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Friedrich Engels - La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring (Anti-Dühring)

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Friedrich Engels La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring (Anti-Dühring)
  • Libro:
    La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring (Anti-Dühring)
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1878
  • Índice:
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La revolución de la ciencia de Eugenio Dühring (Anti-Dühring): resumen, descripción y anotación

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INTRODUCCIÓN
I. GENERALIDADES

El socialismo moderno es ante todo, por su contenido, el producto de la percepción de las contraposiciones de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y burgueses, por una parte, y de la anarquía reinante en la producción, por otra. Pero, por su forma teorética, se presenta inicialmente como una ulterior continuación, en apariencia más consecuente, de los principios sentados por los grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que enlazar con el material mental que halló ya presente, por más que sus raíces estuvieran en los hechos económicos.

Los grandes hombres que iluminaron en Francia las cabezas para la revolución en puerta obraron ellos mismos de un modo sumamente revolucionario. No reconocieron ninguna autoridad externa, del tipo que fuera. Lo sometieron todo a la crítica más despiadada: religión, concepción de la naturaleza, sociedad, orden estatal; todo tenía que justificar su existencia ante el tribunal de la razón, o renunciar a esa existencia. El entendimiento que piensa se aplicó como única escala a todo. Era la época en la que, como dice Hegel, el mundo se puso a descansar sobre la cabeza, primero en el sentido de que la cabeza humana y las proposiciones descubiertas por su pensamiento pretendieron valer como fundamento de toda acción y toda asociación humanas; pero luego también en el sentido, más amplio, de invertir de arriba abajo en el terreno de los hechos la realidad que contradecía a esas proposiciones. Todas las anteriores formas de sociedad y de Estado, todas las representaciones de antigua tradición, se remitieron como irracionales al desván de los trastos; el mundo se había regido hasta entonces por meros prejuicios; lo pasado no merecía más que compasión y desprecio. Ahora irrumpía finalmente la luz del día; a partir de aquel momento, la superstición, la injusticia, el privilegio y la opresión iban a ser expulsados por la verdad eterna, la justicia eterna, la igualdad fundada en la naturaleza y los inalienables derechos del hombre.

Hoy sabemos que aquel Reino de la Razón no era nada más que el Reino de la Burguesía idealizado, que la justicia eterna encontró su realización en los tribunales de la burguesía, que la igualdad desembocó en la igualdad burguesa ante la ley, que como uno de los derechos del hombre más esenciales se proclamó la propiedad burguesa y que el Estado de la Razón, el contrato social roussoniano, tomó vida, y sólo pudo cobrarla, como república burguesa democrática. Los grandes pensadores del siglo XVIII, exactamente igual que todos sus predecesores, no pudieron rebasar los límites que les había puesto su propia época.

Pero junto a la contraposición entre nobleza feudal y burguesía existía la contraposición general entre explotadores y explotados, entre ricos ociosos y pobres trabajadores. Fue precisamente esa circunstancia lo que permitió a los representantes de la burguesía situarse como representantes no de una clase particular, sino de la entera humanidad en sufrimiento. Aún más. Desde su mismo nacimiento la burguesía traía su propia contraposición: no pueden existir capitalistas sin trabajadores asalariados, y en la misma razón según la cual el burgués gremial de la Edad Media dio de sí el burgués moderno, el trabajador gremial y el jornalero sin gremio fueron dando en proletarios. Y aunque a grandes rasgos la burguesía pudo pretender con razón que en la lucha contra la nobleza representaba al mismo tiempo los intereses de las diversas clases trabajadoras de la época, en todo gran movimiento burgués se manifestaron agitaciones independientes de aquella clase que fue la precursora más o menos desarrollada del moderno proletariado. Así ocurrió en la época de las guerras religiosas y campesinas alemanas con la tendencia de Thomas Münzer; en la Gran Revolución inglesa con los levellers; en la gran Revolución Francesa con Babeuf. Junto a estas manifestaciones revolucionarias de una clase aún inmadura se produjeron manifestaciones teoréticas; en los siglos XVI y XVII, descripciones utópicas de situaciones sociales ideales; en el siglo XVIII, ya explícitas teorías comunistas (Morelly y Mably). La exigencia de igualdad no se limitó a los derechos políticos, sino que se amplió a la situación social del individuo; no se trataba de suprimir meramente los privilegios de clase, sino también las diferencias de clase. Y así fue la primera forma de manifestación de la nueva doctrina un comunismo ascético que enlazaba con Esparta. A eso siguieron los tres grandes utópicos: Saint Simon, en el cual la tendencia burguesa aún conserva cierto valor junto a la proletaria; Fourier, y Owen, que, en el país de la producción capitalista más desarrollada y bajo la impresión de las contraposiciones por ella producidas, desarrolló sistemáticamente sus propuestas para la eliminación de las diferencias de clase, enlazando directamente con el materialismo francés.

Común a los tres es el hecho de que no se presentan como representantes de los intereses del proletariado, mientras tanto producido ya históricamente. Al igual que los ilustrados, estos tres autores no se proponen liberar a una clase determinada, sino a la humanidad entera. Como aquéllos, quieren implantar el Reino de la Razón y de la Justicia eterna; pero su reino es abismáticamente diverso del de los ilustrados. También el mundo burgués instituido según los principios de aquellos ilustrados ha resultado irracional e injusto, y por eso acaba en la olla de las cosas recusables, exactamente igual que el feudalismo y que todos los anteriores estadios sociales. El hecho de que no hayan dominado aún en el mundo la verdadera Razón y la verdadera Justicia se debe simplemente a que no se las ha conocido hasta ahora rectamente. Ha faltado, sencillamente, el genial individuo que ahora se presenta y descubre la verdad; y el hecho de que se presente ahora, y ahora precisamente descubra la verdad, no es algo que se siga necesariamente de la conexión del desarrollo histórico, no es un acontecimiento inevitable, sino puro caso afortunado. Igual habría podido nacer hace quinientos años, y entonces habría ahorrado a la humanidad quinientos años de error, lucha y sufrimiento.

Este tipo de concepción es en lo esencial el de todos los socialistas ingleses y franceses y el de los primeros socialistas alemanes, incluyendo a Weitling. El socialismo es la expresión de la verdad absoluta, de la razón y la justicia absolutas, y basta con que sea descubierto para que por su propia fuerza conquiste el mundo; como la verdad absoluta es independiente del tiempo, el espacio y el desarrollo humano histórico, es meramente casual la cuestión del lugar y el tiempo de su descubrimiento. Lo que no quita que la verdad, la razón y la justicia absoluta sean distintas en cada fundador de escuela; y como en cada uno de ellos el tipo especial de la verdad, la razón y la justicia absolutas está a su vez condicionado por su entendimiento subjetivo, sus condiciones vitales y las dimensiones de sus conocimientos y la educación de su pensamiento, este conflicto de verdades absolutas no tiene más solución posible que el desgaste y limadura de unas con otras. De ello no podía resultar más que una especie de ecléctico socialismo medio, que es efectivamente el que domina las cabezas de la mayoría de los trabajadores socialistas de Francia e Inglaterra; una mezcla, con admisión de numerosos matices, de las exposiciones críticas menos violentas, los pocos principios económicos y las representaciones sociales futuristas de los diversos fundadores de sectas; una mezcla tanto más fácil de conseguir cuanto más se redondean en la discusión, como los cantos del arroyo, las agudas aristas que precisan y determinan los diversos elementos particulares. Para hacer del socialismo una ciencia había que empezar por situarle en un suelo real.

Mientras tanto, junto con la filosofía francesa del siglo XVIII y posteriormente a ella, había surgido la moderna filosofía alemana, para encontrar en Hegel su cierre y conclusión. Su mayor mérito fue recoger de nuevo la dialéctica como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos fueron todos innatos dialécticos espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, ha investigado incluso las formas más esenciales del pensamiento dialéctico. La filosofía moderna, en cambio, aunque también ella tenía brillantes representantes de la dialéctica (por ejemplo, Descartes y Spinoza), había cristalizado cada vez más, por la influencia inglesa, en el modo de pensar llamado metafísico, el cual dominó también casi exclusivamente a los franceses del siglo XVIII, por lo menos en sus trabajos específicamente filosóficos. Fuera de la filosofía estrictamente dicha, ellos también eran capaces de suministrar obras maestras de la dialéctica; bastará con recordar

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