Iain M. Banks
Pensad en Flebas
La idolatría es peor que cualquier mortandad.
El Corán, 2:190
Ya seas judío o gentil
Oh, tú que haces girar el timón y vuelves tu cara hacia allí de donde llega el viento,
Piensa en Flebas, quien en tiempos fue tan alto y hermoso como tú.
T. S. Eliot,
La tierra baldía, IV
La nave ni tan siquiera tenía nombre. La fábrica que la construyó había sido evacuada hacía mucho tiempo, por lo que no llevaría a bordo ninguna tripulación humana y, por la misma razón, no poseía sistemas de apoyo vital o unidades de alojamiento. No tenía número de clase o designación de la flota porque era un híbrido mestizo construido con fragmentos y piezas procedentes de varios tipos de nave; y no tenía nombre porque la fábrica no podía perder el tiempo en esos pequeños detalles.
La fábrica fue montando la nave como buenamente pudo con la cada vez más reducida cantidad de componentes de que disponía, aunque la mayor parte de los sensores y los sistemas de armamento y energía eran defectuosos, estaban anticuados o necesitaban un buen repaso. La fábrica de naves sabía que su destrucción era inevitable, pero existía una posibilidad de que su última creación tuviera la velocidad y la suerte necesarias para escapar.
El único componente perfecto y carente de precio del que la fábrica sí disponía era la poderosísima Mente alrededor de la que había construido el resto de la nave. La Mente poseía capacidades inmensas, aunque aún era algo tosca y carecía de entrenamiento, y si lograba llegar hasta un lugar seguro la fábrica de naves creía que podía hacer grandes cosas. Y, además, existía otra razón —la auténtica razón—, para que la madre en cuyos astilleros había nacido no le hubiese dado un nombre a la nave de combate que era su hija. La madre estaba convencida de que, dejando aparte todo lo anterior, también había otra cosa de la que no disponía: esperanza.
La nave abandonó la zona de construcción de la fábrica con casi todos los retoques finales pendientes. Aceleró al máximo —su rumbo sería una espiral de cuatro dimensiones que cruzaría por el centro de una ventisca de estrellas donde sabia que solo la aguardaba el peligro—, y los viejos motores de una nave que ya no existía la hicieron entrar en el hiperespacio. Usó los sensores dañados en combate que habían pertenecido a otra nave para ver como su lugar de nacimiento desaparecía a popa, y comprobó los anticuados sistemas de armas que habían pertenecido a una tercera nave. En el interior de su cuerpo nacido para la batalla los robots constructores se movían por los espacios angostos sometidos a la falta de luz y calor del vacío tratando de instalar o completar sensores, desplazadores, generadores de campo, disruptores de escudos, campos láser, cámaras de plasma, depósitos de cabezas de guerra, unidades de maniobra, sistemas de reparación y los miles de otros componentes básicos o secundarios necesarios para que un navío de combate pudiera funcionar como tal. La estructura interna de la nave fue cambiando a medida que cruzaba las inmensidades de espacio vacío que se extienden por entre los sistemas estelares, volviéndose menos caótica y más ordenada a cada nueva tarea completada por los robots obreros.
Cuando llevaba varias decenas de horas de su primer viaje, la nave comprobó su sensor de seguimiento enfocándolo hacia la ruta que había seguido y captó una terrible y aniquiladora explosión detrás de ella, justo allí donde había estado la fábrica. Vio expandirse la flor de radiación durante un tiempo, enfocó el campo de observación hacia lo que tenía delante e hizo fluir todavía más energía por sus ya sobrecargados motores.
La nave hizo cuanto le era posible para eludir el combate. Se mantuvo lejos de las rutas donde era más probable que encontrara las naves enemigas; y trató cada indicación de la proximidad de una nave como si fuera un avistamiento hostil confirmado. Zigzagueó, trazó curvas, subió y bajó mientras iba siguiendo un curso en espiral lo más rápido que podía, cruzando el fragmento del brazo galáctico en el que había nacido por el camino más directo que se atrevía a utilizar, dirigiéndose hacia los confines del gran istmo y el espacio comparativamente vacío que se extendía más allá de éste. Si lograba llegar al comienzo del miembro siguiente quizá se encontrara a salvo.
