Ernesto Sabato - Uno y el Universo
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- Libro:Uno y el Universo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1945
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Uno y el Universo: resumen, descripción y anotación
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Las reflexiones que aparecen aquí por orden alfabético no son producto de la vaga contemplación del mundo: se refieren a entes que he encontrado en el camino hacia mí mismo. (Uno se embarca hacia tierras lejanas, o busca el conocimiento de hombres, o indaga la naturaleza, o busca a Dios; después se advierte que el fantasma que se perseguía era Uno mismo). Fuera de mi ruta debe de haber otros entes, otras teorías e hipótesis. El Universo de que se habla aquí es mi Universo particular y, por lo tanto, incompleto, contradictorio y perfeccionable; no poseo la más modesta Weltanschauung que pueda satisfacer a una persona respetable o germánica; prohíbo a estos inspectores del urbanismo filosófico que lean este libro (no veo, además, para qué habrían de leerlo).
Este libro es el documento de un tránsito y, en consecuencia, participa de la impureza y de la contradicción, que son los atributos del movimiento. Imagino la irritación que producirá a los fanáticos del sistema, que tienen la curiosa pretensión de ser propietarios de La Verdad, frente a los otros mil sistemas, como por alguna especie de arreglo personal con el Organizador del Espectáculo. Por mi parte, reconozco no tener vinculaciones tan influyentes.
La ciencia ha sido un compañero de viaje, durante un trecho, pero ya ha quedado atrás. Todavía, cuando nostálgicamente vuelvo la cabeza, puedo ver algunas de las altas torres que divisé en mi adolescencia y me atrajeron con su belleza ajena de los vicios carnales. Pronto desaparecerán de mi horizonte y sólo quedará el recuerdo. Muchos pensarán que esta es una traición a la amistad, cuando es fidelidad a mi condición humana.
De todos modos, reivindico el mérito de abandonar esa clara ciudad de las torres —donde reinan la seguridad y el orden— en busca de un continente lleno de peligros, donde domina la conjetura. Montaigne mira con ironía a los hombres porque son capaces de morir por conjeturas. No veo nada que merezca la ironía: en eso reside la grandeza de estos pobres seres.
ERNESTO SABATO
Santos Lugares, otoño de 1945
Combinación de dos lentes que sirve para ver objetos lejanos y para refutar a Aristóteles.
«El firmamento es eterno, inmutable y sin origen», había decretado el sabio de Estagira. Galileo se limitó a dar tres conferencias ante mil personas sobre la estrella nueva aparecida en la constelación de la Serpiente. La disputa se exacerbó cuando empezó a escrutar el cielo con su anteojo y a encontrar cosas raras. Primero descubrió las fases de Venus, e hizo notar que ese hecho era la mejor prueba de la hipótesis copernicana. Luego descubrió los satélites de Júpiter, que si bien constituían otra prueba de esa hipótesis eran filosóficamente absurdos: según los aristotélicos un cuerpo en movimiento no podía ser centro de otro movimiento.
El matemático y astrónomo Clavius, de Roma, expresó con sobriedad su opinión sobre el descubrimiento: «Me río de los pretendidos acompañantes de Júpiter». Otros peripatéticos, más conciliadores, afirmaron que quizá el instrumento mismo producía los satélites; Galileo ofreció diez mil escudos al que fabricara un anteojo tan astuto. La mayoría de los aristotélicos, sin embargo, se negó en redondo a mirar por el tubo, asegurando que no valía la pena buscar semejantes objetos celestes, ya que Aristóteles no los había mencionado en ninguno de sus volúmenes.
En una carta a Kepler decía Galileo: «Habrías reído estrepitosamente si hubieras oído las cosas que el primer filósofo de la facultad de Pisa dijo en mi contra delante del Gran Duque, y cómo se esforzaba, mediante la ayuda de la lógica y de conjuros mágicos, en discutir la existencia de las nuevas estrellas».
