PRÓLOGO O JUSTIFICACIÓN
Como me ha sucedido siempre en la vida, la decisión de publicar este libro me ha llegado luego de sufrir interminables oscilaciones.
Estos apuntes fueron escritos, y mayormente dictados a Elvira González Fraga, hace dos años, durante mis viajes por España, en aquel momento en que la Argentina se desplomó después de gobiernos nefastos, dejándola en un estado de miseria, desempleo y destrucción como jamás nadie pudo imaginar.
Algunas páginas han sido largamente elaboradas a mi vuelta o durante esos largos meses en que estuvimos de viaje. Otras permanecen como me salieron, apenas comentarios a la vida cotidiana.
Creo haber expresado algo de lo que siente un hombre al inminente borde de la muerte. Pido perdón a los lectores si no encuentran en ellos más que esbozos, apenas borradores.
El diario parece ser un escrito a mitad de camino entre la ficción y el ensayo.
Cuando me prevalece la paranoia o el pudor o la vergüenza, enarbolo el sentido crítico y corrijo, y trato de alejarme del lado oscuro, nocturno, contradictorio y débil de la existencia. Trato de hacer algo fuerte.
Cuando, como ahora, prevalece mi deseo de poner lo que salga, de confesarme, hablo sin pensar.
Siempre hay máscaras; salvo cuando el dolor, la bronca o la devastadora gratitud nos desnuda el alma.
Tengo otro gran motivo para querer publicar estas páginas: la recuperación de la Argentina, este renacer de las posibilidades que se viven hoy, y que muestran, una vez más, que lo que pareció imposible está encontrando su surco. Que la utopía es el único camino.
ERNESTO SABATO
Santos Lugares,
fines de marzo de 2002 - junio de 2003
PRIMERA PARTE
5 de abril de 2002
Cuando la angustia de los hombres de mi patria hace insoportables las horas, vuelvo a aquel gran país de mi juventud y, entonces, afanosamente busco un hilo de Ariadna que pudiera hacer comprensible tanto dolor y desconcierto.
Melancólicamente nos recuerdo tiritando de emoción en el patio de mi escuela de campo, entonando aquellas canciones en honor a los héroes, creyentes en que nosotros también, como ellos, daríamos lo mejor por esta tierra fecunda que nos albergaba en busca de un destino de grandeza.
¿Qué pasó entre aquellas mañanas plenas de promesas y este tiempo aciago en que nuestra gente padece hambre y frío? ¿Qué alta traición cometimos?
Me voy para España por dos meses, un tiempo peligrosamente largo —hasta la muerte podría hallarme lejos de mi patria— a dar unas conferencias y recibir honores, que mucho agradezco y que sin duda me alentarán, pero voy en verdad para que la ausencia ahonde en mí un tal deseo por la Argentina que pueda transmitir, ya viejo y casi sin fuerzas, las reservas de esperanza que guarda en ella mi alma.
Abril, en Madrid
El viaje fue bueno.
Desde la altura volví a asombrarme de la palpable pequeñez del hombre tanto como de su desafío. Microscópico, el avión parecía moverse en un océano inconmensurable, mientras los enormes edificios, las arboledas y los monumentos iban adquiriendo proporciones más modestas, imprecisos puntos en fuga. Enseguida no se distinguieron los barrios de Buenos Aires, ni el trazado de sus calles, ni el legendario puerto del que me hablaba mi padre. Pronto nada se vio salvo la plenitud azul del océano y del cielo.
Pero imborrables como una llama delante de mis ojos quedaron las imágenes desgarradoras del aeropuerto; abrazos al borde del exilio.
Para serenarme, Elvira me estuvo mostrando mapas de algunas de las ciudades que visitaremos, y que ella ha traído sabiendo de mi fascinación por ellos. No porque sea una especie de etnólogo, antropólogo o cosa por el estilo. Simple y perdurable reminiscencia de mi época de niño solitario e introvertido que, absorto ante los mapas de un tal Artero, comenzaba a inclinarse por las ficciones y los lugares remotos en el tiempo y en el espacio. Vemos la geografía, leemos sus inscripciones: ¿quiénes eran sus habitantes?, ¿qué relación tendrán con aquellos vascos y gallegos de mi pueblo pampeano que jugaban en los frontones de pelota, o con aquel hombrón de boina negra y faja colorada que a la mañana nos traía leche fresca y hablaba a los gritos, en una lengua incomprensible, con un peón de nuestra casa?
En el avión he seguido preparando una de las conferencias. Después de idas y vueltas, le he puesto de título «Un horizonte ante el abismo».
He venido a España probablemente por última vez. Soy recibido con todo el afecto, la devoción con que este pueblo admirable me ha tratado siempre.
Las primeras palabras quiero que sean de gratitud a la generosa y enorme ayuda que la gente de distintos pueblos de España nos ha hecho llegar a través de iglesias y distintas instituciones, como en otros tiempos nosotros supimos hacerles llegar a ellos, cuando nuestro país era una nación próspera.
Todos ustedes comparten conmigo el profundo dolor que siento por nuestra Patria.
Amo a esa tierra mía desventurada como es hoy porque allí nací, tuve ilusiones, luché con el sueño de transformar el mundo, amé y sufrí, y porque a una tierra nos une entrañablemente, no sólo sus felicidades y virtudes, sino y sobre todo, sus tristezas y precariedades. En mi país conocí a las personas que más me han amado y alentado, gente sensible, generosa, llena de talentos y posibilidades. A ellos les pertenezco en medio de esta tragedia que vivimos como lo más sagrado.
La Argentina ha caído de la situación de país rico, riquísimo, que yo en mi juventud conocí como la séptima potencia del mundo, a ser hoy una nación arrasada por los explotadores y los corruptos, los de adentro y los de afuera. Hundida en la miseria, sin plata para cubrir las más urgentes necesidades de salud y educación; exigida permanentemente por las entidades internacionales a reducir más y más el gasto público, siendo que no hay ya ni gasas ni los remedios más elementales en los hospitales, cuando no se cuenta ni con tizas ni con un pobre mapa en los colegios; esos colegios que supieron ser, cuando yo era un chico, un modelo de educación, como de los mejores del mundo.
Somos hoy un país pobre, una deuda externa extenuante pesa sobre nuestro pueblo. Sufrimos una sensación de impotencia que parece comprometer la vida de los hombres.
Sin embargo, creo en verdad que estamos frente a ese momento de supremo peligro que es, a la vez, aquel en el que crece lo que nos puede salvar, en el decir de Hölderlin.
No sabemos adonde nos llevarán los años decisivos que estamos viviendo, pero sí podemos afirmar que una concepción nueva de la vida está ya entre nosotros. En medio del caos, la pobreza y el desempleo todos nos estamos sintiendo hermanados quizá como nunca antes.
Martes
Me tranquilizó que hoy no hubiera nada previsto, ningún compromiso. Nada «agendado», como se dice ahora.
A las siete de la tarde nos fuimos tranquilamente al Círculo de Bellas Artes y nos sentamos en uno de los grandes sofás al fondo, a ese lugar que graciosamente llaman pecera, único sitio apartado y silencioso.
Desde los ventanales observo el tumulto de la ciudad. Las luces comienzan a encenderse y el tráfico de la Gran Vía me recuerda a nuestra Avenida Corrientes. ¿Y por qué habría de asombrarme? A fin de cuentas es como toda gran ciudad, con sus ruidos, su contaminación, su ritmo vertiginoso. Un marasmo de autobuses y peatones iluminados artificialmente por carteles publicitarios. Y los edificios que enorgullecen a la gente moderna, como si de la Babel se tratara.
La ciudad por la que siento nostalgia, la que ansiosamente deseo reencontrar, no es la que estoy viendo, áspera y prestigiosa ciudad europea con sus antiguos mármoles, sus fuentes y monumentos, el empedrado de sus plazas, su majestuoso Prado, sino aquella que conservo a salvo en los espacios de la memoria, una ciudad construida por aromas, sonidos, el declinar de una tarde, una esquina, una cena compartida. Por algo tan leve, pero de tanta gravedad, hecho de presencia y de espíritu. Sí, sobre todo de espíritu.