Y justo cuando estaba llegando a esa primera frontera, allí donde las estrellas se alzaban como un acantilado reluciente junto al vacío…, fue detectada.
La casualidad hizo que los rumbos de una flota de navíos hostiles se aproximaran lo suficiente al seguido por la nave. La flota detectó su ruidoso y tosco caparazón de emisiones y se dispuso a interceptarla. La nave se metió de lleno en la abrumadora oleada de su ataque. Superada en armamento, lenta, vulnerable… Apenas necesitó un instante para comprender que ni tan siquiera tenía la posibilidad de infligir algún daño a la flota enemiga.
Decidió destruirse. Hizo estallar todas las cabezas de guerra de que disponía, liberando repentinamente tal cantidad de energía que, durante un segundo y sólo en el hiperespacio, el destello luminoso creado por la explosión superó en brillantez a las emisiones de una enana amarilla de un sistema estelar cercano.
Un instante antes de que la nave se convirtiera en plasma la mayoría de los miles de cabezas de guerra se dispersaron a su alrededor y estallaron formando una esfera de radiación cada vez más grande a través de la que cualquier huida parecía imposible. La totalidad del enfrentamiento duró una fracción de segundo, y al final de éste hubo algunas millonésimas de segundo durante las que los ordenadores de combate de la flota enemiga analizaron el laberinto tetradimensional de radiaciones en expansión y comprendieron que existía una salida asombrosamente complicada e improbable que permitiría escapar a los cascarones concéntricos de energías en erupción que estaban desplegándose como los pétalos de una flor inmensa entre los sistemas estelares. Aun así, no era un camino que la Mente de un navío de combate tan pequeño y anticuado hubiera podido planear, crear y seguir.
Cuando se dieron cuenta de que la Mente de la nave había seguido ese camino y había atravesado su pantalla de aniquilación, ya era demasiado tarde para impedir que abandonara el hiperespacio y cayera hacia el pequeño y frío cuarto planeta que giraba alrededor del solitario sol amarillo del sistema cercano.
Y también era demasiado tarde para hacer algo respecto a la luz emitida por la detonación de las cabezas de guerra. La explosión había sido calculada para que crease un tosco código y describiera el destino de la nave, así como la posición y el estado de la Mente durante su huida. El código sería legible para cualquiera que captase la progresión de aquella luminosidad irreal a través de la galaxia. Lo peor de todo, quizá —y si su diseño les hubiera permitido algo semejante, aquellos cerebros electrónicos habrían sentido un terrible abatimiento—, era que el planeta hacia el que la Mente se había dirigido abriéndose paso a través de su pantalla de explosiones no entraba en la categoría de mundos que podían limitarse a atacar o destruir, y ni tan siquiera en la de aquellos que les estaba permitido visitar. Era el Mundo de Schar, muy cerca de la región de espacio estéril llamada el Golfo Sombrío que se extiende entre dos franjas de la galaxia. Era uno de los mundos prohibidos a los que se conoce como Planetas de los Muertos.
El nivel del líquido había llegado a su labio superior. Tenía la cabeza pegada a las piedras que formaban la pared de su celda, pero aun así su nariz apenas quedaba por encima de la superficie. No conseguiría liberarse las manos a tiempo; iba a ahogarse.
Una parte de su mente intentó reconciliarle con la idea de su muerte. Iba a morir en la oscuridad de aquella celda, rodeado por su pestilencia y su calor, con el sudor corriendo por su frente y sobre sus tensos párpados mientras el trance seguía y seguía… Pero había algo más, algo que se negaba a desaparecer, algo inútil y que sólo servía para molestarle, como un insecto invisible zumbando en el silencio de una habitación. Era una frase irrelevante y carente de sentido, una frase tan vieja que ya no recordaba dónde la había oído o leído, y la frase daba vueltas y más vueltas dentro de su cabeza como una canica girando dentro de un recipiente: