INTRODUCCIÓN
Apenas había llegado a Auschwitz, donde debía sobrevivir gracias a sus competencias como químico, cuando a Primo Levi lo confinaron para una espera absurda, sin agua, en un barracón. Ve un carámbano y lo coge para aplacar la sed que lo atenaza:
Nada más arrancar el carámbano, un tipo alto y fuerte que iba y venía fuera se me acerca y me lo arranca violentamente. Warum?, le digo en mi alemán vacilante. Hier is kein warum.
Aquí no hay porqué. La shoá y, por otra parte, la empresa concentracionaria y la multitud de crímenes nazis abrieron una hiancia de sentidos que nunca ha llegado a cerrarse —y que seguramente tampoco se cierre con este libro—.
Podemos, no obstante, empezar a buscar «porqués». Para las víctimas, no los hubo: fueron objeto del desencadenamiento de violencias más intenso jamás conocido en la historia de la humanidad. De los shtetls devastados por las unidades especiales de la policía y de las SS a los sonderkommandos de los centros de ejecuciones, pasando por las decenas de Oradour en el oeste de Europa, los centenares en Grecia y en los Balcanes y los miles de Oradour del territorio soviético, solo se observa el absurdo y el sinsentido de una violencia ciega. Shakespeare, como hombre del Renacimiento familiarizado con la muerte, decía que la vida es como «un cuento lleno de ruido y de furia [...] que no significa nada». Para los millones de vidas rotas por la violencia nazi, el momento del final fue el del sinsentido y del desamparo más atroz.
¿Y para los verdugos? Primo Levi tuvo contacto con algunos de ellos durante su detención en Auschwitz. Era doctor en Química y lo destinaron al servicio de un científico alemán que trabajaba en una iniciativa estratégica del III Reich, siempre amenazado por la escasez de carburante: la fabricación de carburantes sintéticos, uno de cuyos lugares de producción había sido instalado en las inmediatas cercanías de los campos de Auschwitz y de Birkenau, en Monowitz. Primo Levi narra en los siguientes términos su encuentro con su superior, el Dr. Pannwitz:
Su mirada no fue la de un hombre a otro hombre; y si pudiera explicar a fondo la naturaleza de aquella mirada intercambiada como a través del cristal de un acuario, entre dos seres que pertenecían a dos mundos diferentes, habría explicado al propio tiempo la esencia de la locura del III Reich.
El warum, el porqué de Primo Levi está en la mirada del Dr. Pannwitz, en esa manera de considerar al prójimo como cualquier cosa menos como un ser humano, menos aún que un animal y escasamente como un objeto. Pannwitz considera —para él, legítimamente— que, más que un «cristal», hay un «mundo» entre Primo Levi y él. La ausencia feroz o total de consideración o de empatía hacia el otro es un fenómeno que encontramos bajo otros cielos y en situaciones históricas y sociales muy diferentes de las de unas instalaciones concentracionarias nazis.
En el cara a cara entre Primo Levi y Pannwitz convergen, no obstante, varias de esas situaciones: colonialismo, esclavitud, racismo, antisemitismo, desprecio académico, explotación económica. Pannwitz considera al judío Primo Levi una herramienta, un factor de producción útil y utilizable que, cuando llegue el caso, podrá ser sustituido por otro por necesidades del servicio: la producción de carburante para el Reich. Primo Levi añade: «Desde ese día, he vuelto a pensar muchas veces y de muchas maneras en el doctor Pannwitz. Me he preguntado qué era lo que podía ocurrir en el interior de aquel hombre». Y manifiesta su deseo de volver a verlo, no para vengarse, sino para satisfacer su «curiosidad por la especie humana».
Primo Levi, la víctima, cumple con el gesto magnífico al que el verdugo, el criminal, se niega: concederle al otro el crédito de la humanidad, de una pertenencia a la especie humana y de una «interioridad».
Eso mismo es lo que, como historiador, deseamos hacer. Intentando responder a la pregunta del warum, vamos de sorpresa en sorpresa. Nos damos cuenta de que «la locura del III Reich» fue, para los actores de los crímenes nazis, algo muy distinto a una locura: la obediencia a órdenes dadas según las normas de la cadena jerárquica, de los actos de defensa del Reich y de la raza, una necesidad histórica que respondía a una amenaza biológica sin precedente.
Ya hemos expuesto en otro lugar que los crímenes nazis seguían normas, que respondían a una normativa muy argumentada y muy elaborada. Deseamos completar y, en lo que a nosotros respecta, dar por concluido el expediente poniendo de manifiesto que, para desplegar sus potencialidades criminales, el nazismo pretendió ser una revolución cultural. Al retomar en ocasiones algunas contribuciones ya parcialmente publicadas, y al completarlas y ofrecer capítulos inéditos, hemos querido señalar la unidad de una investigación de largo recorrido sobre el fenómeno nazi que fue, además de una serie inverosímil de crímenes, un relato y un corpus normativo —relato y normas que apuntaron a que los autores de aquellos crímenes aceptaran que sus actos eran legítimos y justos—.
El relato es la visión nazi de la historia, suturada de angustia biológica y tejida de advertencias apocalípticas. Si damos crédito a semejante «visión del mundo», la raza germánica está desde sus orígenes alienada y desnaturalizada por influencias culturales y biológicas venidas de fuera, que van destruyéndola a fuego lento y no tardarán en hacerla desaparecer. El relato relee, bajo el prisma de la biología racial, todos los episodios de la historia de la «raza», desde la Grecia antigua hasta la República de Weimar, pasando por la caída del Imperio romano, la evangelización cristiana, el Humanismo, la Revolución francesa y la Gran Guerra.
La norma es el corpus de imperativos que se infiere de esa historia: hay que actuar ya, y rápidamente, para evitarle a la raza germánica esa suerte funesta. Los nazis son conscientes de que lo que pregonan choca y golpea unas conciencias educadas desde hace siglos según los preceptos cristianos, kantianos, humanistas y liberales. En lo más alto de la jerarquía nazi, en unas esferas donde ellos mismos se consideran una élite intelectual y una vanguardia moral, existe inquietud ante los obstáculos tan numerosos que quedan aún por superar en las inteligencias alemanas: el «sentimentalismo», la «ñoñería», el «humanitarismo» que fustigan los Hitler, Goebbels, Himmler, Bormann... que reconocen perfectamente en todo ello al eterno «Michael» alemán, víctima de la historia y de sus enemigos por su indecisión y su bondad.
Durante sus conversaciones en torno a la realización de una película para promocionar la eutanasia, Goebbels defiende en su Diario que se trata con absoluta claridad de educar al pueblo alemán en esas medidas, indudablemente duras pero necesarias, para que «la liquidación de los seres que ya no son válidos nos resulte psicológicamente más fácil». Más adelante, porque mientras tanto los centros de exterminio se mantienen secretos. Solo mucho después podrá el pueblo alemán ser suficientemente maduro para comprender la necesidad de una tarea histórica que violaba todos los conceptos morales, religiosos y éticos —conceptos presentes desde siglos, que el nazismo tenía intención de combatir y suplantar.
Para poder actuar, a pesar de los siglos de alienación, a pesar de las fases de desnaturalización, había que operar en el cuerpo y en el alma del pueblo alemán una revolución cultural, en el sentido prerrevolucionario del término: hay que volver a los orígenes, a lo que era el hombre germánico, su modo de vida y su actitud instintual con respecto a los seres y las cosas, para salvarlo.