Iain Banks
Pasos sobre cristal
Para mi madre y mi padre
Avanzó por los corredores blancos, pasando por delante de los tableros de anuncios con sus ofertas de alquiler de habitaciones minúsculas o venta de coches usados, el bar en donde la gente ocupaba todas las mesas, un agujero en el pavimento blanco tapado con una vieja silla debajo de la cual había una tubería en donde resplandecía una antorcha de soplete y un hombre andaba a gatas, y antes de marcharse echó una mirada a su reloj:
MA 28
pm
3:33
Se detuvo en los escalones durante unos segundos, sonriendo ante las cifras que mostraba la esfera del reloj. Tres tres tres. Un buen presagio. Hoy sería un día favorable, un día en el cual sucederían muchos acontecimientos.
Afuera estaba luminoso, incluso después de la opaca claridad del marmóreo corredor. El aire era cálido, levemente húmedo pero no sofocante. Hoy la caminata resultaría placentera. Esto también le alegraba, ya que no deseaba llegar a la casa de ella acalorado y sin aliento; no hoy, no con ella al final de la caminata, no con aquella sutil pero inequívoca promesa esperándole allí, dispuesta.
Graham Park salió de la Escuela a la ancha y gris acera y aprovechando un alto del tráfico cruzó a trote corto la Vía Theobald en dirección norte. Al llegar frente al pub Ciervo Blanco aminoró la marcha, sujetando a un costado sin dificultad su gran portafolio negro por su única asa. Llevaba retratos de ella.
Miró al cielo, por encima de las abigarradas torres de los medianos edificios de oficinas, y sonrió a sus tristes fragmentos deslustrados por el hollín de la ciudad.
Hoy las cosas parecían más nuevas, más brillantes, más reales, como si todo el ambiente que le había rodeado hasta aquel momento, completamente conocido y natural, hubiera estado compuesto por actores moviéndose torpemente detrás de un delgado telón, esforzándose por salir, y ahora aparecían con una expresión de triunfo congelada en el rostro, las manos extendidas, consiguiendo al fin salir a escena. Halló este arrebato de amor juvenil casi embarazoso debido a su intensidad; era algo que le satisfacía tener, que estaba resuelto a ocultar, y poco proclive a examinar. Le era suficiente con saber que estaba allí, y de algún modo su propio aspecto trivial era tranquilizador. Qué importaba que los demás sintieran de la misma manera en ese preciso instante; jamás sería exactamente como éste, jamás sería idéntico. Deleitarse en él, pensó, ¿por qué no?
Un hombre exhausto y desaliñado se hallaba recostado de espaldas contra la pared de otro de los edificios altos y grises de ladrillo. A pesar del calor que hacía llevaba puesto un grueso abrigo de color gris y verde, y uno de sus zapatos tenía un agujero en la punta del pie, revelando que no llevaba calcetines. Sostenía dos enormes cajas de champiñones. Era la clase de espectáculo —el pobre, el raro— que por lo general sobresaltaba a Graham.
Había tanta gente extraña en Londres. Tantos pobres y decrépitos, la metralla que aún continuaba diseminándose, heridas ambulantes de la sociedad. Usualmente estas personas representaban para él un agobio y una amenaza, si bien en realidad tenían poco con que amenazar y mucho de que temer. Pero hoy no; hoy aquel viejo, acalorado debido a su grueso abrigo, que entornaba los ojos desde su demacrado rostro y rodeada con sus pegajosas manos las dos cajas de champiñones de dos libras cada una apenas si era interesante, lo justo como para ser objeto de un dibujo. Pasó junto a la oficina de correos, en donde un joven negro, alto y bien vestido, se hallaba hablando consigo mismo. Esta vez tampoco sintió temor. Comprendió que quizá después de todo en realidad era, ligeramente, el paleto que con tanto empeño evitaba ser. Se había propuesto tan intensamente ser incrédulo y precavido que tal vez se encontraba en el extremo opuesto, viendo una amenaza en cada cosa que la gran ciudad podía ofrecer. Únicamente ahora, con la promesa de la fortaleza que ella podría darle, se podía permitir el lujo de pensar acerca de sí mismo de una manera tan minuciosa (en la ciudad hay que llevar puesta una coraza, hay que saber en dónde se está parado).
