Francisco Umbral - Del 98 a Don Juan Carlos
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- Libro:Del 98 a Don Juan Carlos
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1992
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Del 98 a Don Juan Carlos: resumen, descripción y anotación
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Todo el siglo XX español, visto ahora en perspectiva, no ha sido sino una larga lucha por la conquista del presente. España decide, en nuestro siglo, ponerse a la tarea de la actualidad y a la altura del tiempo. Europeizarse. Este afán, que se insinúa, como sabemos, en los afrancesados del XVIII y el XIX, llega a ser misión nacional gracias a los grandes educadores de las primeras décadas de la centuria que ahora muere.
Porque los regeneracionistas, los arbitristas, los reformistas, como Ganivet, Costa, Cellorigo, Mallada, Picavea, etc., nos hablan siempre de un proyecto español para España, y en sus programas faltan las suficientes alusiones al modelo europeo. Parece que España, perdido el Imperio, decide encontrarse a sí misma, y esto es la filosofía del 98. Pero paralelamente a estos salvadores de la patria como tal patria corren los europeizantes, los afrancesados, los modernistas, los importadores de Krause y los institucionistas. Todos aquellos, en fin, más interesados en hacer España soluble en Europa que en construir/reconstruir una patria berroqueña.
Nace así la pugna entre casticismo y europeísmo, que recorre todo nuestro siglo XX y le da argumento. Esta pugna la había ignorado el siglo XVII, cerradamente casticista, aunque ya decadente. En el siglo siguiente, los afrancesados —Moratín, Blanco White— son una especie rara: afrancesados y anglosajonizados, como en el XIX lo fue el propio Larra, frente al costumbrismo aplaciente de Mesonero, o Espronceda, baironiano, frente al nacionalismo macho de Zorrilla. En nuestro siglo, Rubén Darío viene a ser una figura providencial, no sólo en la poesía, pero en las costumbres, la moda, el gusto y un cierto cosmopolitismo que empieza a mirar hacia París, y con él la burguesía campoamorina.
El Modernismo convive con el 98. El Modernismo trae el art nouveau y el modern style. El Modernismo traspasa a algunos noventayochistas, en sus mejores o peores momentos, según, como es el caso de Valle-Inclán y los Machado. Pero, como tendencia general, más allá de lo literario, el 98 pudiera tremolar la frase/bandera de Unamuno: «Que inventen ellos». Todo el 98, y no sólo don Miguel, hubiese querido españolizar Europa. El afrancesado Azorín, cuando por fin vive en París, se siente ahogado, aislado, solitario, y añora su Madrid y su Levante. Literariamente llega a darse un machihembrado Modernismo/98. Ideológicamente, lo que nos queda hoy del 98 es un casticismo acendrado, y lo que nos queda del Modernismo es un europeísmo vocacional y, de hecho, una europeización de las costumbres, que ya no volvería atrás, siquiera en nuestras minorías y élites intelectuales, sociales y hasta esnobs.
Casticismo/europeísmo, una controversia insinuada dos siglos antes y que ya en el nuestro es el problema callado y crucial, no siempre denunciado, pero siempre presente. Problema que, como hemos dicho, recorrerá todo el siglo, y también este libro, dándole eje de pensamiento y anécdota. Ortega, Azaña, Madariaga, etc., son los grandes educadores de España en una dirección europea, pero el 98 no pierde vigencia en mucho tiempo, sobre todo Unamuno y Azorín, los grandes mitificadores de Castilla, más la lírica de Machado.
Esta duda nada metódica, esta circunstancia conflictiva de España viene de que el español no se encuentra bien instalado en su medio, en su cultura, en su sociedad, desde que empezó la decadencia. El francés no se plantea nunca su ser francés (un hombre tan universal como Sartre sólo hace citas de escritores franceses). En cuanto al anglosajón, no es necesario señalar la condición insular de su cultura. La lengua inglesa sólo se ha universalizado a través de Estados Unidos. El español, en cambio, siempre está citando extranjeros, personas o ciudades, escritores o científicos. El conflicto casticismo/europeísmo se da en España no sólo en unas tribus contra otras, y en unas épocas contra otras, o en un hombre contra otro, sino también dentro del mismo hombre. Veamos.
Unamuno, gran confalonero de nuestro casticismo, es un pensador universal influido por Kierkegaard y que muchas veces está pensando en griego o latín. Ortega, a la inversa, el gran educador en la asignatura occidental, tiene mucho de señorito madrileño, de intelectual madrileño, de torero madrileño, diríamos.
Son nuestros mejores hombres, pues, los que aparecen desgarrados, o cuando menos dubitativos, toda su vida, entre las dos opciones. Ya hemos señalado en la decadencia (XVII) el origen de esta mala instalación del español en España, y todo el siglo XX intelectual, político, social, estético, no es sino un largo esfuerzo por tomar una decisión en un sentido o en otro. O, mejor aún, por llegar a la síntesis dialéctica. Y esto viene pasando siempre, sea el hombre o el momento consciente o no de que eso es lo que le desasosiega. El casticismo ha dado en España a Unamuno y a Franco, a Azorín y Primo de Rivera, a Joselito y Belmonte, a la Argentinita y García Lorca. El europeísmo ha dado a Ortega y Nuria Espert, a Ramón Gómez de la Serna y Madariaga, a don Manuel Azaña y José Antonio Primo de Rivera (los fascismos). El casticismo ha dado guerras civiles y corridas de toros. El europeísmo ha dado la generación del 27, la República y la actual democracia.
Pero dentro de cada hombre, de cada grupo, de cada generación, de cada escuela, incluso de cada núcleo urbano (otra cosa es el agro), anónimo e inmenso, se produce siempre un tirón interno, secreto y opuesto a la actitud manifiesta, exterior, de ese individuo o comunidad. No diría yo que esta dubitación, tan incomprensible para un europeo, que lo es naturalmente, haya sido estéril siempre, negativa e infecunda, sino que, por la mera enumeración de nombres y fenómenos que venimos reseñando, puede deducirse que quizá el viejo conflicto ha operado como estimulante de mucha creación nacional, de una dialéctica muy nuestra, cuya síntesis final no acaba de producirse nunca.
En este repaso del siglo, donde hay un poco de todo, más anécdota que categoría (pero siempre anécdota significativa), he intentado ilustrar con la vida misma lo que, alternativamente, voy reflexionando sobre cada década o tranco de nuestra Historia o más bien biografía familiar, ya que no va más atrás de nuestros abuelos.
España, hoy, no ha resuelto su dubitación. Felipe González parece un europeísta convencido y Alfonso Guerra un casticista machadiano. En eso estamos, pero estamos mejor que antes, con un pasado reciente, de cultura y progresión, a nuestra espalda (también de incultura y regresión, ay). De la lectura de este libro no aspiro a que salga la deseable síntesis, que a lo mejor, como queda apuntado, tampoco es tan deseable. Uno prefiere los períodos abiertos. Y nuestro siglo XX lo ha sido esperanzada y desesperadamente.
Y lo es.
FRANCISCO UMBRAL
La Dacha, 13 de noviembre de 1991.
FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1932 - Boadilla del Monte, 2007).
Fruto de la relación entre Alejandro Urrutia, un abogado cordobés padre del poeta Leopoldo de Luis, y su secretaria, Ana María Pérez Martínez, nació en Madrid, en el hospital benéfico de la Maternidad, entonces situado en la calle Mesón de Paredes, en el barrio de Lavapiés, el 11 de mayo de 1932, esto último acreditado por la profesora Anna Caballé Masforroll en su biografía Francisco Umbral. El frío de una vida. Su madre residía en Valladolid, pero se desplazó hasta Madrid para dar a luz con el fin de evitar las habladurías, ya que era madre soltera. El despego y distanciamiento de su madre respecto a él habría de marcar su dolorida sensibilidad. Pasó sus primeros cinco años en la localidad de Laguna de Duero y fue muy tardíamente escolarizado, según se dice por su mala salud, cuando ya contaba diez años; no terminó la educación general porque ello exigía presentar su partida de nacimiento y desvelar su origen. El niño era sin embargo un lector compulsivo y autodidacta de todo tipo de literatura, y empezó a trabajar a los catorce años como botones en un banco.
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