en una astronave» Después publicó las novelas «Caliste», «La hermana de la tierra», «Encuentro a través de los siglos», «Los calistianos» y «Guianeya», en las que desarrolla la idea sobre el posible encuentro de los habitantes de la Tierra con los representantes de civilizaciones de otros mundos del futuro.
La presente obra fue editada en español dos veces y obtuvo gran popularidad.
Cumpliendo numerosas peticiones del lector latinoamericano la editorial Mir la ha reeditado este año.
Título original: Guianeya
Traducción: Justo Nogueira ©
Gueorgui Martinov © 1974
Editorial MIR — Moscú
Un círculo anaranjado-amarillo atravesado por una franja azul, se vio sobre la cinta de hormigón de la pista, cuando el vechebús se encontraba todavía a quinientos metros.
Inmóvil, de contorno bien definido, atravesado por los rayos solares que caían de un cielo despejado, brillaba como un sol que hubiera aparecido de repente sobre el mismo camino.
En el interior del vechebús resonó una voz que dijo:
— ¡Atención! Nos acercamos a la línea del sharex. El tren se encuentra a ciento diez kilómetros. ¡Los que quieran observar el paso del expreso que levanten la mano!
En los cómodos sillones del vechebús que no estaba ocupado ni en una cuarta parte, se encontraban sentadas treinta personas. Dieciocho pasajeros levantaron la mano.
Un sonido silbante, apenas perceptible, interrumpió la marcha silenciosa de la máquina.
Funcionaron los frenos. El vechebús se detuvo al pie mismo de la señal anaranjadoamarilla que se fue apagando poco a poco hasta desaparecer por completo como si se hubiera disuelto en el aire.
Aunque sólo dieciocho personas expresaron el deseo de ver pasar el expreso, de la máquina salieron todos los pasajeros. El sharex había aparecido hacía poco y el interés que podía despertar no se había convertido todavía en costumbre. Los habitantes de las ciudades no tenían la ocasión de ver con frecuencia el tren en la mitad de su trayecto, cuando la velocidad llegaba a los seiscientos kilómetros por hora.
A pesar del bochorno de un caluroso mediodía del mes de julio, en el interior del vechebús hacía fresco. El terreno donde se encontraba el paso a nivel era una llanura desprovista de árboles. Por ambas partes de la pista se perdía en el horizonte la infinita línea recta de los pilones de color amarillo-grisáceo sustentadores del ferrocarril de garganta que se elevaba a cuatro metros de la tierra, cuyos «rieles» semicirculares desprendían un brillo dorado como si fueran rayos del sol. Las líneas rojas que limitaban por las dos partes la vía del sharex, parecía que se elevaban bajo la brillante luz del día, como si no hubieran sido trazadas sobre la tierra, sino por el aire.
Los pasajeros del vechebús estaban vestidos muy ligeramente, la mayoría de ellos con trajes de un material fino de colores claros, pero a pesar de todo se hacía sentir el bochorno estival de un día sin viento.
Entre ellos, llamaba la atención inmediatamente, una muchacha alta, con un vestido blanco más corto de lo que corrientemente se llevaba en este tiempo. El raro tono verdoso de su cutis, el matiz entre esmeralda y zafiro de su espesa cabellera al descubierto, demostrando que no sentía el calor, los ojos un poco caídos oblicuamente, asombrosamente largos, por lo cual parecían mucho más estrechos de lo que eran en realidad, todo daba a entender que era una persona que no pertenecía a ninguna de las razas terrestres. De los zapatos blancos, hasta las rodillas de unas pierñas bonitas y bien torneadas estaban enrolladas entrecruzándose unas cintas estrechas blancas, sujetadas por unas hebillas también blancas, al parecer metálicas, en forma de hojas alargadas de una planta desconocida, que como dos escudos tapaban sus rodillas. Los brazos finos, desnudos hasta los hombros, terminaban en unos dedos largos y flexibles con uñas brillantes de color verde vivo, como si en la terminación de cada dedo la muchacha llevara una gran esmeralda. El color verde se destacaba claramente en las comisuras de la boca y sobre todo en las aletas de la nariz.
Seguramente la sangre de la muchacha tenía color rojo y el matiz verde de su piel era debido, probablemente, a una propiedad especial de sus pigmentos. Por eso en algunos lugares su cuerpo adquiría un fuerte color marrón tostado.
Su vestido no llegaba a las rodillas y estaba muy abierto por la espalda, la cual estaba casi cubierta por las ondas de su larga cabellera, recogida en la nuca por una ancha hebilla blanca, de la misma forma de la hoja de la desconocida planta. Debido a lo espeso de la cabellera, ésta daba la impresión de una masa pesada, en la que los rayos del Sol producían reflejos esmeraldinos a cada movimiento de la cabeza.
Pero «el verdor» no perjudicaba el aspecto exterior de la muchacha, todo lo contrario, era de una belleza especial, y provocaba una simpatía involuntaria la fuerza fresca, inagotable de su juventud floreciente. Y sólo sus ojos, oblicuamente situados, le daban a su rostro una expresión de tristeza.
Los pasajeros del vechebús ya se habían acostumbrado a su extraña acompañante y no le prestaban una atención especial. Todos sabían quién era. No había ni una sola persona en la Tierra que no hubiera oído hablar de su fantástica y enigmática historia.
Sólo, de vez en cuando, una mirada curiosa se detenía furtivamente en su figura alta, esbelta, miraba interesadamente los rasgos de su cara como si quisiera averiguar qué asunto había traído aquí a la «huésped de la Tierra», por qué estaba en el vechebús que iba por la ruta Kíev-Poltava.
La muchacha no notaba estas miradas. Parecía que no prestaba atención a ninguna de las personas que la rodeaban. No detuvo en nadie, ni una sola vez, la mirada de sus ojos negros aterciopelados.
Se llamaba Guianeya. Ella, lo mismo que su nombre, era conocida en todo el mundo.
Sin separarse de su lado estaba una muchacha del tipo terrestre común. Era también de estatura alta, pero su acompañante le llevaba media cabeza, de cabellera negra y espesa, pero sin el matiz verdoso de la piel, con un vestido blanco igual, pero un poco más largo y no tan abierto. Calzaba zapatos iguales a los de su compañera, pero sin cintas. Y sus ojos negros eran un poco alargados, pero situados horizontalmente.
Los pasajeros del vechebús sabían quién era esta segunda muchacha. Lo mismo que a Guianeya todos la conocían y sabían su nombre y apellido.
Ellas hablaban entre sí en voz baja en un idioma bello y sonoro. Era conocido de todos que Guianeya poseía un oído extraordinariamente agudo, incomparable con el de las personas de la Tierra.