Se nos dice que este imperfecto Universo en que vivimos está formado por una única sustancia que transmuta sin cesar, asumiendo transitoriamente la forma de árboles, criminales y montañas. Como un artista insatisfecho que destruye siempre su obra, este proceso intenta copiar un Universo Fantástico donde el movimiento no existe, un Universo donde está el Árbol, el Animal, la Justicia, Sócrates, y el Triángulo. Todos estos objetos son inalterables, incorruptibles, porque el tiempo no pasa por ellos, el tiempo que todo lo corrompe y todo lo transforma, el tiempo que quizá es la corrupción y la transformación.
De modo que las cosas, las muertes, los amores del universo cotidiano son como aproximaciones groseras de esos Objetos Fantásticos. Y aunque nunca los hemos visto, creemos que existen en alguna parte. Creemos, por ejemplo, en la eternidad de algo que llamamos al Árbol, que es una idea fija, cristalizada, a la que tímidamente se acerca, con riegos y cuidados, un montón de partículas universales, que antes eran sal, montaña y agua. Este frágil ser vacila y muere antes de haber alcanzado aquel estado ideal, porque parece como si la naturaleza fuera enemiga de las cosas puras e incorruptibles. Y así la piedra se transmuta en árbol, el hidrógeno en oxígeno, Platón en Aristóteles, el amor en odio, el criminal en santo.
ERNESTO SABATO (Rojas, Provincia de Buenos Aires, 24 de junio de 1911 - Santos Lugares, ídem, 30 de abril de 2011). Fue un importante escritor, ensayista, físico y pintor argentino. Escribió tres novelas: El túnel, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, e innumerables ensayos sobre la condición humana.
En 1941 apareció su primer trabajo literario, un artículo sobre La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, en la revista Teseo de La Plata. También publicó una colaboración en la revista Sur de Victoria Ocampo, por intervención de Pedro Henríquez Ureña. En 1942 continuó colaborando en aquella publicación con reseñas de libros, se encargó de la sección «Calendario» y participó del «Desagravio a Borges» en el N.º 94 de Sur. Publicó artículos en el diario La Nación y se presentó su traducción de Nacimiento y muerte del sol de George Gamow. Al año siguiente publicaría la traducción de El ABC de la relatividad de Bertrand Russell.
En 1984 recibió el Premio Miguel de Cervantes, máximo galardón literario concedido a los escritores de habla hispana. Fue el segundo escritor argentino en recibir este premio, luego de Jorge Luis Borges en 1979. Se conserva su discurso en ocasión de la recepción del premio citado. También la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires lo nombró Ciudadano Ilustre, recibió la Orden de Boyacá en Colombia y la OEA le otorgó el premio Gabriela Mistral.
Cuando el doctor Johnson sintió que los argumentos del Obispo lo estaban metiendo en una maraña, decidió cortar por lo sano, a la acreditada manera de los pragmatistas ingleses: dio un puntapié a una piedra y exclamó:
—Lo refuto así.
De este modo creía certificar que la piedra no era un fantasma perceptual.
¿Pero acaso las piedras de Berkeley no pueden recibir puntapiés? También en sueños podemos golpear una piedra.
No tengo interés en salvar a Berkeley, pero, en prestigio de la inteligencia, solicito mejores argumentos.
Las obras sucesivas de un escritor son como las ciudades que se construyen sobre las ruinas de las anteriores: aunque nuevas prolongan cierta inmortalidad, asegurada por leyendas antiguas, por hombres de la misma raza, por las mismas puestas de sol, por pasiones semejantes, por ojos y rostros que retornan.
Cuando se hace una excavación en la obra de Jorge Luis Borges, aparecen fósiles dispares: manuscritos de heresiarcas, naipes de truco, Quevedo y Stevenson, letras de tango, demostraciones matemáticas, Lewis Carroll, aporías eleáticas, Franz Kafka, laberintos cretenses, arrabales porteños, Stuart Mill, de Quincy y guapos de chambergo requintado. La mezcla es aparente: son siempre las mismas ocupaciones metafísicas, con diferente ropaje: un partido de truco puede ser la inmortalidad, una biblioteca puede ser el eterno retorno, un compadrito de Fray Bentos justifica a Hume. A Borges le gusta confundir al lector: uno cree estar leyendo un relato policial y de pronto se encuentra con Dios o con el falso Basílides.
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