Había optado por un acercamiento cínico y reservado, y ahora podía ver que a pesar de toda la indemnidad que esto le reportaba —a pesar de los temores de su madre, ahí estaba él, en su segundo año, todavía solvente, con el corazón intacto, sin haber sufrido ningún atraco e incluso progresando en sus estudios— toda defensa tenía su precio, y él había pagado con el distanciamiento, con la incomprensión. Quizás el joven negro no estaba loco; la gente suele hablar consigo misma. Quizás el viejo con el zapato roto no fuese un sujeto arruinado con los puños repletos de setas robadas; tal vez se trataba de una persona común y corriente a la cual se le habían descosido los zapatos aquel mediodía mientras hacía las compras. Observó el estrepitoso tráfico, y por encima de éste a través de las vallas la verde frondosidad de los Alojamientos Gray, que aparecía en su visión por la derecha. Recordaría este día, esta caminata. Incluso si ella no… incluso si todas sus ilusiones, sus esperanzas no se… ah, pero eso no iba a suceder. Podía intuirlo.
—Deja de fantasear, Park, no te llevará a nada.
Se giró rápidamente hacia el lugar de donde provenía la voz y vio a Slater, bajando a saltos los escalones de la Biblioteca Holborn, el cual llevaba puestos unos tejanos con una pernera más corta que la otra y calzaba un lustroso zapato negro en un pie y en el otro llevaba una bota alta hasta la rodilla; los tejanos habían sido cortados a medida, por lo que una pernera terminaba normalmente sobre el zapato en un dobladillo hilvanado, mientras que la otra se detenía deshilachada justo por encima de la parte superior de la bota. Lucía con ostentación su gastada chaqueta sobre una camisa negra y una pajarita también negra, la cual parecía tener engastadas un montón de diminutas y opacas piedrecitas rojas. Sobre su cabeza descansaba una gorra de tartán, predominantemente roja. Graham observó a su amigo y se echó a reír. Slater le correspondió con una mirada de aparente frialdad.
—No veo la causa de semejante hilaridad.
—Tienes aspecto de… —Graham sacudió la cabeza, señalando con una mano los tejanos y el calzado de Slater, mientras echaba una ojeada a su gorra.
—El aspecto que tengo —dijo Slater acercándose y cogiendo a Graham del codo para que continuaran caminando—, es de alguien que ha descubierto un viejo par de botas de piloto de la RAF en un puesto del mercado de Camden.
—Y las hubiera cosido a navajazos —dijo Graham, mirando las piernas de Slater al tiempo que libraba su brazo del ligero asimiento.
Slater sonrió, introduciendo sus manos en los bolsillos de sus mutilados tejanos.
—Con esto no haces más que demostrar tu ignorancia, jovencito. Si te hubieras fijado con atención, o supieras lo bastante, habrías podido apreciar que éstas son, de hecho, unas botas de piloto especialmente diseñadas las que, con la ayuda de unas cuantas cremalleras, se convierten en lo que sin duda, en los cuarenta, representaban un bonito par de zapatos. Este artilugio servía para que si el intrépido aviador era derribado sobre territorio enemigo mientras realizaba una operación de bombardeo, pudiera deshacerse fácilmente de las cañas de sus botas y tener un par de zapatos de aspecto civil, haciéndose pasar así por un nativo y escapar de esos temibles hombres de las SS enfundados en sus ceñidos uniformes negros. Yo tan sólo he adaptado…
—Estás ridículo —le interrumpió Graham.
—Ya salió el puritano —dijo Slater. Ahora caminaban lentamente; a Slater nunca le gustaba apresurarse. Graham apenas si se hallaba impaciente, y sabía que era mejor no tratar de apremiar a Slater. Había salido con bastante tiempo por delante, no tenía motivos para darse prisa. Su deleite duraría un poco más—. Ni siquiera comprendo la razón por la cual me atraes —dijo Slater, luego miró de cerca el rostro del otro muchacho y añadió sarcásticamente—. ¿Me estás